Read Sonidos del corazon Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (6 page)

BOOK: Sonidos del corazon
11.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Todos. Pero ya ves, hemos crecido, y el rock también. Hoy a los conciertos ya van tres generaciones, el abuelo sesentón, el padre cuarentón y el niño o el adolescente. Hay que aceptar eso. El rock fue la bandera de la rebeldía de una generación. ¿Qué pasa, que la bandera ya no se agita, que ya no hace falta ser rebelde, que eso fue el pasado y esta generación tiene otras luchas y otras banderas? ¡Y un huevo! —Miró a Valeria como pidiéndole disculpas—. Siempre hay algo por lo que pelear, siempre, y la música es la banda sonora de nuestra vida. Los viejos ítems han caído, Juanjo. Eso de «espero estar muerto a los trienta» que dijo Pete Townshend, o lo de «Vive aprisa, muérete joven, y así tendrás un cadáver hermoso» atribuido a los Stones, no dejan de ser frases descerebradas que hicimos nuestras, y quedaban muy bien, pero a los treinta quisimos seguir vivitos y coleando, y preferimos dejar un cadáver asqueroso a los noventa o cochambroso a los noventa y nueve. Ésos fueron los lemas de un mundo que se ha hecho mayor y ha dado paso a la realidad. Pete Townshend sigue, sordo como una tapia, pero sigue. Y de los Rolling ni hablemos.

—Tu generación usó el rock como arma de combate y eso ahora…

—Ahora ¿qué? Seguimos siendo rebeldes, y muchos todavía combatimos, resistiendo o en primera fila, por los derechos humanos o la ecología, el respeto y la integración o contra el racismo y la intolerancia. ¿Qué más da la edad? Hemos salido ganando en eso.

En los sesenta o los setenta estábamos solos contra todos, y más en España con una dictadura. Pero hoy somos más, aunque haya tontos del culo que por tener veinte años se crean la leche y llamen dinosaurios a los que un día crearon la historia —hizo una pausa—. Un respeto, ¿eh? Un respeto. Muchos sí murieron antes de los treinta y dejaron cadáveres preciosos, aunque preferiría que siguieran vivos. Jim, Brian, Janis, Jimi…

¿Alguien tendría los huevos de llamar dinosaurios a Janis o a Jimi si vivieran?

—¿Quiénes son ésos? —preguntó Valeria.

—Huy, huy, huy. —Lester se ofuscó.

—Jim Morrison, el líder de los Doors; Brian Jones, miembro de los Rolling Stones; Janis Joplin, la mejor cantante blanca de blues que ha existido, y Jimi Hendrix, el mejor guitarra de su tiempo y tal vez de todos los tiempos —dijo Juanjo.

—El club de los veintisiete —exclamó Lester.

Valeria demostró seguir en las nubes.

—Murieron a la edad maldita, veintisiete años. Una edad que se considera una especie de «yuyu» del rock. Una auténtica leyenda negra. También cayó a los veintisiete Kurt Cobain de Nirvana y luego Amy Winhouse —le explicó Lester antes de volver a Juanjo y agregar—: No tendrías que ser tan duro con tu padre. Al menos si es por eso que no quieres enrollarte con él.

—Me preocupa que haga el ridículo.

—No lo hará, aunque no faltará algún crítico gilipollas que se salga por peteneras. —

Soltó un manotazo lleno de rabia a su propia pierna—. ¿Qué pasa?, ¿que hay que dejarlo joven porque lo quieran unos listillos? Uno tiene el derecho de morir haciendo lo que le gusta, y los demás el derecho de querer verle o pasar.

—Tú lo dejaste.

Se enfrentó a la mirada de Lester, en parte cálida, en parte tensa.

—Cada cual tiene su historia, chaval. Algunos han o hemos pagado nuestro peaje, como tu padre, ya lo sabes.

El dedo en la llaga.

Finalmente.

Juanjo bajó la cabeza, un poco aplastado por la oratoria y el alud verbal de Lester.

—Acabamos de hablar de algunas leyendas, ¿de acuerdo? —continuó el hombre—.

Pero ¿qué sabes realmente de la historia del rock? Y no me refiero a las cuatro cositas básicas, sino a la Historia, con mayúscula, o sea el porqué, el cuándo, el cómo, las raíces, las consecuencias, quién, qué discos… Todo eso.

—Algo. —Juanjo fue vago e impreciso.

—¿Eso es todo? ¿Y tú quieres ser músico?

—Sí.

—Si no sabes de dónde vienes, o de dónde viene la música, te perderás, chico.

Sonaba a sentencia de muerte.

—Cada tiempo…

—No. —Lester le detuvo—. No te inventes historias. Conmigo no. No me hables de generaciones o tiempos. ¿Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Carl Perkins? ¿Joe Hill? ¿Robert Johnson? Conoces, pero no sabes. Ése es el problema: que no sabéis nada, ni os preocupáis de saberlo.

—Me gustaría haber nacido en esos años, vale —dijo Juanjo.

—No se trata de eso. Cada cual nace cuando le toca. Hoy hay más posibilidades, más libertad, más de todo. A cambio hemos perdido integridad, pureza, amor por el riesgo…

Los cincuenta del pasado siglo fueron un disparadero; los sesenta, irrepetibles; el período que va del año sesenta y ocho al setenta y tres, único, casi todo se coció ahí. Pero aun así hubo cosas buenas también en los ochenta, los noventa… Y si crees que soy un viejo batallitas, te equivocas. Te pongo de patitas en la calle.

—Mi padre me dijo que eras una enciclopedia con patas.

—Bien por el viejo Angus. —Aplaudió mostrando una sonrisa llena de dientes amarillentos—. ¿Qué música escuchas?

—Lo que pillo.

—¿Tu padre no te coge de la oreja y te hace mamar lo que mamamos nosotros?

—No.

—Entonces mal por el viejo Angus —lamentó—. Aunque quizá sea culpa tuya.

Juanjo no dijo nada.

¿Cuántas veces no había querido escuchar los discos de vinilo que su padre quería que oyera?

—Eres guitarrista. —Lester le apuntó con un dedo—. ¿Has oído a Django Reinhardt, a T-Bone Walker, a John Lee Hooker, a Muddy Waters, a Willie Dixon, a Hank Marvin, al Clapton de los Bluesbreakers o de Cream, a Stevie Ray Vaughan?, y no sigo porque la lista sería larga.

—A algunos sí. Clapton… —Empezaba a sentirse abrumado por aquella oleada de pasión histórica.

—Chico, tendrías que ponerte al día, ¿sabes?

—Me gustaría.

Pareció sincero.

Era sincero.

Lester se quedó mirándole de hito en hito.

—¿Hablas en serio? —Arqueó una ceja.

—Me lo dijo —intervino Valeria—. Me comentó que ojalá alguien le contara lo que pasó, cómo ha evolucionado la música desde que apareció el rock y todo cambió.

—Oye, no me vaciles… —El dueño de los locales de ensayo se puso serio.

—No te vacilo, y ella dice la verdad. —Juanjo se quedó pensativo—. Los libros de historia o las webs de Internet solo dan cifras o hablan con entusiasmo de tal o cual grupo, y aunque algunos historiadores son apasionados, no te haces a la idea, y más sin escuchar los discos o sin saber qué bajarte de la red.

—Yo tengo la mayoría de esos discos, los originales —anunció Lester—. Y estoy de acuerdo: los libros de historia o Internet se quedan cortos. La verdadera historia la sabemos cuatro. Yo y tres más. Y es algo muy serio, hijo. Es la historia de la música pero también la de los últimos sesenta años de nuestra vida. Y la sabemos porque la mamamos.

—Entonces…

—¿Quieres que te la cuente?

—Sí.

—¿Te sobra tiempo para aguantar todo lo que voy a largar?

—¡Sí!

Era mentira. Pero era una oportunidad única y buscaría tiempo como fuera y de donde fuera.

—¿Cuándo empezamos?

—¿Ahora mismo? —propuso Juanjo—. Tengo una hora o más.

—Yo también quiero oírlo —dijo Valeria—. Que estudie violín y música clásica no significa que no me interese lo demás. —Le brillaron los ojos—. Me parece… fantástico que quieras contarnos eso, Lester. No tengo más que llamar a casa y decirle a mi madre que llegaré más tarde.

El viejo rockero también se sentía feliz. Se le notaba.

—De acuerdo —asintió—. ¡Vamos arriba!

Capítulo 11

El piso de Lester era como un viaje a través del túnel del tiempo. Juanjo se lo había imaginado tan cochambroso como la parte baja del edificio. Nada más lejos de la realidad. Era un espacio amplio, a modo de
loft
, sencillo pero limpio y ordenado, con todo a la vista. Una pared entera estaba llena de discos de vinilo colocados con mimo en sus estanterías. También había CD, pero menos. No faltaban fotografías. Muchas.

Algunas enmarcadas y otras amontonadas pero visibles en un solo espacio. Se acercó por curiosidad y comenzó a palidecer. No conocía a todos, pero sí a algunos. La voz de Lester y su dedo señalando las imágenes hizo el resto.

—Jimmy Page y Robert Plant de Led Zeppelin, Ritchie Blackmore en su época de Deep Purple, John McLaughlin cuando lideraba la Mahavishnu Orchestra, Robert Fripp de King Crimson, David Gilmour de Pink Floyd, Carlos Santana, Leonard Cohen, Frank Zappa, Peter Gabriel…

Lester estaba con todos ellos, mucho más joven, siempre sonriente.

Continuó la exploración mientras Valeria telefoneaba a su madre con su móvil y el dueño del piso organizaba el espacio, un sofá y dos butaquitas para que se sentaran, con una mesa ratona en medio. Desapareció para ir a la cocina y reapareció con una botella de agua y tres vasos. Juanjo continuó mirando las fotos, aquel museo único.

—¿Éste es… el Boss?

—Sí.

—¿Y éste…?

Lester alzó la cabeza.

—Exactamente, él —se lo confirmó.

Juanjo alucinaba. Además de fotografías, descubrió, enmarcados, cientos de pases de
backstage
de los mejores locales de los cinco continentes o de giras mundiales. Los había de todos los tiempos y con decenas de estrellas. Estaban juntos en panoplias de más de un metro de largo por casi otro de alto, abigarrados pero colocados con mimo. Brillaban con sus colores y la luz propia de lo eterno. En una vitrina vio otros recuerdos: púas de guitarra, unos labios rojos impresos en un pañuelito de bar, un vaso, unas gafas, un anillo, una muñequera heavy, algunos pins…

—Oye, pero ¿tú qué eras, mánager, músico, técnico de sonido…?

—Fui periodista musical, mánager, técnico de sonido, pipa… Todo menos músico.

Toco un poco la guitarra, vale, y la batería, vale, y me defiendo con los teclados, vale, pero no tengo ningún don, aunque lo intenté. Hice conciertos, giras con casi todos, pero lo de pisar un escenario eran palabras mayores.

—¿Qué es eso de pipa? —preguntó Valeria reincorporándose a la charla después de hablar con su madre.

—Es el que carga y descarga el instrumental, monta y suda la gota gorda para que las estrellas se lo encuentren todo hecho —aclaró Juanjo.

—Era una forma de viajar y hacer giras —se justificó Lester—. Yo soy irlandés,

¿sabéis? Somos los negros de Europa. —Su cara reflejó indiferencia—. Siempre tuve que buscarme la vida, y lo hice en el terreno que más me gustaba: la música.

—¿Y por qué no vives en Irlanda? —quiso saber ella.

—Cariño, por el clima —sonrió él—. Mis huesos están mucho mejor aquí que allá, y de todas formas allí tampoco tengo nada. Me fui muy jovencito, con apenas quince años.

Me enamoré de Barcelona, me enrollé con un par de españolas… —Señaló las butacas y el sofá—. ¿Empezamos?

A Juanjo le costó separarse de aquel museo improvisado.

Habría tiempo de explorarlo más a fondo.

La historia de la música no se contaba en un día, ni en dos.

Valeria ya estaba en la parte derecha del sofá. Juanjo ocupó la izquierda. Dejaron a Lester una de las butacas, frente a ellos, en plan maestro. La improvisada reunión tenía algo de especial. Que en la mesa hubiera una botella de agua y tres vasos también era significativo.

Nada de alcohol.

Miró la extrema delgadez de Lester, su aspecto de superviviente, el peso de aquella historia que le mantenía vivo y lleno de energía.

Jamás había conocido a nadie como él.

Ni siquiera su propio padre, circunscrito a su papel de veterano héroe nacional.

—Vamos a empezar por los orígenes, ¿de acuerdo? Y podéis interrumpirme cuanto queráis… Luego te grabaré cosas que tienes que oír, para que no estés interrumpiéndome a cada momento.

—Bien.

—Antes de la aparición del rock and roll —comenzó Lester—, el mundo venía de un conflicto demoledor: la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Hora de reconstrucción y vuelta a empezar. A mediados de los años cincuenta los jóvenes buscaban una identidad propia. Jack Kerouac y la Beat Generation eran el modelo a seguir. Faltaba el gran terremoto que la música impulsaría. —Los miró a ambos—.

¿Sabéis quién era Jack Kerouac?

—Vi una película… —comenzó a decir Juanjo.

—¡Películas! ¡Si son de Hollywood no te fíes! ¡Cuidado con el cine! ¡Se pasan la historia por el forro!

—Si te pones en plan profe de mates… —bromeó Juanjo.

—En los años veinte y treinta, la música norteamericana se convirtió en una máquina de hacer dinero. Para gestionarlo se creó la ASCAP. Para entendernos, la Sociedad de Autores. Pero los autores humildes no entraban en ella. Por eso, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, un grupo de profesionales de la radio creó la BMI, una sociedad de autores paralela para que defendiera los derechos de la nueva música norteamericana que era la que hacían miles de folk-singers, jazzmen, cantantes de country, bluesmen y el naciente rhythm & blues negro. Eso fue la antesala del rock and roll. Con la guerra, las orquestas quedaron diezmadas y el jazz se resintió por la incorporación a filas de sus músicos. A alguien se le ocurrió que los cantantes cantaran sin orquesta. Así apareció Frank Sinatra. Su ejemplo sentó las bases para la aparición de un sinfín de solistas. El folk, el country y el blues trenzaron el cordón umbilical que uniría la música popular con el nacimiento del rock and roll. Y ahora vamos a hablar de racismo.

—¿Racismo?

—En la guerra, blancos y negro lucharon juntos. Muchos negros se asomaron a la música blanca, y muchos blancos, a la negra en esos años peleando en Europa o el Pacífico. Pero el regreso a casa fue traumático para los negros. Se produjeron entonces movimientos migratorios y los músicos acabaron concentrándose en Nueva York, Chicago, Memphis y el Delta del Misisipi. Allí surgieron estudios de grabación y nuevos sellos discográficos. Pero el mundo negro dejó de existir para los blancos, y la música negra tenía que soportar la etiqueta de ser considerada Race Music, Música Racial.

—¿Eso todavía sucedía en los años cincuenta?

—Sí, querida. En los cincuenta y hasta comienzos de los sesenta. Beatles y Rolling ayudaron a cambiar eso —apuntó Lester antes de proseguir—. Hubo estrellas, como Nat King Cole o el primer rockero, Fats Domino, que ya tenía ocho discos de oro antes de que apareciera Elvis. Pero eran flores en medio del desierto. Había una música de consumo impulsada por el teatro de Broadway y por el cine de Hollywood. Los blancos vendían miles de discos, casi siempre edulcoradas baladas. Los negros le daban caña, pero no salían de la etiqueta de Race Music. Estamos ya a las puertas del rock and roll.

BOOK: Sonidos del corazon
11.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Joys of Love by Madeleine L'engle
Night Kites by M. E. Kerr
Best Bondage Erotica 2 by Alison Tyler
Empty Pockets by Dale Herd
Drunk With Blood by Steve Wells
Black Glass by John Shirley
Dead Sea by Brian Keene