Sputnik, mi amor (25 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Sputnik, mi amor
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—Yo quería a mi amiga. La quería mucho. Me importaba más que nadie en este mundo. Por eso cogí el avión y me fui a buscarla a la isla griega. Pero he fracasado. No he podido encontrarla, ¿sabes? Y si esa amiga mía desaparece, me quedaré sin ningún amigo. Sin ningún otro amigo. —No le hablaba a él. Sólo me hablaba a mí mismo. Sólo estaba pensando en voz alta—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? Subir a un lugar tan alto como las pirámides. Al lugar más alto que pueda encontrar. Desde donde pueda ver lo más lejos posible. Subir hasta la cima, observar todo el mundo a mi alrededor y descubrir con mis propios ojos qué paisajes pueden verse, qué ha desaparecido de la faz de la tierra. No, tal vez no. No lo sé. Quizá no quiera ver eso en realidad. Quizá yo ya no quiera ver nada.

La camarera se acercó, retiró el plato con el helado deshecho que el Zanahoria tenía delante, y a mí me dejó la cuenta a la vista.

—Desde niño he vivido solo. En casa estaban también mis padres y mi hermana, pero yo no podía querer a nadie. No podía comunicarme con ninguno de ellos. A menudo me preguntaba si yo no sería un niño adoptado. Si no habría sucedido algo y me habrían adoptado unos parientes lejanos. O si no me habrían recogido, tal vez, del hospicio. Ahora comprendo que era una tontería. Mis padres no son del tipo de personas que recogen huérfanos desamparados. De todos modos, no podía aceptar que estuviera ligado a aquella familia por lazos de sangre. Era más fácil pensar que aquellas personas me eran totalmente ajenas.

»Imaginaba una ciudad lejana. En ella había una casa donde vivía mi verdadera familia. Una casa pequeña y modesta, pero acogedora. En aquella casa todos nos comprendíamos, podíamos hablarnos los unos a los otros con entera libertad. Al atardecer se oía a mi madre en la cocina preparando la cena y un cálido olor a buena comida se extendía por la casa. Aquél era el sitio al que yo pertenecía. Mi hogar siempre me lo representaba así, y yo me incluía en él.

»En mi casa real teníamos un perro. Era al único de toda la casa al que yo quería con locura. Un perro sin raza, pero muy inteligente, ¿sabes? Una vez aprendía algo, no lo olvidaba jamás. Cada día lo llevaba de paseo, íbamos al parque, nos sentábamos en un banco y hablábamos. Nos comprendíamos el uno al otro. Ésos fueron los momentos más divertidos de toda mi infancia. Pero, cuando yo estaba en quinto de primaria, un camión lo atropelló cerca de casa y murió. Después ya no volvimos a tener perros en casa. Decían que eran ruidosos, sucios, que daban trabajo.

»Desde que murió mi perro, empecé a pasar mucho tiempo encerrado en mi habitación, leyendo. Y es que el mundo de los libros me parecía mucho más real que el mundo que me rodeaba. Allí se abrían paisajes que jamás había visto. Los libros y la música se convirtieron en mis mejores amigos. En la escuela también tenía algunos buenos amigos, pero jamás encontré a uno a quien pudiera hablarle con el corazón en la mano. Cada día, cuando nos veíamos, charlábamos, jugábamos al fútbol. Pero sólo eso. Cuando tenía problemas, no se los contaba a nadie. Pensaba por mi cuenta, sacaba mis propias conclusiones y actuaba solo. Pero no sentía la soledad. Creía que eso era lo normal. Que los seres humanos, al fin y al cabo, deben seguir su camino solos.

»Pero cuando yo estaba en la universidad, encontré a esta amiga y empecé a opinar de un modo distinto. Comprendí que, si sólo piensas por tu cuenta las cosas durante mucho tiempo, acabas por no considerar más que tu punto de vista. Vi que al estar siempre solo sientes a veces una terrible soledad.

»Estando solo te sientes como cuando te plantas una tarde lluviosa en la desembocadura de un gran río y te quedas largo rato contemplando cómo va vertiendo sus aguas al mar. ¿Has estado alguna tarde de lluvia en la desembocadura de un gran río mirando cómo vierte sus aguas al mar?

El Zanahoria no respondió.

—Yo sí. —El Zanahoria me miraba con los ojos muy abiertos—. No sé por qué se siente uno tan solo al ver cómo una gran cantidad de agua de río se va mezclando con una gran cantidad de agua de mar. Pero es así. De verdad. También tú tienes que verlo alguna vez.

Luego alcancé la americana y la cuenta y me levanté despacio. Al ponerle una mano encima del hombro, el Zanahoria también se levantó. Salimos de la cafetería.

Tardamos unos treinta minutos en llegar a su casa andando. Mientras caminábamos, uno junto al otro, no despegamos los labios.

Cerca de su casa había un pequeño río que cruzaba un puente de cemento. Ni siquiera merecía ser llamado río. Era una especie de canal de desagüe agrandado. En la época en que por la zona había campos de cultivo debía de haber servido para regar. Pero ahora el agua estaba turbia y despedía un ligero olor a detergente. Ni siquiera sé si el agua fluía o no. En el lecho del río crecían, frondosos, los hierbajos del verano y había un cómic tirado, abierto por la mitad. El Zanahoria se detuvo en medio del puente y se quedó mirando hacia abajo inclinado sobre la barandilla. Yo hice exactamente lo mismo. Permanecimos en la misma posición, inmóviles, durante mucho tiempo. A lo mejor no quería volver a su casa. Entendía muy bien cuáles eran sus sentimientos.

El Zanahoria hundió la mano en el fondo del bolsillo de su pantalón, sacó una llave y me la entregó. Una llave corriente que colgaba de una gran placa roja de plástico. En la placa ponía: «Almacén n° 3». Era la llave del almacén que el jefe de seguridad Nakamura había estado buscando. Por algún motivo, debían de haber dejado al Zanahoria solo en la habitación y éste habría descubierto la llave dentro del cajón y se la habría metido, veloz, en el bolsillo. Probablemente, la mente de aquel pequeño era un enigma mucho mayor de lo que había imaginado. Era un niño extraño.

Cuando me puso aquella llave en la palma de la mano, la sentí pesada y pegajosa, impregnada de las miserias y renuncias de tantas personas. Bajo los deslumbrantes rayos de sol se veía terriblemente miserable, sucia, insignificante. Dudé unos instantes, la dejé caer en el río con decisión. Levantó una pequeña salpicadura. No era un río profundo, pero el agua era turbia y ocultó la llave. El Zanahoria y yo, en el puente, uno junto al otro, contemplamos unos instantes la superficie del agua allí donde había desaparecido la llave. Librarme de ella aligeró mi espíritu.

—Ya no puedo echarme para atrás —dije hablándome a mí mismo—. Además, tratándose de su preciado almacén, seguro que en alguna parte tienen un duplicado.

Cuando le alargué la mano, el Zanahoria me la asió suavemente. En la palma de mi mano percibí el tacto de la suya, pequeña y delgada. Un tacto que hacía mucho tiempo, en algún lugar —¿dónde debió de ser?—, ya había sentido. Caminé hasta su casa sin soltarle la mano.

Al llegar a su casa, ella nos estaba esperando. Se había puesto una pulcra blusa sin mangas de color blanco y una falda plisada. Tenía los ojos rojos y abotargados. Debía de haber estado llorando sola desde que había vuelto a casa. Su marido dirigía una agencia inmobiliaria y los domingos, fuera por el trabajo o por el golf, apenas paraba en casa. Ella mandó al Zanahoria a su habitación, en el primer piso, y a mí me condujo, en vez de a la sala de estar, a la cocina. Pensé que tal vez le resultara más fácil hablarme allí. Había un enorme refrigerador de color verde aguacate, un ventanal grande y luminoso orientado al este.

—Pone mejor cara que antes —me dijo con voz débil—. En la oficina, al principio, cuando miraba la cara del niño, no sabía qué hacer. Era la primera vez que lo veía con aquella expresión. Era como si estuviese en otro mundo.

—No te preocupes. Dale tiempo y volverá a la normalidad. Durante un rato es mejor que lo dejes solo, que no le digas nada.

—¿Qué habéis estado haciendo los dos?

—Hemos estado hablando —dije.

—¿De qué?

—De nada importante. Mejor dicho, he hablado yo solo de lo primero que se me ha pasado por la cabeza. De cualquier cosa.

—¿Quieres tomar algún refresco?

Negué con la cabeza.

—Hay momentos en que no sé de qué hablar con él. Y esa sensación cada vez es más fuerte —dijo ella.

—No hace falta que te esfuerces en hablar con él. Los niños tienen su propio mundo. Si tienen ganas de hablar, ya lo hacen.

—Pero este niño apenas abre la boca.

Estábamos sentados frente a frente, procurando no rozarnos, en la mesa de la cocina, hablando con incomodidad. Como suelen hablar un profesor y la madre de un niño con problemas. Mientras hablaba, ella se retorcía los dedos nerviosa por encima de la mesa, los estiraba, los apretaba. No pude evitar que me vinieran a la cabeza las cosas que aquellas manos me habían hecho en la cama.

—No voy a informar a la escuela de lo sucedido —dije—. Hablaré con el niño pausadamente y lo resolveré todo. Así que tú no le des demasiadas vueltas. El niño es inteligente, es un buen chico. Con el tiempo, todo se arreglará. Es cuestión de tiempo. Esto es algo pasajero. Lo principal es que tú te tranquilices.

Se lo repetí una y otra vez, despacio, con voz calmada, hasta metérselo en la cabeza. Al oírme, pareció serenarse un poco.

Me acompañó en coche a mi apartamento de Kunitachi.

—¿Crees que el niño habrá notado algo? —me preguntó mientras esperábamos en un semáforo. Se refería a lo nuestro, claro está.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—¿Por qué lo dices?

—Hace un rato, cuando estaba sola en casa esperando a que volvierais, he tenido esa sensación. Sin ningún fundamento. Es sólo una impresión. Es un niño muy intuitivo y debe de haberse dado cuenta a la fuerza de que las cosas entre su padre y yo no van bien.

Permanecí en silencio. Tampoco ella agregó nada más.

Metió el coche en un aparcamiento dos manzanas antes de llegar a mi casa. Puso el freno de mano, dio la vuelta a la llave de contacto y el motor se apagó. El motor enmudeció y, al dejar de oírse el sonido del aire acondicionado, un silencio incómodo reinó dentro del coche. Sabía que ella quería que hiciésemos el amor. Al imaginar su cuerpo aterciopelado bajo la blusa, se me secó la boca.

—Creo que es mejor que dejemos de vernos —decidí.

Ella no repuso nada. Con ambas manos sobre el volante, tenía los ojos clavados en el indicador del nivel de aceite. De su rostro se había borrado casi toda expresión.

—Me lo he pensado mucho —dije—, y no quiero convertirme en parte del problema. Pienso en varias personas. Si soy una parte del problema, no puedo ser una parte de la solución.


¿En varias personas?

—En tu hijo en especial.

—¿Y también en ti?

—Sí, en mí también. Claro.

—¿Y yo? ¿También me incluyo yo entre esas
«varias personas»?

Quería responderle que sí. Pero no me salieron las palabras. Ella se quitó las Rayban de cristales color verde oscuro pero luego cambió de opinión y volvió a ponérselas.

—¿Sabes? Para mí no es fácil de decir, pero dejar de verte me resultaría muy difícil.

—A mí también, claro. Me gustaría continuar así. Pero no es lo correcto.

Ella aspiró hondo, espiró.

—«Lo correcto», ¿qué diablos significa eso? ¿Me lo puedes explicar? A decir verdad, no sé muy bien qué es «lo correcto». Lo que no es correcto sí lo sé. Pero «lo correcto», ¿qué es?

A eso no pude responderle.

Parecía a punto de echarse a llorar. O de empezar a gritar. Pero logró dominarse. Sólo aferró con fuerza el volante. El dorso de sus manos enrojeció ligeramente.

—Cuando aún era joven, la gente solía hablarme. Me contaban historias de todo tipo. Historias divertidas, historias bonitas, historias extrañas. Pero, a partir de cierto momento, ya nadie se acercó a hablar conmigo. Nadie. Ni mi marido, ni mi hijo, ni mis amigos…, nadie. Como si en este mundo ya no hubiera nada de que hablar. A veces tengo la sensación de que soy transparente, de que se puede ver a través de mi cuerpo. —Separó las manos del volante y las dejó suspendidas en el aire—. Pero tú seguro que no entiendes nada de lo que te estoy diciendo. —Busqué dentro de mí las palabras adecuadas. Pero no las hallé—. Muchas gracias por todo lo de hoy —me dijo ella como si hubiera cambiado de idea. Su voz volvía a ser tan serena como siempre—. No creo que hubiese podido solucionarlo sola. Era muy duro para mí. Ha sido una gran suerte que estuvieras tú. Te lo agradezco mucho. Creo que serás un magnífico profesor. Ahora ya casi lo eres.

¿Había ironía en sus palabras? Lo pensé. Quizá, sin duda, la había.

—Todavía no —dije.

Ella esbozó una sonrisa. Así acabó nuestra conversación.

Abrí la portezuela del copiloto, salí afuera. La luz de esa tarde veraniega de domingo ya había perdido intensidad. Me ahogaba y, de pie en el suelo, notaba una extraña sensación en las piernas. El motor del Celica rugió y ella salió de mi vida privada. Quizá para siempre. Bajó el cristal de la ventanilla y me hizo un pequeño gesto de despedida. Yo también levanté la mano.

Llegué a casa, arrojé la camisa sudada y la ropa interior en la lavadora, me duché y me lavé el pelo. Fui a la cocina, acabé de prepararme el almuerzo que había dejado a medias y comí solo. Después me hundí en el sofá y me dispuse a leer un libro que acababa de empezar. Pero a la quinta página no pude continuar leyendo. Desistí, cerré el libro y pensé durante unos instantes en Sumire. Y pensé en la llave del almacén que había dejado caer en aquel río sucio. Pensé en las manos de mi «novia» agarrando con fuerza el volante del Celica. El día acababa al fin y dejaba atrás recuerdos deshilvanados. Pese a haber permanecido mucho tiempo bajo la ducha, mi cuerpo aún estaba impregnado del olor del tabaco. Y, en mi mano, aún permanecía la cruda sensación de haber amputado a la fuerza algo vivo.

¿Había hecho lo correcto? No creía haber hecho lo correcto. Sólo había hecho lo que creía que era necesario para mí. Es muy diferente una cosa de la otra. «¿Varias personas?», me había preguntado ella. «¿También me incluyo yo entre esas
varias personas?»
.

A decir verdad, en aquellos instantes yo no pensaba en
varias personas
. Pensaba sólo en Sumire. Ni pensaba en ellos que estaban allí, ni en nosotros. Sólo en Sumire, que estaba ausente.

16

No había sabido nada de Myû desde que nos habíamos despedido en el puerto de la isla. Era muy extraño. Había prometido ponerse en contacto conmigo, tanto si descubrían algo como si no sobre Sumire. No podía creer que me hubiese olvidado, tampoco era el tipo de persona que habla por hablar. Tal vez no encontrara, por alguna razón, la manera de ponerse en contacto conmigo. Pensé en llamarla yo. Pero no sabía su nombre. Tampoco sabía el nombre de su empresa, ni el de su oficina particular. Sumire no había dejado tras de sí ninguna pista concreta.

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