—¿Vania? ¿No le dijiste Ivan Petróvich?
—Atrasado: Vania es el diminutivo de Ivan. Todo el mundo le dice Vania, pero yo le digo Ivan Petróvich, así se siente como en Rusia. Y además porque me encanta.
—¿Y por qué encerrarlo en un manicomio?
—Es morfinómano y tiene ataques. Entonces la gorda quiere aprovechar la volada.
Trajo el vodka y mientras servía les dijo:
—Ahora aparato anda muy bien. Tengo concierto para violín de Brahms ¿quiere que pongamos? Nada menos que Heifetz.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—¿Ves? Es todo generosidad. Sabrás que fue violinista del Colón y ahora da lástima verlo tocar. Pero justamente te ofrece un concierto de violín y con Heifetz.
Con un gesto le señaló las paredes: unos cosacos entrando al galope en una aldea, unas iglesias bizantinas con cúpulas doradas, unos gitanos. Todo era precario y pobre.
—A veces creo que le gustaría volver. Un día me dijo: ¿No le parece que Stalin es dentro de todo un gran hombre? Y agregó que en cierto modo era un nuevo Pedro el Grande y que, al fin de cuentas, quería la grandeza de Rusia. Pero dijo todo esto en voz baja, mirando a cada rato hacia la gorda. Creo que sabe lo que dice por el movimiento de los labios.
Desde lejos, como no queriendo molestar a los muchachos, Vania hacía significativos gestos, señalando el combinado, como elogiando. Y Alejandra, mientras asentía con una sonrisa, le decía a Martín:
—El mundo es una porquería.
Martín reaccionó.
—¡No, Alejandra! ¡En el mundo hay muchas cosas lindas!
Ella lo miró, quizá pensando en su pobreza, en su madre, en su soledad: ¡todavía era
capaz
de encontrar maravillas en el mundo! Una sonrisa irónica se superpuso a su primera expresión de ternura, haciéndola contraer, como un ácido sobre una piel muy delicada.
—¿Cuáles?
—¡Muchas, Alejandra! —exclamó Martín apretando una mano de ella sobre su pecho—. Esa música… un hombre como Vania… y sobre todo vos, Alejandra… vos…
—Verdaderamente, tendré que pensar que no has sobrepasado la infancia, pedazo de tarado.
Se quedó un momento abstraída, tomó un poco de vodka y luego agregó:
—Sí, claro, claro que tenés
razón
. En el mundo hay cosas hermosas… claro que hay…
Y entonces, dándose vuelta hacia él, con acento amargo agregó:
—Pero yo, Martín, yo soy una basura. ¿Me entendés? No te engañes sobre mí.
Martín apretó una de las manos de Alejandra con las dos suyas, la llevó a sus labios y la mantuvo así, besándosela con fervor.
—¡No, Alejandra! ¡Por qué decís algo tan cruel! ¡Yo sé que no es así! ¡Todo lo que has dicho de Vania y muchas otras cosas que te he oído demuestran que no es así!
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
—Bueno, está bien, no es para tanto —dijo Alejandra.
Martín apoyó la cabeza sobre el pecho de Alejandra y ya nada le importó del mundo. Por la ventana veía cómo la noche bajaba sobre Buenos Aires y eso aumentaba su sensación de refugio en aquel escondido rincón de la ciudad implacable. Una pregunta que nunca había hecho a nadie (¿a quién habría podido hacérsela?) surgió de él, con los contornos nítidos y brillantes de una moneda que no ha sido manoseada, que millones de manos anónimas y sucias todavía no han atenuado, deteriorado y envilecido:
—¿Me querés?
Ella pareció vacilar un instante, pero luego contestó:
—Sí, te quiero. Te quiero mucho.
Martín se sentía aislado mágicamente de la dura realidad externa, como sucede en el teatro (pensaba años más tarde) mientras estamos viviendo el mundo del escenario, mientras fuera esperan las dolorosas aristas del universo diario, las cosas que inevitablemente golpearán apenas se apaguen las candilejas y quede abolido el hechizo. Y así como en el teatro, en algún momento el mundo externo logra llegar aunque atenuado en forma de lejanos ruidos (un bocinazo, el grito de un vendedor de diarios, el silbato de un agente de tránsito), así también llegaban hasta su conciencia, como inquietantes susurros, pequeños hechos, algunas frases que enturbiaban y agrietaban la magia: aquellas palabras que había dicho en el puerto y de las que él quedaba horrorosamente excluido (“me iría con gusto de esta ciudad inmunda”) y la frase que ahora acababa de decir (“soy una basura, no te engañes sobre mí”), palabras que latían como un leve y sordo dolor en su espíritu y que, mientras mantenía reclinada la cabeza sobre el pecho de Alejandra, entregado a la portentosa felicidad del instante, hormigueaban en una zona más profunda e insidiosa de su alma, cuchicheando con otras palabras enigmáticas: los ciegos, Fernando, Molinari. Pero no
importa
—se decía empecinadamente—, no importa, apretando su cabeza contra los calientes pechos y acariciando sus manos, como si de ese modo asegurase el mantenimiento del sortilegio.
—¿Pero cuánto me querés? —preguntó infantilmente.
—Mucho, ya te dije.
Y sin embargo la voz de ella le pareció ausente, y levantando la
cabeza
la observó y pudo ver que estaba como abstraída, que su atención estaba ahora concentrada en algo que no estaba allí, con él, sino en alguna otra parte, lejana y desconocida.
—¿En que estás pensando?
Ella no respondió, parecía no oír.
Entonces Martín reiteró la pregunta, apretándole el brazo, como para volverla a la realidad.
Y ella entonces dijo que no estaba pensando en nada: nada en particular.
Muchas veces Martín sentiría aquel alejamiento: con los ojos abiertos y hasta haciendo cosas, pero ajena, como manejada por alguna
fuerza
remota.
De pronto Alejandra, mirándolo a Vania, dijo:
—Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?
El se quedó meditando en aquella singular afirmación.
—El triunfo —prosiguió— tiene siempre algo de vulgar y de horrible.
Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:
—¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. ¿No tenés hambre?
—Sí.
Se levantó y fue a hablar con Vania. Cuando volvió, sonrojándose, Martín le dijo que él no tenía plata. Alejandra se echó a reír. Abrió su cartera y sacó doscientos pesos.
—Tomá. Cuando necesites más, decímelo.
Martín intentó rechazarlos, avergonzado, y entonces Alejandra lo miró con asombro.
—¿Estás loco? ¿O sos uno de esos burguesitos que piensan que no se debe aceptar plata de una mujer?
Cuando terminaron de comer fueron caminando hacia Barracas. Después de atravesar en silencio el parque Lezama tomaron por Hernandarias.
—¿Conoces la historia de la Ciudad Encantada de la Patagonia? —preguntó Alejandra.
—Algo, no gran cosa.
—Algún día te mostraré papeles que todavía quedan en aquella petaca del comandante. Papeles sobre éste.
—¿Sobre éste? ¿Quién?
Alejandra señaló el letrero.
—Hernandarias.
—¿En tu casa? ¿Y cómo?
—Papeles, nombres de calles. Es lo único que nos va quedando. Hernandarias es antepasado de los Acevedo. En 1550 hizo la expedición en busca de la Ciudad Encantada.
Caminaron un rato en silencio y luego Alejandra recitó:
Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mi apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres
de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…
Nombres en que retumban ya secretas las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares…
Volvió a quedarse en silencio durante varias cuadras. Y de pronto preguntó:
—¿Oís campanadas?
Martín aguzó su oído y contestó que no.
—¿Qué pasa con las campanadas? —preguntó intrigado.
—Nada, que a veces oigo campanas que existen y otras veces campanas que no existen.
Se rió y agregó:
—A propósito de las iglesias, anoche tuve un sueño curioso. Estaba en una catedral, casi a oscuras, y tenía que avanzar con cuidado para no llevarme por delante la gente. Tenía la impresión (porque no se veía nada) de que la nave estaba repleta. Con grandes dificultades pude por fin acercarme al cura que hablaba en el pulpito. No me era posible entender lo que decía, aunque estaba muy cerca, y lo peor era que tenía la certeza de que se dirigía a mí. Yo oía como un murmullo confuso, como si hablara por un mal teléfono, y eso me angustiaba cada vez más. Abrí mis ojos exageradamente para poder ver, al menos, su expresión. Con horror vi entonces que no tenía cara, que su cara era lisa, y su cabeza no tenía pelo. En ese momento las campanas empezaron a sonar, primero lentamente y luego poco a poco, con mayor intensidad y por fin con una especie de furia, hasta que me desperté. Lo curioso, además, es que en el mismo sueño, tapándome los oídos, yo decía como si eso fuera motivo de horror: ¡son las campanas de Santa Lucía, la iglesia adonde iba de chica!
Se quedó pensativa.
—Me pregunto qué podrá significar —dijo luego—. ¿Vos no crees en el significado de los sueños?
—¿Vos querés decir lo del psicoanálisis?
—No, no. Bueno, también eso, por qué no. Pero los sueños son misteriosos y hace miles de años que la humanidad viene dándole significados.
Se rió, con la misma risa extraña de un momento antes: no era una risa sana ni tranquila: era inquieta, angustiada.
—Sueño siempre. Con fuego, con pájaros, con pantanos en que me hundo o con panteras que me desgarran, con víboras. Pero sobre todo el fuego. Al final, siempre hay fuego. ¿No crees que el fuego tiene algo enigmático y sagrado?
Llegaban. Desde lejos Martín miró el caserón con su Mirador allá arriba, resto fantasmal de un mundo que ya no existía.
Entraron, atravesando el jardín y bordearon la casa: se oía el disparatado pero tranquilo fraseo del loco con el clarinete.
—¿Toca siempre? —preguntó Martín.
—Casi. Pero al final no lo notas.
—¿Sabes que la otra noche, cuando salía, lo vi? Estaba escuchando detrás de la puerta.
—Sí, tiene esa costumbre.
Subieron por la escalera de caracol y nuevamente volvió Martín a experimentar el hechizo de aquella terraza en la noche de verano. Todo podía suceder en aquella atmósfera que parecía colocada fuera del tiempo y del espacio.
Entraron al Mirador y Alejandra dijo:
—Sentáte en la cama. Ya sabes que acá las sillas son peligrosas.
Mientras Martín se sentaba, ella arrojó su cartera y puso a calentar agua. Luego colocó un disco: los sones dramáticos del bandoneón empezaron a configurar una sombría melodía.
—Oí qué letra.
Yo quiero morir contigo, sin confesión y sin Dios, crucificado en mi pena, como abrazado a un rencor.
Después que tomaron el café salieron a la terraza y se acodaron sobre la balaustrada. De abajo se oía el clarinete. La noche era profunda y cálida.
—Bruno siempre dice que, por desgracia, la vida la hacemos en borrador. Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo. ¿Te das cuenta qué tremendo?
—¿Quién es Bruno?
—Un amigo.
—¿Qué hace?
—Nada, es un contemplativo, aunque él dice que es simplemente un abúlico. En fin, creo que escribe. Pero nunca le ha mostrado a nadie lo que hace ni creo que nunca publicará nada.
—¿Y de qué vive?
—El padre tiene molino harinero, en Capitán Olmos. De ahí lo conocemos, era muy amigo de mi madre. Creo —agregó riéndose— que estaba enamorado de ella.
—¿Cómo era tu madre?
—Dicen que igual a mí, físicamente, quiero decir. Yo apenas la recuerdo: imagínate que tenía cinco años cuando ella murió. Se llamaba Georgina.
—¿Por qué dijiste que se parecía físicamente?
—Porque espiritualmente yo soy muy distinta. Ella, según me cuenta Bruno, era suave, femenina, delicada, silenciosa.
—Y vos ¿a quién te pareces? ¿A tu padre?
Alejandra se quedó callada. Luego, separándose de Martín dijo con una voz que no era ya la misma de antes, con una voz quebrada y áspera.
—¿Yo? No sé… Quizá sea la encarnación de alguno de esos demonios menores que son sirvientes de Satanás.
Se desabrochó los dos botones superiores de la blusa y con las dos manos sacudió las pequeñas solapas como si quisiera tomar aire. Respirando con alguna ansiedad, se fue hasta la ventana y allí aspiró el aire varias veces, hasta que pareció calmarse.
—Es una broma —comentó mientras se sentaba como de costumbre al borde de la cama y le hacía un lugar a Martín, a su lado.
—Apaga la luz. A veces me molesta terriblemente, los ojos me arden.
—¿Querés que me vaya, querés dormir? —preguntó Martín.
—No, no podría dormir. Quédate, si no te aburrís de estar así, sin conversar. Yo me recuesto un rato y vos te podes quedar ahí.
—Me parece mejor que me vaya, que te deje descansar.
Con voz un poco irritada, Alejandra contestó:
—¿No te das cuenta que quiero que te quedes? Apaga también el velador.
Martín analizó el velador y se volvió a sentar al lado de Alejandra, con su espíritu revuelto, lleno de perplejidad y de timidez: ¿para qué lo necesitaba Alejandra? Él, por el contrario, pensaba que era un ser superfluo y torpe, que no hacía otra cosa que escucharla y admirarla. Ella era la fuerte, la poderosa ¿qué clase de ayuda podía darle él?
—¿Qué estás ahí mascullando? —preguntó Alejandra desde abajo y sacudiéndolo de un brazo, como para llamarlo a la realidad.
—¿Mascullando? Nada.
—Bueno, pensando. Algo estás pensando, idiota.
Martín se resistía a decir lo que pensaba, pero supuso que, como siempre, ella lo adivinaba de todos modos.
—Pensaba… que… ¿para qué podrías necesitarme a mí?
—¿Por qué no?
—Yo soy un muchacho insignificante… Vos, en cambio, sos fuerte, tenés ideas definidas, sos valiente… Vos te podrías defender sola en medio de una tribu de caníbales.
Oyó su risa. Luego Alejandra dijo:
—Yo misma no lo sé. Pero te busqué porque te necesito, porque vos… En fin, ¿para qué rompernos la cabeza?
—Sin embargo —contestó Martín con un acento de amargura— hoy mismo, en el puerto, dijiste que con gusto te irías a una isla lejana ¿no lo dijiste?