Read Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida Online

Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (10 page)

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En esa ocasión se retrasó algo más de lo habitual.

—Deberías buscar en Google, Bruno. Todo el mundo usa Internet.

—No, coño. No quiero buscar en Google. Las cosas no se hacen así.

—¿De qué se trata esta vez? ¿Mitología, historia?

—Psss, ¡claro! ¡Qué va a ser! —aseguró abatido.

—Tal vez pueda echarte una mano —sugirió fingiendo desinterés.

—Cinco vertical: dios romano que todo lo abre y todo lo cierra.

—¿Cuatro letras?

—Sí.

—Jano. Dios de las puertas, los comienzos y los finales. Janus, de ahí
Ianuarius
, enero —anunció Eichel reventando de felicidad—, ¿qué más?

Bruno Krause se arrancó un pelo de las cejas. No podía evitar hacer eso cuando le invadía la ansiedad.

—Una de historia —admitió compungido—. Siete horizontal. Hijo de Ulises, rey de Ítaca. Algo así como Tolémaco.

—Telémaco.

—¡Mierda, entonces me he equivocado en una de las verticales! En fin, ¡al cuerno!

Bruno dobló el ejemplar del
Die Welt
y lo arrojó a la papelera. Se estiró cuan largo era, ahuyentando la pereza, y decidió que era hora de comer algo. Acababa de ponerse el abrigo cuando un agente asomó por la puerta.

—Inspector Krause, lo lamento…, malas noticias —alertó—. Un doble asesinato. En el número 23 de la calle Hardenberg. Un matrimonio anciano. Les ha encontrado la asistente social asignada por el ayuntamiento hace poco más de una hora. ¿Pido que le preparen un coche?

—¡Qué remedio!

—¿Quieres que te acompañe? —ofreció Christian.

—Sí. Mejor. Voy a tomarme un analgésico, me duele mucho la cabeza. Anda, espérame en la calle.

Minutos más tarde un coche de la jefatura central de la Policía de Berlín cruzaba la ciudad. Bruno Krause hubiera dado la mitad de su fondo de pensiones con tal de que el mundo se olvidara de él por unas horas. Llevaba varias noches durmiendo mal, con un dolor persistente en la zona lumbar; secuela, aseguraban los médicos, de viejos cólicos nefríticos.

Resopló.

—Holger, por lo que usted más quiera, desconecte esa maldita sirena, haga el favor —rogó al conductor—. Me estalla la cabeza. La sirena no devolverá la vida a esos ancianos. Además, hay aguanieve en el asfalto. Conduzca más despacio. Nos mataremos.

—Te veo mal, amigo mío —susurró Eichel—, deberías tomarte esa semana de vacaciones que te deben. Si no la empleas antes de Navidad, la perderás.

Krause asintió. Comenzó a estornudar.

—Para colmo, me he enfriado. Estoy hecho un asco.

La calle Hardenberg había sido cortada en ambos sentidos. Frente al número 23, una casa de ladrillo rojo de dos plantas, aparecían estacionados dos vehículos de la Policía Científica y una ambulancia. Un buen número de vecinos, ociosos, se agolpaba a ambos lados de las cintas de seguridad tendidas por la policía.

Nada más cruzar el umbral se toparon con Florian Bohm, agente de la BKA, la Oficina Federal de Investigación Criminal. Christian Eichel sabía que entre su jefe y él existía una vieja y sólida aversión.

—¡Caramba, Bruno, tienes mala cara! —bromeó Florian.

—Te aseguro que hace unos segundos estaba como una rosa. Me habrá cambiado al verte a ti —espetó con sorna—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Un robo?

—No creo. No tiene pinta de ser un robo. Ha ocurrido a primera hora. No han forzado la cerradura. El que les ha matado lo ha hecho sin problemas. Le han abierto la puerta. Echa un vistazo y saca tus propias conclusiones —propuso el inspector.

Bruno Krause y Christian Eichel recorrieron el escenario del crimen.

En un pequeño salón de la parte trasera, asomado a un descuidado jardín, encontraron el cadáver de Gerald Gottlieb, un anciano de unos noventa años. Estaba sentado en una silla, con la cabeza desplomada sobre la mesa. Su boca se abría como una gruta. Presentaba un tiro limpio, entre las cejas. Una taza de café aparecía volcada a escasos centímetros de su mano derecha. Otra, intacta, delante de él.

—¿Qué deduces a la vista de esto, Christian?

—No sé, se diría que este hombre ha tomado café con su asesino, ¿no?

—Exacto. Por lo tanto, tiene razón Florian Bohm. Seguramente se conocían. Gottlieb ha franqueado el paso a su asesino y le ha ofrecido café. Le han disparado de súbito, sin que mediara pelea o violencia. Todo parece estar en su sitio. ¿Qué es eso? ¿Azúcar?

Eichel reparó en un pequeño dispensador. Aparecía algo más allá. Se puso los guantes y examinó el frasco.

—No es azúcar, más bien parece sal. ¡Quizá el viejo echaba sal en el café! —propuso jocoso. Ladeó el rostro y observó a Gottlieb con detenimiento—. ¡Qué raro, juraría que tiene sal en los labios!

—Pregunta a los inspectores de la BKA si han reparado en eso. Que tomen muestras y las analicen. Yo voy a echar un vistazo arriba.

Krause ascendió por una empinada escalera hasta el piso superior. La mujer de Gottlieb, de unos ochenta años, yacía en un pequeño espacio entre la cama y la pared de su dormitorio, en un escorzo imposible. Parecía una muñeca rota. Había recibido dos impactos de bala en el pecho. Su mano izquierda parecía querer alcanzar las muletas que se apoyaban en la mesilla de noche.

—Pobre mujer —mumuró asqueado intentando atrapar la última imagen impresa en sus pupilas—. Posiblemente dormías cuando has escuchado el disparo, ¿no? ¿Te han matado cuando intentabas incorporarte?

El comisario se disponía a salir de la alcoba cuando sus ojos se detuvieron en una cómoda antigua, de taracea, ubicada al otro lado del lecho. Varias fotografías descansaban en marcos de plata y madera. Una de ellas atrajo poderosamente su atención.

Rebuscó en su bolsillo y se colocó las gafas sobre el puente de la nariz.

Un jovencísimo Gerald Gottlieb posaba estirado como un palo, con aire marcial. Vestía el impecable uniforme del Ejército alemán y saludaba a la cámara con expresión de orgullo frente a la Puerta de Brandeburgo.

Bruno Krause dio un respingo. A pesar de que en su cabeza parecía disputarse el título por el campeonato del mundo de los pesos pesados, un recuerdo emergió con fuerza entre sus pensamientos. Dos días atrás había recibido una información remitida desde la jefatura de Munich, un expediente de características similares: el dosier de un asesinato múltiple que había acabado con la vida de un viejo soldado, su hija y su yerno. No recordaba el nombre, pero sí haber leído que aquel anciano había sido un oficial adscrito al servicio externo del Führerbunker de Berlín en los últimos días de la guerra.

Frunció el ceño. Descendió portando el retrato en la mano. Christian Eichel seguía husmeando por la sala como un sabueso en busca de algún rastro.

—¿Está por aquí la mujer que les ha encontrado?

—Creo que está en la calle. La están interrogando. Ha sufrido una crisis nerviosa.

Krause salió al exterior. Un agente de la BKA hablaba con la asistente social del matrimonio Gottlieb en la parte trasera de un vehículo. La mujer llevaba el miedo estampado en la mirada. Permanecía cruzada de brazos, retraída.

Minutos después, terminado el interrogatorio, el inspector la abordó.

—Disculpe, sé que está muy alterada, es lógico, tranquilícese… —dijo en tono pausado—. Soy el comisario Bruno Krause. Quisiera preguntarle un par de cosas. No nos llevará mucho tiempo. ¿Cómo se llama usted?

—Gisela, Gisela Froese.

—Muy bien, Gisela, dígame: ¿los señores Gottlieb recibían visitas?

—No, nunca. No tenían familia. Él apenas salía de casa, a pesar de que se encontraba en buena forma; ella, jamás —aseguró—. Tenía artrosis. Su marido y yo la ayudábamos a bajar a la salita unas horas cada día, hasta media tarde. Le gustaba ver la televisión, los concursos, ya sabe.

—Entiendo. ¿Cuánto tiempo llevaba usted con ellos?

—Casi tres años —gimoteó—. Esto es horroroso, terrible.

—¿Tenían deudas?, ¿recibían correspondencia?

—Deudas, ninguna. Vivían cómodamente. El señor Gottlieb trabajó muchos años en una empresa de construcción. Tenía una buena pensión. Y cartas…, pues las del banco. Nada especial que yo sepa.

—¿Hablaba usted a menudo con el señor Gottlieb?

—Pues, claro, sí. ¿A qué se refiere?

—Tengo entendido que fue oficial durante la guerra.

—Sí. A veces recordaba eso y hacía comentarios. Sobre todo cuando veía el informativo de las tres y algo no le gustaba —explicó Gisela—. Era muy gruñón. Y muy pesimista. Eso sí que se lo puedo asegurar. Creo que nunca asumió la derrota. Su rostro se iluminaba cuando recordaba aquellos años. Un día me confesó que conoció a Hitler personalmente. Me dijo que había estado con él en tres ocasiones.

—Haga memoria, es importante: ¿sabe si estuvo adscrito a la Cancillería, a algún estamento oficial, al búnker del Führer, si mantenía contacto con algún general o miembro destacado del partido?

Gisela Lang se abstrajo durante unos segundos.

—Me contó que formaba parte del servicio de intendencia del búnker, pero no precisó a qué se dedicaba en concreto ni en qué época ocurrió eso. Lo siento.

—No se preocupe. Muchas gracias. Intente descansar —propuso Krause—. Si se me ocurre alguna otra pregunta la llamaré. Ande, váyase a casa.

La asistente arregló el cuello de su chaqueta, aseguró el bolso en el brazo y dio unos pocos pasos. Se giró repentinamente.

—El agente de la BKA me ha dicho que debo personarme en el Departamento de Investigación Criminal —anunció intranquila—. Yo ya les he dicho todo lo que sé.

—Cálmese. Es sólo una mera formalidad. Los de la BKA tienen cara de bulldog pero no la morderán —susurró en tono cómplice el inspector.

Media hora más tarde, durante el trayecto de regreso a comisaría, Bruno Krause comunicó sus sospechas a Christian Eichel.

—Quiero que obtengas una relación de los supervivientes de la guerra, oficiales y soldados, Christian.

Eichel le miró perplejo.

—Eso no va a ser fácil. Aún quedan muchos combatientes vivos.

—Introduce sesgos, parámetros —recomendó—. Céntrate en los nombres de aquellos que libraron la batalla de Berlín. Muy especialmente si pertenecían a las SS o estaban adscritos al servicio del Führerbunker. Apremia a los de la BKA para que nos remitan, en cuanto lo tengan, el informe científico.

El ayudante respiró profundamente.

—¿Crees que esto guarda alguna relación con la guerra?

—No lo sé, pero una corazonada me dice que sí.

Se quedaron en silencio. Krause comenzó a estornudar con violencia. Una y otra vez. Se llevó a la nariz un jirón de tela blanca, otrora un pañuelo.

—¡Joder, Holger! ¿Le importaría cerrar la ventanilla y subir la calefacción? ¿Me quiere usted matar? ¡Estamos a dos grados, acabaré con una pulmonía de caballo!

Capítulo 12

Hijos De Hiperbórea

Edward Harvington alzó la copa hasta situarla entre sus ojos y las llamas de la chimenea. El fuego arrancó una miríada de destellos añejos al coñac, bañando el rostro del aristócrata en una luz dorada. Su nariz se dilató complacida. Al punto, sin comedimiento alguno, vació la mitad del gran reserva de Martell.

—¿Byrd? ¿Se refiere usted al almirante Richard Evelyn Byrd? —preguntó con voz grave. Sus mejillas parecían encenderse gradualmente, atemperadas por la combustión interna del alcohol.

—Sí, supongo que se trata de él —vaciló Simon Darden—. ¿Hay algún otro Byrd con el que pueda ser confundido?

—No.

El periodista, el fotógrafo y el escritor habían regresado, tras la comida, a la biblioteca de la casa. Los tres andaban sumidos en la inevitable galbana que sucede al atiborre. Permanecían cómodamente apoltronados en las butacas.

—Un personaje misterioso el tal Byrd —convino Harvington—. Hace bien en incluirle en su artículo de casos no resueltos, misteriosos. Además, ese hombre guarda relación con uno de los capítulos más extraños acaecidos en los primeros años de la posguerra. ¿Han oído hablar de la operación Highjump?

—Precisamente quería preguntarle a ese respecto.

—Entiendo —asintió—. Le advierto que éste es un asunto espinoso. Se presta a muchas hipótesis, y acaso todas ellas erróneas. El problema, como siempre, estriba en que la información disponible es poca. El Gobierno americano se resiste a desclasificar papeles e informes de aquella época. Supongo que no ignora, señor Darden, que a estas alturas, cincuenta años después, todo eso debería haber salido a la luz y ser de dominio público. Ahí hay algo, algo inquietante y peligroso. Por eso continúa siendo materia reservada, de alto secreto, guardada bajo llave.

—Lo poco que he podido averiguar acerca de esa operación es que los americanos, a finales de 1946, cuando todavía Europa humeaba, desembarcaron en el Polo Sur.

—¿Desembarcar? Yo diría que más que un desembarco, Highjump fue una invasión en toda regla —aseguró Harvington divertido—. Vayamos por partes. Desde el principio.

El escritor dedicó los siguientes minutos a trazar, en un esbozo rápido, la semblanza del almirante Richard Byrd, explorador y militar del Ejército estadounidense, considerado por todos un héroe nacional. En 1926 aseguró haber sobrevolado el Polo Norte, junto a su piloto, Floyd Bennett; aunque algunos expertos que analizaron minuciosamente los aspectos técnicos del viaje, la autonomía del avión y la distancia a cubrir concluyeron que eso no era posible. Un año más tarde, Byrd intentó ganar el Premio Orteig. Se inscribió en una competición cuyo objetivo era volar desde Estados Unidos hasta Francia sin escalas. Bennett sufrió un aparatoso accidente durante las pruebas. Salvó la vida de milagro. El avión, un Fokker trimotor, tuvo que ser reparado. Para cuando Byrd se hallaba en condiciones de lanzarse al arriesgado salto transoceánico, Charles Lindbergh ya se había hecho con el premio y entrado en los anales de la historia de la aviación. Pese a todo, Richard Byrd, compartiendo los mandos con un nuevo piloto, realizó la hazaña a finales del mes de junio de ese mismo año.

Después, todo su interés se centraría en la exploración antártica. El continente helado le atraería como un imán a lo largo de las siguientes décadas.

—Byrd sobrevoló el Polo Sur en noviembre de 1929 —afirmó Harvington admirado. Vació el coñac que restaba en la copa y volvió a llenarla con una sonrisa indulgente—. Esa gesta le valió el reconocimiento de Norteamérica. Se convirtió en una leyenda. Regresó allí en cuatro ocasiones más. En 1934, durante la segunda expedición, pasó cinco meses en completa soledad, al frente de una pequeña estación meteorológica. Estuvo a punto de morir.

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shades of Evil by Shirley Wells
Night Game by Kirk Russell
Tell Me No Secrets by Joy Fielding
Mayflies by Sara Veglahn
A Delicious Mistake by Jewell, Roselyn
Impeding Justice by Mel Comley
Isabel's Run by M. D. Grayson
City of Devils: A Novel by Diana Bretherick
Zona zombie by David Moody