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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (15 page)

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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—Si mi invitación puede humillarle, haremos lo que usted ha propuesto, y aunque yo le invite, usted será quien pague la cena.

—Así está mejor.

—Ahora, si me lo permite, subiré a la habitación que me hayan asignado y me cambiaré de ropa —dijo la viajera.

—Entretanto yo iré a dar unas cuantas órdenes, señora. Volveré dentro de una hora. Le ruego que no baje antes, pues jamás me perdonaría el haberla hecho esperar.

—Bajaré dentro de una hora y diez minutos. Señor Yesares, cuanto usted quiera…

Mientras Mateos regresaba a su oficina, Isabel Perkins subió a su cuarto, acompañada por Yesares y seguida por un par de muchachos cargados con su equipaje.

—¿Necesita algo más? —preguntó el dueño de la posada, antes de retirarse.

—Mucha agua caliente —sonrió Isabel—. Quiero bañarme bien.

Yesares bajó a ordenar a las criadas que subieran varias ollas de agua hirviendo para el baño de la viajera, y en seguida retiróse a su despacho y escribió una breve nota que entregó a uno de sus criados, encargando:

—Llévala al Rancho de San Antonio y entrégala en propia mano al señor Echagüe. Es posible que le encuentres por el camino. En ese caso, dásela a él. No vayas a ir hasta el rancho.

—No tema, señor, cumpliré bien el encargo —prometió el cobrizo criado, montando en un caballo que tenía atado en el poste de frente a la posada y partiendo al galope.

Capítulo II: El simpático don César

Don César de Echagüe estaba, en efecto, a mitad de camino entre su rancho y Los Ángeles.

—¿Adónde vas? —preguntó, deteniendo al mensajero de Yesares.

Cuando supo que tenía una carta para él, la tomó y leyó, aprovechando los últimos destellos del sol poniente:

Don César: Tengo la esperanza de que esta noche vendrá usted a probar los excelentes calamares que preparamos a un nuevo estilo. Le he hecho apartar una ración especial que espero será de su agrado. Le saluda su afectísimo
,

RICARDO YESARES

—¿Calamares? —contestó en voz alta don César—. Hace tiempo que no sé lo que son unos buenos calamares. Sí, no me los perderé. Allí voy volando.

El criado de Yesares, que no era precisamente una centella, sonrió al oír la expresión de don César, que tenía fama de ser el hombre más lento del mundo.

—¿De qué te ríes, imbécil? —preguntó César, tratando de disimular la sonrisa.

—De nada, señor, no reía —afirmó el criado, temiendo que el poderoso estanciero descubriera a Yesares su descortés comportamiento.

—Mentira —replicó César—. Te estabas riendo. Y sé por qué. Te reías por lo que dije de ir volando. No, desde luego, no pienso ir volando, ni mucho menos, a visitar a don Ricardo. Ni los mejores calamares del mundo son capaces de poner alas a mis pies ni a los de mi caballo. ¿Tú crees que la prisa es importante y necesaria?

—No, desde luego, no —aseguró, muy convencido, el criado—. No es necesaria.

—Claro que no —declaró don César.

Y media hora después, en el vestíbulo de la posada, explicaba a Yesares y a Mateos, a quienes halló conversando:

—Como le decía a ese criado suyo, don Ricardo, la prisa es innecesaria. Hay tiempo para todo. Para llegar a Los Ángeles y para no llegar, para vivir y para morirse. Para lo que no hay siempre tiempo es para comer unos buenos calamares. ¿Cómo han sido preparados esos?

—Es una receta de una india mejicana del golfo de California. Está de paso en Los Ángeles, camino de San Francisco, donde su hombre ha montado un figón a estilo mejicano, y parece que prospera. He conseguido que se quede una semana y condimente algunos platos especiales. Ganará unos pesos y comerá gratis.

—Es usted un gran comerciante, don Ricardo —aseguró César—. Veremos qué tal guisa esa india; no vaya a resultar como aquel chino que nos estuvo sirviendo el mejor caldo que hemos probado en nuestra vida y que luego resultó que no era ni de gallina, ni de pato, ni de cerdo, ni de ternera, sino de rata.

Los tres hombres se echaron a reír y, en aquel momento, la señora Perkins apareció en el vestíbulo, de regreso de su habitación. Vestía un traje blanco y se cubría los desnudos hombros con una fina mantilla negra, a través de la cual se adivinaba la marfileña pureza de la epidermis. Habíase peinado con excelente gusto, y sus negros cabellos contrastaban exóticamente con las azuladas pupilas de la joven.

—Buenas noches, señores —saludó la joven—. Veo que reina un excelente humor. Aunque ya sé que no es prudente preguntar a tres caballeros de qué ríen, pues muchas veces ríen de cosas que una dama no puede oír sin verse obligada, quizá contra su voluntad, a ruborizarse, ¿pueden decirme a qué se debe ese buen humor?

—Se trata de un recuerdo muy divertido —dijo Mateos—; Pero antes quiero presentarle a don César de Echagüe, uno de nuestros principales hacendados, propietario de dos ranchos y poseedor de una profunda y sabia filosofía relativa a la no necesidad de ir de prisa. Don César, le presento a la señora Isabel Perkins, a quien nuestro enemigo
El Coyote
ha hecho víctima de un asalto a mano armada y a quien ha despojado de unas cuantas valiosas joyas y dinero.

Por los ojos de don César pasó una expresión de profundo aburrimiento.

—No comprendo por qué tolera usted tanto tiempo la existencia del
Coyote
, Mateos —dijo el hacendado—. Más que un peligro es ya una molestia. Por todas partes se le oye nombrar, admirar, insultar, defender. En cuanto se reúnen en casa cinco amigos, ya los tiene usted discutiendo si
El Coyote
es un bandido o si es un héroe, un diablo o un mártir, un bicho útil o un animal dañino.

—¿Y qué opina usted, don César? —preguntó Isabel, mirando, divertida, a aquel extraño hombre.

—Esa misma pregunta me la han estado repitiendo miles de veces en los últimos años. Mi opinión particular es la de que
El Coyote
es un ser molesto, una especie de mosquito zumbador, que no deja reposar.

Isabel soltó una carcajada.

—¡Es la primera vez que oigo comparar a un bandido terrible con un mosquito!
El Coyote
mató ante mis ojos a dos hombres. Los mosquitos zumbadores no suelen hacer esas cosas tan desagradables.

César de Echagüe se encogió cansadamente de hombros, sin que ni un músculo de su rostro acusara la sorpresa que le producía la afirmación de la joven.

—A pesar de todo, es un hombre molesto. Seguramente le dio un susto terrible.

—Me desmayé —explicó Isabel.

—¡Jamás lo hubiera creído! —aseguró, inesperadamente, César de Echagüe.

—¿Por qué dice esto? —preguntó, súbitamente seria, Isabel.

—Porque sus ojos no son los de una mujer que se desmaya. Las mujeres de ojos negros se desmayan más que las de ojos azules.

—Eso no lo puede afirmar quien ha vivido siempre entre mujeres de ojos negros —sonrió Isabel—. Las californianas no suelen tener las pupilas azules.

—Es cierto —admitió César—. Me olvidaba que sólo he visto siete u ocho mujeres de ojos azules. Pero ninguna de ellas se desmayó jamás. Quizá por eso he dicho una tontería. Lo cual viene a confirmar lo acertado de mi teoría contra la precipitación. No hay que darse nunca prisa. Si yo no me hubiese precipitado al afirmar que las mujeres de ojos negros se desmayan más que las de ojos azules, me habría evitado el decir una tontería.

—Es usted muy severo con sus errores, don César —dijo Isabel.

—No me gusta cometerlos. El error es el fruto de la precipitación. Los árabes, que son maestros en el arte de no ir deprisa, reflexionan mucho antes de hacer o de no hacer una cosa, y en la duda, no la hacen; por eso tienen fama de sabios.

—¿Cree usted que la lentitud es la madre de la sabiduría?

César de Echagüe miró unos instantes a Isabel Perkins y, por fin, sonriendo declaró:

—Esa pregunta debe ser contestada después de una madura reflexión. Y como no es correcto tenerla aquí aguardando, ¿quiere concederme el honor de acompañarme en la degustación de unos calamares preparados al estilo del golfo de California? Sin duda serán algo infernal, con mucho chile y tabasco; pero no nos precipitemos en juzgarlos por las referencias. Comprobemos sus defectos y virtudes y luego podremos emitir nuestro juicio con mayor seguridad de no equivocarnos, si es que alguna vez el hombre puede estar seguro de no equivocarse.

—Don César, le advierto que se ha precipitado usted al invitarme —rió Isabel, que no podía apartar la mirada del californiano—. Antes que usted me invitó el señor Mateos.

—Entonces él fue quien se precipitó y, como castigo, en vez de invitar, será invitado.

—¡Protesto enérgicamente, don César! —exclamó el jefe de policía—. Yo invité y…

—Se precipita, don Teodomiro —interrumpió César. Y volviéndose hacia el dueño de la posada le preguntó—: ¿A quién haría caso usted, don Ricardo, si nuestro incomparable jefe de policía y ya disputáramos el honor de invitar a la dama más hermosa que ha pisado estas tierras?

—Aunque lamentaría en el alma ponerme a mal con la primera autoridad de Los Ángeles, tendría que obedecer a don César. A él le debo haber podido levantar esta casa.

—Como ven, no tienen más remedio que aceptar mi invitación —dijo César—. Soy una especie de amo y señor de esta casa. Por lo tanto, hago uso de mis prerrogativas y les invito a cenar.

—Había oído hablar mucho de la cortesía de los californianos, pero nunca imaginé que la llevaran a estos extremos. Mi pobre esposo siempre me decía que en muy difícil rechazar una invitación en California.

—¿Es usted viuda? —preguntó César.

—Desde los primeros combates de la guerra —replicó Isabel—. En realidad, casi he olvidado a mi esposo.

—Dudo mucho de sus palabras, señora —dijo César—. Una mujer tan hermosa como usted no habrá dejado de recibir proposiciones de matrimonio. Si ha sido sorda a ellas es que el recuerdo del marido que murió no es tan vago como pretende.

—Me parece que eso ya no es cortesía —sonrió Isabel—. Por lo menos, ya no es sólo cortesía, sino una mezcla un poco extraña. Me ha llamado hermosa y mentirosa. ¿Cómo asocia ambas cosas?

—Perfectamente. La mentira, en labios de una mujer hermosa, es un atractivo más. Casi una perfección. Una mujer hermosa que dijese siempre la verdad resultaría muy desagradable.

—¿Por qué? —preguntó Isabel.

—Porque la verdad es desagradable. Una de las cosas más desagradables de nuestro mundo. Se tolera la mentira, incluso cuando se emplea como insulto. A un tonto nada le molestará tanto como el que le llamen tonto. Incluso preferirá que le llamen criminal o ladrón. Todo menos la verdad.

—Conoce usted mucho a las mujeres, don César. Empiezo a comprender por qué es español don Juan.

—Ésa es una hermosa mentira que halaga y, además, hace sentir vanidad. Yo, pobre de mí, he sido siempre un hombre sin complicaciones sentimentales. Nadie podrá decir que he complicado mi vida con amores pecaminosos; sin embargo, me halaga terriblemente el que usted me crea capaz de ser una representación moderna del don Juan clásico.

Isabel sonrió.

—Pocos hombres serían capaces de decir lo que usted acaba de afirmar —declaró—. A todo hombre le gusta que las mujeres le crean un terrible mujeriego.

—Con su permiso, don César, debo advertirle que está cometiendo una grave falta de cortesía —dijo Yesares—. Hacer estar en pie a esta señorita…

—Tiene razón, don Ricardo —le contestó César. Y volviéndose hacia Isabel, agregó—: Ahora le demostraré, señorita, cómo la verdad es desagradable. El amigo Yesares, propietario de esta posada y deudor mío de unos pocos miles de pesos que me va pagando religiosamente, acaba de hacer una demostración de cortesía. Usted ha podido imaginar que al decir lo que ha dicho sólo pensaba en evitarle una molestia. Pues no es así. Don Ricardo ha pensado que en vez de estarnos de pie en el vestíbulo de su casa, podríamos sentarnos a una de sus mesas, y en ella ir bebiendo y tomando unos entremeses; en resumen, haciendo gasto. ¿No es así, don Ricardo? ¿Lo ve, señorita? Hace un momento era todo sonrisas. Ahora, en cambio, es todo enfado. Le ha molestado la verdad; pero como también es cierto que de pie no hacemos más que cansarnos, pasemos al comedor y empecemos a probar las excelencias de la cocina de esta casa. Y eso me recuerda el motivo de nuestras risas de antes. Aún no se lo hemos dicho.

—Yo no se lo contaría antes de cenar —dijo Mateos, cuando se sentaron los tres a la mesa.

—Los efectos serían mucho peores después de la cena —dijo César de Echagüe.

—Por favor, explíqueme ese misterio —pidió Isabel.

—Fue un caso sumamente divertido —declaró César—. Hace poco, don Ricardo tenía un cocinero chino que preparaba el caldo más formidable que uno se pueda imaginar. ¿Cómo lo hacía? Era un misterio impenetrable. Gastaba lo mismo que los demás cocineros, empleaba la misma cantidad de carne de ternera, las mismas calidades, todo era igual. Todo menos algo que hacía distinto el caldo. Un día, por fin, don Ricardo lo descubrió. La diferencia de aquel caldo consistía en la carne de rata que el maldito chino le agregaba. Era carne de rata criada en granero, o sea gorda, llena de grasa y de carne, endiabladamente sustanciosa; pero, al fin y al cabo, rata vulgar.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Isabel, riendo a carcajadas.

—Dos de los clientes de Yesares, los más aficionados al caldo, salieron, al enterarse, en persecución del chino, armados con dos revólveres cada uno. Todavía no han vuelto, y mientras unos afirman que deben de haber terminado con el chino, otros aseguran que el tal chino ha puesto una tienda en San Diego, donde vende unos pastelillos de carne sospechosamente exquisitos.

—¿Cree que habrá matado a sus perseguidores y los habrá hecho pastelillos? —preguntó Isabel.

—Esto, o bien se habrán asociado los tres, y mientras el chino vende platos de caldo, los otros andarán utilizando los revólveres para cazar ratas.

—¿Y sobre lo de ir despacio o ir de prisa? —preguntó Isabel—. Aún no me ha contestado si cree que la lentitud es la madre de la sabiduría.

—Lo es. Aunque en ciertas ocasiones es más prudente enviar al diablo la prudencia que dejarse anular por ella. ¿Qué le parecen estos entremeses?

—Deliciosos… —aseguró Isabel Perkins—. Los californianos son muy originales. Por lo menos algunos de ellos; de otro no guardo muy buen recuerdo.

—¿De cuál? —preguntó don César de Echagüe.

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