La señorita
González
Iturrat se levantó furiosa y le dijo a su discípula:
—
Yo
me voy, Normita. Tú sabrás lo que haces.
Y se retiró.
Norma, con los ojos llameantes, también se levantó. Y mientras se alejaba, dijo:
—¡Eres un guarango y un cínico!
Doblé mi diario y me dispuse a seguir vigilando el número 57, ahora sin el inconveniente del voluminoso cuerpo de la educadora.
Aquella noche mientras estaba sentado en el water-closet, en esa condición que oscila entre la fisiología patológica y la metafísica, haciendo esfuerzo y a la vez meditando en el sentido general del mundo, tal como es frecuente en esa única parte filosófica de la casa, hice conciencia por fin de aquella paramnesia que me había molestado al comienzo de la entrevista: no, yo no había visto antes a la señorita González Iturrat; pero era casi idéntica al desagradable y violento ser humano que en
Ocho sentenciados
arroja panfletos sufragistas desde un globo Montgolfier.
Esa noche, mientras hacía el balance y repaso que todas las noches hacía de los acontecimientos, me alarmé: ¿por qué Norma me había traído a la señorita González Iturrat? Tampoco podía ser una simple coincidencia la discusión que me obligaron a mantener sobre la existencia del mal. Pensándolo bien, encontré que la profesora tenía todas las características de una socia de la Biblioteca para Ciegos. Y la sospecha se extendió en seguida a la propia Norma Pugliese, en quien me había interesado, al fin de cuentas, por ser su padre un socialista que destinaba dos horas diarias a transcribir libros en el sistema Braille.
Frecuentemente doy una idea equivocada de mi forma de ser, y es probable que los lectores de este Informe se sorprendan por esta clase de ligerezas. La verdad es que, a pesar de mi afán sistemático, soy capaz de los actos más inesperados y, por lo tanto, peligrosos, dada la índole de la actividad en que me encuentro. Y los disparates más incalificables los he cometido a causa de mujeres. Trataré de explicar lo que me sucede, porque tampoco es tan alocado como podría aparecer a primera vista, ya que siempre consideré a la mujer como un suburbio del mundo de los ciegos; de modo que mi comercio con ellas no es tan desatinado ni tan gratuito como un observador superficial podría imaginar. No es eso lo que yo me estoy reprochando en este momento, sino la casi inconcebible falta de precauciones en que de pronto incurro, como en este caso de Norma Pugliese; hecho perfectamente lógico desde el punto de vista del destino, ya que el destino ciega a quien quiere perder; pero absurdo e imperdonable desde mi propio punto de vista. Pero es que a períodos de radiante lucidez se suceden en mí períodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona, y de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como podría pasarle a un navegante solitario que en medio de regiones riesgosas, dominado por el sueño, cabeceara y dormitara por momentos.
No es fácil. Yo quisiera verlo a cualquiera de mis críticos en una situación como la mía, rodeado por un enemigo infinito y astutísimo, en medio de una red invisible de es pías y observadores, debiendo vigilar día y noche cada una de las personas y acontecimientos que hay o suceden a su alrededor. Entonces se sentiría menos suficiente y comprendería que errores de esta naturaleza no sólo son posibles sino prácticamente inevitables.
Todo el tiempo que precedió al encuentro con Celestino Iglesias, por ejemplo, fue de una extremada confusión en mi espíritu; y en esos períodos es como si las tinieblas literalmente me succionaran mediante el alcohol y las mujeres: así se interna uno en los laberintos del Infierno, o sea, en el universo de los Ciegos. De modo que no es que en esos períodos tenebrosos olvidara mi gran objetivo, sino que a la persecución lúcida y científica sucedía una irrupción caótica, a tumbos, en que aparentemente domina eso que las personas desaprensivas denominan azar y que en rigor es la casualidad ciega. Y en medio del desbarajuste, mareado y atontado, borracho y miserable, sin embargo me encontraba balbuceando de pronto: “no importa, éste de todos modos es el universo que debo explorar”, y me abandonaba a la insensata voluptuosidad del vértigo, esa voluptuosidad que sienten los héroes en los peores y más peligrosos momentos del combate, cuando ya nada puede aconsejarnos la razón y cuando nuestra voluntad se mueve en el turbio dominio de la sangre y los instintos. Hasta que de pronto despertaba de esos largos períodos oscuros, y así como a la lujuria sucedía el ascetismo, mi manía organizativa seguía al caos; manía que me acomete no a pesar de mi tendencia al caos, sino precisamente por eso. Entonces mi cabeza empieza a trabajar a marchas forzadas y con una rapidez y claridad que asombra. Tomo decisiones precisas y limpias, todo es luminoso y resplandeciente como un teorema; nada hago respondiendo a mis instintos, que en ese momento vigilo y domino a la perfección. Pero, cosa extraña, resoluciones o personas que conozco en ese lapso de inteligencia me conducen pronto y una vez más a un lapso incontrolable. Conozco, por ejemplo, la mujer digamos, del presidente de la Comisión Cooperadora del Coro de No Videntes; comprendo las valiosas informaciones que puedo obtener por su intermedio, la trabajo y finalmente, con fines estrictamente científicos, me acuesto con ella; pero luego resulta que la mujer me marea, es una lujuriosa o una endemoniada, y todos mis planes se desmoronan o quedan postergados, cuando no en serio peligro.
No fue el caso de Norma Pugliese, por supuesto. Pero aun en este caso cometí errores que no debí haber cometido.
El señor Américo Pugliese es un antiguo miembro del partido Socialista, y educó a su hija en las normas que Juan B. Justo impuso desde el comienzo: la Verdad, la Ciencia, el Cooperativismo, la Lucha contra el Tabaco, el Antialcoholismo. Una persona muy decente que detestaba a Perón y era muy respetado en su oficina por sus adversarios políticos. Como se comprenderá, esa plataforma excitó sobremanera mis deseos de acostarme con su hija.
Estaba de novia con un teniente de navío. Hecho perfectamente compatible con la mentalidad antimilitarista del señor Pugliese, en virtud de ese mecanismo psicológico que a los antimilitaristas les hace admirar a los marinos: no son tan brutos, han viajado, se parecen muchísimo a los civiles.
Como si ese defecto pudiera ser motivo de elogio. Ya que, como le expliqué a Norma (que se enfurecía), elogiar a un militar porque no lo parece, o porque no lo es tanto, es como encontrar méritos en un submarino que tiene dificultades para sumergirse.
Con argumentos de este género miné las bases de la Marina de Guerra y al cabo pude irme a la cama con Norma, lo que demuestra que el camino de la cama puede pasar por las instituciones más imprevistas. Y que los únicos razonamientos que para la mujer tienen importancia son los que de alguna manera se vinculan con la posición horizontal. A la inversa de lo que pasa con el hombre. Motivo por el cual es difícil poner a un hombre y a una mujer en la misma posición geométrica en virtud de un razonamiento auténtico: hay que recurrir a paralogismos o al manoseo.
Logrado que hube la horizontalidad, me llevó tiempo educarla, acostumbrarla a una Nueva Concepción del Mundo: del profesor Juan B. Justo al Marqués de Sade. No era nada fácil. Era necesario empezar desde el mismo lenguaje, pues fanática de la ciencia y lectora de obras como
El matrimonio perfecto
, usaba palabras tan inadecuadas para la cama como “ley de refracción cromática” para la descripción de un crepúsculo. Sobre la base de esta genuina verdad (y la verdad era para ella sagrada), fui conduciéndola de escalón en escalón hasta las peores fechorías. Tantos años de labor paciente de diputados, concejales y conferenciantes socialistas aniquilada en pocas semanas; tantas bibliotecas de barrio, tantas cooperativas, tanta sana obra edilicia para que Norma concluyera practicando esa clase de operaciones Como para que después se tenga fe en el cooperativismo.
Sí, perfecto, riámonos de Norma Pugliese como yo lo hice en muchos momentos de superioridad. Lo cierto es que ahora me acometían una serie de dudas y de pronto tenía la impresión de que era uno de los sutiles espías del enemigo. Hecho, por otra parte, esperable, ya que sólo un enemigo burdo, o tonto recurriría al espionaje de personas sospechables. El ser Norma tan candorosa, tan directa y enemiga de la mentira y de la mistificación ¿no era el argumento más decisivo para tener cuidado con ella?
Empecé a angustiarme, al analizar detalles de nuestras relaciones.
A Norma Pugliese creía tenerla bien clasificada, y dada su formación socialista y sarmientina, no me pareció difícil llegar hasta su fondo. Grave error. Más de una vez me sorprendió con una reacción inesperada. Y su misma corrupción final era casi irreconciliable con aquella formación tan sana y aseada que le había dado el padre. Pero si el hombre tiene tan poco que ver con la lógica ¿qué puede esperarse de la mujer?
Aquella noche, pues, la pasé en vela recordando y analizando cada una de las reacciones que había tenido conmigo. Y tuve muchos motivos para alarmarme, pero al menos un motivo de satisfacción: el de haber advertido a tiempo los peligros de aquella cercanía.
Se me ocurre que al leer la historia de Norma Pugliese algunos de ustedes pensarán que soy un canalla. Desde ya les digo que aciertan. Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse?
Al menos me considero honesto, pues no me engaño sobre mí mismo ni intento engañar a los demás. Ustedes acaso me preguntarán, entonces, cómo he engañado sin el menor asomo de escrúpulos a tantos infelices y mujeres que se han cruzado en mi camino. Pero es que hay engaños y engaños, señores. Esos engaños son pequeños, no tienen importancia del mismo modo que no se puede calificar de cobarde a un general que ordena una retirada con vistas a un avance definitivo. Son y eran engaños tácticos, circunstanciales, transitorios, en favor de una verdad de fondo, de una despiadada investigación. Soy un investigador del Mal ¿y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura? Me dirán ustedes que al parecer yo he encontrado un vivo placer en hacerlo, en lugar de la indignación o del asco que debería sentir un auténtico investigador que se ve forzado a hacerlo por desagradable obligación. También es cierto y lo reconozco paladinamente. ¿Ven qué honrado que soy? Yo no he dicho en ningún momento que sea un buen sujeto: he dicho que soy un investigador del Mal, lo que es muy distinto. Y he reconocido además, que soy un canalla. ¿Qué más pueden pretender de mí? Un canalla insigne, eso sí. Y orgulloso de no pertenecer a esa clase de fariseos que son tan ruines como yo pero que pretenden ser honorables individuos, pilares de la sociedad, correctos caballeros, eminentes ciudadanos a cuyos entierros va una enorme cantidad de gente y cuyas crónicas aparecen luego en los diarios serios. No: si yo salgo alguna vez en esos periódicos, será, sin duda, en la sección policía. Pero ya creo haber explicado lo que pienso de la prensa seria y de la sección policial. De manera que estoy muy lejos de sentirme avergonzado.
Detesto esa universal comedia de los sentimientos honorables. Sistema de convenciones que se manifiesta, cuándo no, en el lenguaje: supremo falsificador de la Verdad con V mayúscula. Convenciones que al sustantivo “viejito” inevitablemente anteponen el objetivo “pobre”; como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas. Habría que hacer un monstruoso auto de fe con todas esas palabras apócrifas, elaboradas por la sensiblería popular, consagradas por los hipócritas que manejan la sociedad y defendidas por la escuela y la policía: “venerables ancianos” (la mayor parte sólo merecen que se les escupa), “distinguidas matronas” (casi en su totalidad movidas por la vanidad y el egoísmo más crudo), etcétera. Para no hablar de los “pobres cieguitos” que constituyen el motivo de este Informe. Y debo decir que si estos pobres cieguitos me temen es justamente porque soy un canalla, porque saben que soy uno de ellos, un sujeto despiadado que no se va a dejar correr con pavadas y con lugares comunes. ¿Cómo podrían
temer a
uno de esos infelices que los ayudan a cruzar la calle en medio de la lacrimosa simpatía a la película de Disney con pajaritos y cintitas de Navidad en colores?
Si se hicieran alinear todos los canallas que hay en el planeta ¡qué formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal (“la pura inocencia de la niñez”) hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en inmensas cantidades), las también mencionadas matronas que, ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en el romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera. ¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear, ahora que les espera lo que les tengo preparado!
¡CANALLAS, DRECH!
Hermoso y aleccionador espectáculo.
Cada uno de los soldados al llegar al establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma
toda
su mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos: cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala. ¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponda, o nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género.