Sobre la libertad (3 page)

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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

BOOK: Sobre la libertad
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No vio Dupont-White, en absoluto, la inquietante perforación hacia el futuro que el libro de Stuart Mill abría, su palpación directa —aunque aún oscura— del enorme hecho histórico que se insinuaba. Pero no hay que culpar de incomprensión a ningún lector del pasado, porque seguramente sólo desde nuestros días, pertrechados con la experiencia histórica de nuestro medio siglo, y con lo que nos han revelado sobre su estructura profunda libros como el citado de Ortega —quien no sólo nos ha proporcionado conocimientos, sino que nos ha provisto de toda una óptica—, es plenamente visible el alcance de las agudas intuiciones, de las graves premoniciones con que el plácido utilitarista John Stuart Mill acertó a hacer vibrar, va a hacer ahora un siglo, su ensayo
Sobre la libertad
.

A
NTONIO
R
ODRÍGUEZ
H
UÉSCAR

DATOS BIOGRÁFICOS DE STUART MILL

John Stuart Mill nació en Londres el 2 de mayo de 1806. Era el hijo mayor de James Mill, autor de la
Historia de la India Británica
y pensador adicto a las doctrinas éticas de Bentham y a las económicas de Ricardo (ambos amigos suyos), circunstancia que había de ser decisiva para la formación de John Stuart. Detalla éste, en su conocida
Autobiografía,
el rigurosísimo método pedagógico a que lo sometió su padre desde su primera infancia. A los tres años comenzó el aprendizaje del griego, y a los siete había leído ya bastantes autores clásicos en sus textos originales; a la misma edad aprendía la aritmética y realizaba una serie de lecturas históricas y literarias; a los ocho años comienza el estudio del latín, y poco después se familiariza con los principales clásicos latinos y amplía el conocimiento de los griegos; a los diez terminaba las matemáticas elementales y se iniciaba en la» superiores; a los once absorbía con fruición las ciencias experimentales —física y química—; a los doce escribe una
Historia del gobierno de Roma
y termina un libro en verso, continuación de la
Ilíada;
a esta edad comienza también sus estudios lógicos, con el
Organon
aristotélico y la
Computatio sive Lógica,
de Hobbes, sin abandonar por ello sus lecturas de los clásicos griegos y latinos ni las históricas y literarias; a los trece años le explica su padre un curso completo de economía política, basado en las ideas de Ricardo. Este férreo sistema pedagógico, unido a su extraordinaria precocidad, hicieron de él un curioso ejemplar de sabio en miniatura desde sus siete u ocho años. En 1820 fue a Francia, permaneciendo allí un año, y a su vuelta continuó sus antiguos estudios durante un par de años más. Comienza entonces en su vida un segundo período, que él llamó de "autoeducación". Hace estudios de filosofía, economía y derecho, que pronto cristalizan en obras originales. La base de su formación filosófica fue el utilitarismo de Bentham, al que se adhirió con verdadero entusiasmo, y que después hubo de modificar con puntos de vista personales. Influyeron también en él Locke, Hume, Hartley y los pensadores de la escuela escocesa del
common sense,
Reid y Dugal Stewart. En 1822-1823 fundó una
Sociedad Utilitaria,
empleando por vez primera este término —"utilitario"—, que se incorporó al vocabulario filosófico, y animó, en unión de varios amigos, otra sociedad de oradores, en la que se debatían públicamente temas de filosofía y de política. En 1823 fue nombrado
Examiner
de la
East India Company,
cargo al que debió una desahogada posición económica durante toda su vida. Por esta época desarrolló también una intensa labor de escritor, con sus colaboraciones en la
Westminster Review,
fundada por Bentham. En 1826-1828 sufre una crisis espiritual, que superó con la lectura de algunos poetas —especialmente de Wordsworth— y con la frecuentación de nuevos pensadores, que imprimieron un cambio de rumbo a sus ideas. Hay que destacar, de entre estas influencias, la de los saintsimonianos, así como un escrito juvenil de Comte, con quien después mantendría estrecha relación mediante una larga correspondencia. De 1830 a 1840 continuó sus colaboraciones y trabajos, pero, sobre todo, a partir de 1834, fue absorbido por la dirección de la revista
London ana Westminster
y por la preparación de su
System of Logic,
que apareció, por fin, en 1843. Desde entonces fue Stuart Mill el director indiscutido del movimiento positivista y del liberalismo radical en Inglaterra. En 1848 aparecieron sus
Principios de Economía Política,
que sistematizaban un ensayo anterior
Sobre algunas cuestiones no resueltas en la Economía Política
(1844). En 1851 contrajo matrimonio con la señora Taylor, que tanto influyó en su vida espiritual y aun en su producción intelectual, y cuya pérdida, en 1858, le causó un pesar tan profundo, que, según confesión propia, hizo de su memoria "una religión". Compró entonces una finca cerca de Avignon, donde estaba enterrada su mujer, y allí vivió con su hijastra la mayor parte del resto de su vida, entregado a su labor intelectual, salvo un intervalo de dedicación a la política activa, como diputado en los Comunes (1865-1868). Allí murió, el 8 de mayo de 1873. Sus obras más importantes, después de la
Economía Política
fueron, por su orden de aparición, las siguientes:
Sobre la libertad
(1859),
Pensamientos sobre la reforma parlamentaria
(1861),
Disertaciones y discusiones
(1859),
Consideraciones sobre el gobierno parlamentario
(1861),
El utilitarismo
(1863),
Examen de la filosofía de Sir William Hamilton
(1865),
Inglaterra e Irlanda
(1868),
La esclavitud de las mujeres
(1869),
Autobiobrafia
(1873) y
Tres ensayos sobre la Religión
(1874).

A. R. H.

SOBRE LA LIBERTAD

El gran principio, el principio culminante, al que se dirigen todos los argumentos contenidos en estas páginas, es la importancia absoluta y esencial del desenvolvimiento humano en su riquísima diversidad.

Esfera y deberes del gobierno
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ILHELM
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)

Dedico este volumen a la querida y llorada memoria de quien fue su inspiradora y autora, en parte, de lo mejor que hay en mis obras; a la memoria de la amiga y de la esposa, cuyo vehemente sentido de la verdad y de la justicia fue mi más vivo apoyo y en cuya aprobación estribaba mi principal recompensa.

Como todo lo que he escrito desde hace muchos años, esta obra es suya tanto como mía, aunque el libro, tal como hoy se presenta, no haya podido contar más que en grado insuficiente con la inestimable ventaja de ser revisado por ella, pues algunas de sus partes más importantes quedaron pendientes de un segundo y más cuidadoso examen que ya no podrán recibir.

Si yo fuera capaz de interpretar la mitad solamente de los grandes pensamientos y de los nobles sentimientos que con ella han sido enterrados, el mundo, con mediación mía, obtendría un fruto mayor que de todo lo que yo pueda escribir sin su inspiración y sin la ayuda de su cordura casi sin rival.

Capítulo primero
INTRODUCCIÓN

El objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, que con tanto desacierto se suele oponer a la denominada —impropiamente— doctrina de la necesidad filosófica, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo: cuestión raras veces planteada y, en general, poco tratada, pero que con su presencia latente influye mucho sobre las controversias prácticas de nuestra época y que probablemente se hará reconocer en breve como el problema vital del porvenir. Lejos de ser una novedad, en cierto sentido viene dividiendo a la humanidad casi desde los tiempos más remotos; pero hoy, en la era de progreso en que acaban de entrar los grupos más civilizados de la especie humana, esta cuestión se presenta bajo formas nuevas y requiere ser tratada de modo diferente y más fundamental.

La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de las épocas históricas que nos son más familiares en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero, en aquellos tiempos, la disputa se producía entre los individuos, o determinadas clases de individuos, y el gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos. Éstos —excepto en algunas ciudades democráticas de Grecia—, aparecían en una posición necesariamente antagónica del pueblo que gobernaban. Antiguamente, por lo general, el gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu, o una casta, que hacían emanar su autoridad del derecho de conquista o de sucesión, pero en ningún caso provenía del consentimiento de los gobernados, los cuales no osaban, no deseaban quizá, discutir dicha supremacía, por muchas precauciones que se tomaran contra su ejercicio opresivo. El poder de los gobernantes era considerado como algo necesario, pero también como algo peligroso: como un arma que los gobernantes tratarían de emplear contra sus súbditos no menos que contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad. Y lo conseguían de dos maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un quebrantamiento del deber y tal vez el riesgo a suscitar una resistencia particular o una rebelión general. Otro recurso de fecha más reciente consistió en establecer frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cuerpo cualquiera, supuesto representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los actos más importantes del poder ejecutivo. En la mayoría de los países de Europa, los gobiernos se han visto forzados más o menos a someterse al primero de estos modos de restricción. No ocurrió lo mismo con el segundo; y llegar a él o, cuando ya se le poseía en parte, llegar a él de manera más completa, se convirtió en todos los lugares en el objeto principal de los amantes de la libertad. Y mientras la humanidad se contentó con combatir uno por uno a sus enemigos y con ser gobernada por un dueño, a condición de sentirse garantizada de un modo más o menos eficaz contra su tiranía, los deseos de los liberales no fueron más lejos. Sin embargo, llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad. Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno. Poco a poco, esa nueva necesidad de tener gobernantes electivos y temporales llegó a ser el objeto del partido popular, donde existía tal partido, y entonces se abandonaron de una manera bastante general los esfuerzos precedentes a limitar el poder de los gobernantes. Y como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder de la elección periódica de los gobernados, hubo quien comenzó a pensar que se había concedido demasiada importancia a la idea de limitar el poder. Esto último (al parecer) había sido un recurso contra aquellos gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmente a los intereses del pueblo. Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación. La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida contra su propia voluntad. No había que temer que ella misma se tiranizase. En cuanto que los gobernantes de una nación fuesen responsables ante ella de un modo eficaz y fácilmente revocables a voluntad de la nación, estaría permitido confiarles un poder, pues de tal poder ella misma podría dictar el uso que se debería hacer. Tal poder no sería más que el propio poder de la nación, concentrado, y bajo una forma cómoda de ejecución. Esta manera de pensar, o quizá mejor, de sentir, ha sido la general entre la última generación de liberales europeos y todavía prevalece entre los liberales del continente. Los que admiten límites a la actuación del gobierno (excepto en el caso de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir) se hacen notar como brillantes excepciones entre los pensadores políticos del continente. Un modo semejante de sentir podría prevalecer también en nuestro país, si las circunstancias que le favorecieron en un tiempo no hubieran cambiado después.

Pero, en las teorías políticas y filosóficas, lo mismo que en las personas, el éxito pone de relieve defectos y debilidades que el fracaso hubiera ocultado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su propio poder, podría parecer axiomática si el gobierno popular fuera una cosa solamente soñada o leída como existente en la historia de alguna época lejana. Esta idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones temporales semejantes a las de la Revolución francesa, cuyas piras fueron la obra de una minoría usurpadora, y que en todo caso no tuvieron nada que ver con la acción permanente de las instituciones populares, sino que se debieron sobre todo a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Sin embargo, llegó un tiempo en que la República democrática vino a ocupar la mayor parte de la superficie terrestre, haciéndose notar como uno de los más poderosos miembros de la comunidad de las naciones. A partir de entonces, el gobierno electivo y responsable se convirtió en el objeto de esas observaciones y críticas que siempre se dirigen a todo gran acontecimiento. Y se llegó a pensar que frases como "el poder sobre sí mismo" y "el poder de los pueblos sobre sí mismos" no expresaban el verdadero estado de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo, de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder. Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre los individuos, incluso cuando los gobernantes son responsables de un modo regular ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. Esta manera de juzgar las cosas se ha hecho admitir sin casi dificultades, pues se recomienda igualmente a la inteligencia de los pensadores que a las inclinaciones de las clases importantes de la sociedad europea, hacia cuyos intereses reales o supuestos la democracia se muestra hostil. La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia.

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