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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (36 page)

BOOK: Sexy de la Muerte
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—Médica, enfermera, abogada, juez, actriz, jardinera y una reina de la cocina. También un gigante, un mago y ayudante de mago.

—¿Quieres decir una aprendiz de hechicera? —sonrió Shelly. El mar inmenso y navegable, de un azul intenso, apacible y somnoliento, sorbió ruidosamente la arena conforme lavaba sus pies.

—Sí. Y un caballero. Y la reina de América. ¿Qué quieres ser tú cuando seas mayor?

La pregunta dejó perpleja a Shelly.

—Eso es fácil. —Kit, que acababa de unirse a ellas aportó la respuesta—: una concertista de guitarra clásica.

—¡Papá, shhhhhhhh! Deja que responda Shelly —dijo Matty con su mejor voz de directora de colegio—. Shelly —insistió—, dinos. ¿Qué vas a ser cuando seas mayor?

—Hum, ¿más alta? —Shelly sonrió con malicia a Kit.

Kit le lanzó una mirada inquisitiva.

—Seguir controlando sin mojarte, ¿eh?

—Ja, ja —Shelly hizo una mueca a su pulla.

—¡Papá! ¡El submarino bebé! —Matilda señaló el renacuajo pretencioso que estaba batiendo la superficie de su cala apartada—. Oh, ¿a que es muy mono? ¿Dónde están su mamá y su papá?

—¿Sabes qué? No creo que necesite una mamá o un papá. Creo que está nadando a gusto él solo, ¿no crees, peque?

Kit envolvió a Matty en sus brazos, y ella puso contenta una sonrisa radiante. Shelly intentó imaginarse qué se sentiría al estar protegida, calentita, segura en los grandes pliegues del abrazo cariñoso de su padre. Y experimentó una punzada de nostalgia que le dolió.

—Coco dijo que el submarino nos dejaría en un pueblo pesquero al sur de la isla. Ahí podemos hacer
autoestop
hasta Madagascar en un arrastrero.

—¿Estás seguro de que no es peligroso? —preguntó Shelly, analizando el juguete gigante de cuerda para bañera, balanceándose en el agua delante de ellos—. Quiero decir, por una vez estaría bien una reunión de la que ninguno de nosotros se marchara en un coche de policía o en una ambulancia.

—Puedo prometerte de corazón que no haré nada para que te saquen en los informativos de la noche nunca más —dijo Kit, con la mano en el corazón.

—¿Pero Madagascar? ¿Cómo volveré a Inglaterra?

—¿Para qué quieres volver a ese sitio de mierda? No puede ser que realmente quieras seguir enseñando versiones de
Dead Girls Don't Say No
a grupos llamados «Cascos pegajosos al rojo vivo» y «La gran polla y las colitas que se menean».

Eso era verdad. Un par de meses antes la profesora de piano salió arrastrándose del departamento de música con una camisa de fuerza, sollozando: «¡Es una jodida blanca, capullo!».

—¡No puedes dejarnos, Shelly! —empezó a hablar Matty—. Porque, ya sabes… ¡no escuches, papá! —Puso las manos sobre las orejas de su padre, y susurró a Shelly. —He descubierto que mi padre es el ratoncito Pérez.

—¿Ah sí?

—Sí. Shhhh. No le digas que lo sé. ¿Pero cómo puedes dejarle irse cada noche a hacer su trabajo de ratoncito Pérez y dejarme en casa sola? —Sus ojos verdes moteados, tan parecidos a los de su padre, la miraban suplicantes, grandes y húmedos.

Shelly sintió que se le encogía el corazón.

—¿Pero cuál es la alternativa? —Miró al compromiso-fóbico Kitson Kinkade. El hombre al que le gustaba ser soltero y sin compromiso, estuviera comprometido o no. El Dios americano del amor que creía en la vida, en la libertad y en la felicidad de la búsqueda.

—Bueno, hum… —Por una vez la voz de Kit buscó a tientas. No podía elegir el juicio correcto para dar forma a sus sentimientos—. Pensé que podrías, ya sabes, hum, vivir con nosotros.

Las palabras de Kit flotaron en el aire, paracaídas verbales, pequeñas cosas esperanzadoras de seda. Sus ojos destellaron, como el sol reflejado en el mar. El mundo brilló con una luz tenue y se fracturó conforme el cielo se condensaba en una cinta dorada. El viento cálido era como un abrazo.

—¿Puedo tener eso por escrito? —respondió Shelly por fin—. Esto no es como un voto de boda, Kit. Quiero decir, esto cuenta de verdad.

Kit le dedicó una sonrisa especulativa y salaz, una sonrisa llena de promesa, posibilidad y placer… y un escalofrío involuntario agitó sus muslos.

El mini submarino robado, el Safari 800 azul, podía acomodar a seis pasajeros y al piloto criollo, el cual, les aseguró Coco, se había entrenado en la Academia Naval francesa. El submarino constaba de dos burbujas de observación de cristal transparente interconectadas por una puerta. La vista desde cada camarote era panorámica, y les permitía mirar con asombro el interior del mundo neptuniano. Aunque el mini submarino estaba descendiendo, Matty, Kit y Shelly se sentían elevados por su escapada, no sólo de la isla de Reunión, sino de la propia Muerte. Ciclones, volcanes, insurrecciones armadas, bombas terroristas… sus intenciones habían sido mortalmente obvias.

El foco de luz iluminaba la sinfonía silenciosa de los peces, mientras peces payasos, escorpiones, loros, globos, mariposas y cirujanos saltaban adentro y afuera de los macizos de coral en una coreografía colorida. Desde los veinticinco a treinta metros bajo el mar los acompañó un tiburón nodriza gris, receloso y ligeramente molesto, pero Shelly estaba sumergida en un dilema demasiado gordo como para percatarse.

Mientras burbujeaban a lo largo del arenoso fondo marino, Kit dejó a Matty con Coco y con el capitán y se unió a Shelly, la cual estaba meditando melancólicamente en el camarote trasero.

—Hey, ¿no nos hemos casado antes en algún lado? —preguntó, juguetón.

—No funcionará, lo sabes, Kit. —Shelly miró hacia la arena ondulada y de sombras entramadas del fondo oceánico—. Somos demasiado opuestos.

—Pues sí. Yo soy humano, y tú eres alguna especie de chica
klingon
. Pero, oye, los franceses tienen razón en una cosa.
Vive la différence
—Cerró la puerta de interconexión—. Los polos opuestos se atraen.

—Pero es que nosotros no tenemos absolutamente nada en común… excepto un certificado de matrimonio.

—Ah, pero el amor verdadero lo conquista todo. —Una luz furtiva entró desde el mundo submarino conforme él la atraía hacia sí.

—No, no lo hace, Kit. —El aire parecía agitado, cargado de la opalescencia acuosa que ondulaba en el camarote—. No conquista el hecho, por ejemplo, de que tú estás acostumbrado a mujeres glamorosas como Pandora. Yo no soy nada glamorosa. ¡Quiero decir, mira mi pelo! Ha elegido el camino de la rectitud.

—¿Ah sí? —preguntó, perplejo.

—Sí. Todo tieso, grasiento y liso. —Se recogió los mechones desaliñados por detrás de las orejas. Los últimos días habían sido tan estresantes que había empezado a tener el aspecto de su foto del pasaporte. Se estremeció a la luz de su análisis—. No me mires.

—Rectitud, ¿eh? Espero que eso no signifique que vas a ser buena… —Acarició sus pechos, apretando los pezones entre sus dedos con firme propósito—. ¿Y qué me dices de tu otro pelo? ¿Qué tal anda Farrah Fawcett Major? —Deslizó la mano por debajo de los vaqueros de Shelly y dentro de todo el calor almizcleño.

Su cuerpo se balanceó contra el de Kit, desobedeciendo cada una de sus órdenes.

—Te advertí de que podrías encontrar el legendario templo perdido de la tribu de los
Xingothuan
ahí abajo, ¿no?

Kit rió con voz ronca.

—Curiosamente, no me empapé de que algún concursante de
Gran Hermano
no se hubiera enterado de que el programa ya había terminado.

Shelly paró de gemir para golpearle.

—«No me empapé» —se encogió—. ¡Por favor! Y tampoco conquistará el amor el hecho de que te piensas que la elocución es cómo matan a los presos en el corredor de la muerte en Tejas.

Recorrió el cuerpo de Shelly lentamente con los dedos, como dirigiendo el
legato
de un concierto carnal. Su tacto lánguido penetró en su piel como la luz del sol.

—¿Sabes qué? Tienes razón, Shelly. Nunca jamás funcionaría. Yo voy a mi aire. Soy impulsivo. Imprudente. Mientras que tú estás acostumbrada a la espontaneidad de esas azafatas estiradas de la sociedad inglesa que te hacen una reserva con tres años de antelación y te envían el plano de los asientos, y luego se sientan a debatir sobre la geometría cliteana. ¿Quién quiere discutir sobre geometría cliteana teniéndola dura?

¿Quién sin duda?

—¿Cliteana? Querrás decir geometría euclidiana —corrigió Shelly, intentando sofocar el achaque de excitación en sus huesos—. Al igual que el amor tampoco superará el hecho de que seas tan poco educado. Te crees que Dante es la forma que tienen los italianos de cocinar los espaguetis.

—¿Qué? ¿Es que no es? —Mordisqueó su oreja—. Pues sí. Tienes toda la razón. Somos la desunión perfecta. —El calor de sus cuerpos se mezcló mientras retorcían su cuerpo contra el del otro—. Tu eres finolis, yo soy rudo —respiró en su cuello—. Eres una británica convencional… doblas la toalla de la playa con escuadra y cartabón, por Dios…y yo soy un
yanqui
despreocupado. Yo soy de los que vuelve a la naturaleza, mientras que a ti te gusta huir de ella. Sinceramente, Shelly, para cuando tú hayas rociado protección solar total y estés repelida contra los insectos, ni quedará capa de ozono en todo el maldito océano Índico.

Conforme él bajaba suavemente los vaqueros de Shelly por los muslos, ésta se sintió tan chispeante como una lentejuela. Tan ligera como un deseo.

—Y luego está el hecho de que desconfías de todas las mujeres.

—Y luego está el hecho de que tú odias a todos los hombres.

—Pues sí. —Shelly le desgarró sus vaqueros y él se los sacó de una patada. Cayeron al suelo, con las piernas abiertas en la posición de la una menos cuarto. Aunque casi desnudos, estaban hilando un capullo de aliento y suspiros alrededor del otro con cada caricia.

—Ojalá hubiera un tercer sexo disponible para nosotros —jadeó Shelly.

—Ojalá.

Kit recorrió con sus manos la cintura y caderas de Shelly, donde su cuerpo se curvaba como una guitarra. Shelly sintió un éxtasis mareante conforme él la tocaba. Por un momento le entró el pánico de que se estaba sumergiendo demasiado. Narcosis, eso era. La presión fuerza el nitrógeno en el torrente sanguíneo, lo cual te vuelve loco, y tan mareado que ni siquiera te das cuenta de que te has quedado sin oxígeno. Se llama «el éxtasis de profundidad».

Para anclarse a sí misma, Shelly alargó la mano entre las piernas de Kit. Un arranque convulsivo agitó la complexión de Kit. También él parecía estar sufriendo aeroembolismo emocional.

—Lo peor de esta luna de miel es que has hecho que deje de ver a las mujeres como el sexo débil. Y no puedo perdonártelo.

—Sexo débil… ¿no era ése el tipo de sexo que experimentas cuando estás hecho polvo después de tener hijos? —Se arrodilló ante él.

—¿Lo vas a descubrir por ti misma? —murmuró con placer en su pelo—. Yo desde luego podría con otro hijo. Quiero decir, sólo falta un par de años para que Matty se meta en su habitación y no la vuelva a ver hasta que se saque el carné de conducir.

Shelly le atrajo hacia sí tumbándose en el suelo.

—Pues yo no podré perdonarte nunca por haber hecho que me enamore de Matilda. Porque ahora, en contra de mi mejor juicio, tengo muchísimas ganas de tener una hijita.

—La gente se pasa el tiempo preocupándose de si son felices o se sienten realizados. Lo mejor de tener un hijo es que estás demasiado ocupado como para seguir haciéndote esa pregunta.

Sin embargo, con las manos de Kit sobre la piel desnuda de su tripa ella ya era feliz, tan feliz que no podía creer que no tuviera su propia nube.

—Tampoco puedo perdonarte, Kit, por hacer que redefiniera mi opinión sobre los hombres. Ahora he tenido que cambiar mi lealtad de la corriente de pensamiento «Todos los hombres son unos cabrones» a «La mayoría de los hombres son unos cabrones». ¡Y eso duele!

Kit se rió, esa risa de fumador, sexy y trasnochada que llevaba tanto tiempo sin oír.

—Sabes, ser opuestos no es tan malo. Podemos complementarnos, enriquecernos el uno con el otro. Quizá podríamos declarar la tregua en la guerra de sexos, después de todo…

Ella se quitó su anillo de oro y lo deslizó en el dedo meñique de Kit, luego le besó, absorbiendo su caliente gemido.

—Sólo si ahora estás listo para negociar tus condiciones de rendición, Kinkade.

—«Tus» condiciones de rendición, querrás decir. —Su abrazo era como el de un pulpo, manos por todas partes. Kit sujetó los brazos de Shelly por encima de su cabeza y presionó su cuerpo contra el de ella con tanta fuerza que ésta no podía respirar o moverse o pensar—. Te hago mi prisionera.

—No voy a cooperar. Ni siquiera bajo tortura.

—¿De veras? ¿Y si te dijera que voy a hacer que vayas de luna de miel a la isla de Reunión otra vez?

—Vale, vale. ¡Todo menos eso! Haré lo que quieras.

—¿Cualquier cosa?

—¿Qué tienes en mente?

—Ocupación. —Separó sus piernas con la rodilla.

—¿Y si opongo resistencia? —Hundió las uñas en la carne de su espalda, lo bastante fuerte como para hacer sangre—. Podría estar entrampada.

—En ese caso, tendré que hacerte un registro exhaustivo total.

Inmovilizando sus brazos con una mano, usó la otra para quitarle los vaqueros a media asta y abrirle con violencia la camisa.

—Creo que te estás precipitando demasiado, Kinkade. —Shelly le mordió el cuello. La cabeza de Kit dio una sacudida hacia atrás ante la bestialidad inesperada del mordisco. Ella le apartó de su cuerpo y, resbaladiza cual pez en sus manos, se revolcó encima de él—. Estás subestimando mi movimiento de independencia.

—Entonces, ¿no quieres garantizarme el salvoconducto?

—Creo que podría darte refugio y asilo, pero sólo una vez que hayamos acordado un equilibrio de fuerzas. —Pivotó sobre sus rodillas y se inclinó sobre él con perfecto equilibrio.

Necesitaban tener conversaciones de paz, para arbitrar, mediar, negociar, lo necesitaban de veras, sólo que el problema del amor es que los orgasmos tienden a hablar todo el tiempo. No había nada que decir excepto «oh» y «sí» y «tómame» y «mmmmm» conforme se entregaban por fin, felizmente, el uno al otro.

*

Y así, al final, podrían haber ocupado las noticias de la noche después de todo… los primeros heterosexuales admitidos en el
Mile Under Club
.

Matty, mientras tanto, estaba sentada con Coco y el piloto en los controles del submarino, moviéndose con serenidad a través de las aguas con lentejuelas de sol que estaban rebosantes de peces.

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