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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (24 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Sólo Dios sabe qué ocurrirá ahora —dijo Alfredo.

—Que vamos a luchar —dije. Se me quedó mirando y se encogió de hombros—. Vamos a luchar —repetí.

Alfredo miró al otro lado del pantano.

—Buscaremos un barco —dijo, pero en voz tan baja que apenas pude oírlo—. Buscaremos un barco e iremos al reino de los francos. —Se ciñó aún más la capa. La nieve caía pesadamente, aunque se derretía pronto al tocar el agua negra. Los daneses se habían desvanecido, perdidos en la nieve que dejábamos atrás—. ¿Ese era Guthrum? —me preguntó Alfredo.

—Era Guthrum —contesté—. ¿Y sabía que os perseguía a vos?

—Supongo.

—¿Qué otra cosa habría atraído a Guthrum? —le pregunté—. Os quiere muerto. O prisionero.

Con todo, por el momento, estábamos a salvo. El poblado de la isla consistía en una veintena de cabañas húmedas cubiertas de juncos y unos cuantos almacenes sobre pilotes. Los edificios eran de barro, la calle era de barro, las cabras y la gente estaban cubiertas de barro, pero el lugar, por pobre que fuera, podía proporcionarnos comida, cobijo y algo de calor. Los hombres del poblado habían visto a los refugiados y, tras una discusión, decidieron rescatarlos. Supongo que su intención era más saquearnos que salvarnos la vida, pero Leofric y yo teníamos un aspecto formidable y, en cuanto los aldeanos comprendieron que su rey se alojaba entre ellos, hicieron lo que pudieron, aunque con bastante torpeza, para acomodarlo a él y a su familia. Uno de ellos, en un dialecto que apenas entendía, quiso saber el nombre del rey. Jamás había oído hablar de Alfredo. Sabía de los daneses, pero nos contó que sus barcos nunca habían llegado al poblado, ni a ningún otro de los asentamientos del pantano. Nos contó que los aldeanos vivían de la caza y la pesca: ciervos, cabras, peces, anguilas y aves salvajes, y que tenían mucha comida, aunque poco combustible.

Ælswith estaba embarazada de su tercer hijo, los otros dos quedaban al cuidado de ayas.

Estaba Eduardo, el heredero de Alfredo, que tenía tres años y una tos fea. Ælswith estaba preocupada por él, pero el obispo Alewold insistió en que no era más que un resfriado de invierno. También estaba la hermana mayor de Eduardo, Æthelflaed, que tenía entonces seis años, y una cabellera dorada de rizos, una sonrisa encantadora y ojos astutos. Alfredo la adoraba y, durante aquellos primeros días en el pantano, era su único rayo de luz y esperanza. Una noche, sentados junto a una pequeña hoguera moribunda, mientras Æthelflaed dormía con su cabeza dorada apoyada en el regazo de su padre, me preguntó por mi hijo.

—No sé dónde está —dije. Sólo estábamos nosotros dos, los demás se habían ido todos a dormir, y yo estaba sentado junto a la puerta observando el pantano, blanquecino por la escarcha, que se extendía negro y plata bajo la media luna.

—¿Quieres ir a buscarlo? —me preguntó de todo corazón.

—¿De verdad queréis que vaya? —le pregunté. Parecía perplejo—. Estas gentes os están ofreciendo cobijo —le aclaré—, pero en cualquier momento podrían decidir rebanaros el cuello. No lo harán mientras yo siga aquí.

Estaba a punto de protestar, después comprendió que probablemente tenía razón. Le acarició el pelo a su hija. Eduardo tosió. Estaba en la cabaña de su madre. La tos se había puesto más fea, mucho más fea, y todos sospechábamos que se trataba de la tos espasmódica que mataba a los niños pequeños. Alfredo se estremeció al oírla.

—¿Luchaste contra Steapa? —preguntó.

—Luchamos —repuse sin más—. Llegaron los daneses, y no tuvimos oportunidad de terminar. El sangraba, yo no.

—¿Sangraba?

—Preguntadle a Leofric, estaba allí.

Se quedó callado durante un tiempo, después añadió en voz baja:

—Sigo siendo rey. —De un pantano, pensé yo, aunque no dije nada—. Y es costumbre llamar a un rey «señor» —añadió.

Yo me limité a mirar su estrecho y pálido rostro iluminado por la hoguera moribunda. Tenía un aspecto solemne, pero también asustado, como si hiciera un gran esfuerzo para agarrarse a los jirones de su dignidad. A Alfredo jamás le faltó coraje, pero no era un guerrero, y no le gustaba demasiado la compañía de los guerreros. Para él yo sólo era un bruto: peligroso, poco interesante, pero de repente, indispensable. Sabía que no iba a llamarlo señor, así que no insistió.

—¿Qué notas en este lugar? —preguntó.

—Es húmedo —respondí.

—¿Qué más?

Busqué la trampa en la pregunta y no la hallé.

—Sólo puede llegarse a él con barcazas —dije—, y los daneses no las tienen. Pero cuando tengan, vamos a necesitar algo más que a dos guerreros para echarlos de aquí.

—No tiene iglesia —dijo.

—Ya sabía yo que me gustaba —repliqué.

No me hizo caso.

—Sabemos tan poco de nuestro reino —comentó maravillado—. Pensaba que había iglesias en todas partes. —Cerró los ojos durante unos instantes, después me miró lastimeramente—. ¿Qué puedo hacer?

Esa mañana le había dicho que pelear, pero ahora no veía lucha en él, sólo desesperación.

—Podéis ir al sur —le dije, pensando que era lo que querría oír—, ir al sur y cruzar el mar.

—Para no ser más que otro rey sajón exiliado —añadió con amargura.

—Nos ocultaremos aquí —le contesté—, y cuando pensemos que los daneses están ocupados, nos dirigiremos a la costa sur y buscaremos un barco.

—¿Cómo nos ocultamos? —preguntó—. Saben que estamos aquí. Y dominan las dos orillas de la marisma. —El hombre de los pantanos nos había dicho que una flota danesa había desembarcado en Cynuit, que quedaba en el extremo oeste del pantano. Aquella flota, supuse, estaría comandada por Svein, que seguro se preguntaba cómo encontrar a Alfredo. El rey, me parecía a mí, estaba condenado, y su familia también. Si Æthelflaed tenía suerte, sería criada por una familia de daneses, como yo lo había sido, pero probablemente los matarían a todos para que ningún sajón pudiera volver a reclamar la corona de Wessex.

—Y los daneses estarán vigilando la costa sur —prosiguió Alfredo.

—Sin duda alguna —coincidí.

Miró al pantano, donde el viento nocturno agitaba las aguas y sacudía el largo reflejo de la luna invernal.

—Es imposible que los daneses hayan tomado todo Wessex —dijo, después se estremeció una vez más, porque Eduardo tosía horriblemente.

—Probablemente no —coincidí de nuevo.

—Podríamos reunir hombres —dijo, después se calló.

—¿Y qué hacemos con ellos? —pregunté.

—Atacar la flota —contestó, señalando hacia el oeste—. Quitarnos de encima a Svein, si es Svein el de Cynuit, y después defender las colinas de Defnascir. Si ganamos una batalla, más hombres acudirán. Nos volveremos más fuertes y podremos enfrentarnos a Guthrum.

Pensé en ello. Había hablado sin energía, como si no creyera sus propias palabras, pero me pareció que tenían cierto sentido, perverso, pero sentido. Había hombres en Wessex, hombres sin jefe, pero eran hombres que querían uno, que pelearían, y quizá pudiéramos asegurar el pantano, derrotar a Svein, capturar Defnascir y así, poco a poco, recuperar Wessex. Después lo pensé más detenidamente y lo califiqué de sueño. Los daneses habían ganado. Éramos fugitivos.

Alfredo acariciaba la melena de su hija.

—Los daneses van a venir a por nosotros, ¿no es así?

—Sí.

—¿Crees que podrás defendernos?

—¿Sólo Leofric y yo?

—Eres un guerrero, ¿no? Los hombres me cuentan que fuiste tú realmente quien derrotó a Ubba.

—¿Sabíais que era yo el que había matado a Ubba? —le pregunté.

—¿Puedes defendernos?

No iba a permitir que eludiera la respuesta.

—¿Sabíais que os di la victoria en Cynuit? —exigí saber.

—Sí —repuso sin más.

—¿Y mi recompensa fue reptar hasta vuestro altar? ¿Ser humillado? —La ira me hizo subir el tono de voz y Æthelflaed abrió los ojos y se me quedó mirando.

—He cometido errores —repuso Alfredo—, y cuando esto termine, cuando Dios devuelva Wessex a los sajones del oeste, haré lo mismo. Me pondré un hábito de penitente y me someteré a Dios.

Quise matar a aquel cabrón meapilas en aquel mismo instante, pero Æthelflaed me estaba mirando con aquellos ojazos suyos. No se había movido, así que su padre no sabía que estaba despierta, pero yo sí, de modo que en lugar de dar rienda suelta a mi ira, le puse fin abruptamente.

—Descubriréis que la penitencia ayuda —le dije.

Se animó ante eso.

—¿Te ayudó? —me preguntó.

—Me llenó de rabia —le contesté—, y me enseñó a odiar. Y la rabia es buena. El odio es bueno.

—No lo dices en serio —repuso.

Desenvainé a
Hálito-de-Serpiente
y los ojos de la pequeña Æthelflaed se abrieron aún más.

—Esto mata —le dije, dejándola caer de nuevo en su vaina de borrego—, pero la rabia y el odio es lo que le dan fuerza para matar. Si vas a la batalla sin rabia y sin miedo, estás muerto. Necesitáis todas las espadas, rabias y odios que podáis reunir si tenemos que sobrevivir.

—¿Pero puedes hacerlo? —me preguntó—. ¿Puedes defendernos aquí? Puedes protegernos el tiempo suficiente para eludir a los daneses hasta que decidamos qué hacer.

—Sí —contesté. No tenía ni idea de si le decía la verdad. De hecho, lo dudaba, pero poseía el orgullo de un guerrero, así que di la respuesta de un guerrero. Æthelflaed no me había quitado los ojos de encima. Sólo tenía seis años, pero juro que entendió todo lo que dijimos.

—Pues te encomiendo la tarea —repuso Alfredo—. Aquí y ahora te nombro el defensor de mi familia. ¿Aceptas esa responsabilidad?

Era un bruto arrogante. Sigo siéndolo. Me desafiaba, por supuesto, y sabía lo que se estaba haciendo, aunque yo no tuviera ni idea. Me limité a torcer el gesto.

—Por supuesto que la acepto —le dije—. Sí.

—¿Sí qué? —preguntó él.

Vacilé, pero me había halagado, me había dado una responsabilidad de guerrero, así que le concedí lo que quería y que tanto me había empeñado en no darle.

—Sí, señor —respondí.

Tendió la mano. Supe que quería más. Jamás fue mi intención concederle aquel deseo, pero le había llamado «señor», así que me arrodillé ante él y, por encima del cuerpo de Æthelflaed, le tomé la mano con las dos mías.

—Dilo —exigió, y puso el crucifijo que colgaba de su cuello entre nuestras dos manos.

—Juro que seré vuestro hombre —le dije mirándole a los ojos claros—, hasta que vuestra familia esté a salvo.

Vaciló. Le había prestado juramento, pero le había puesto una condición. Le había hecho saber que no sería su hombre eternamente. Con todo, aceptó mis términos. Tendría que haberme besado en ambas mejillas, pero eso habría perturbado a Æthelflaed, así que alzó mi mano derecha y besó los nudillos, después besó el crucifijo.

—Gracias —me dijo.

La verdad, evidentemente, es que Alfredo estaba acabado, pero, con la perversidad y la arrogancia de la insensata juventud, le acababa de prestar juramento y le había prometido que lucharía por él.

Y todo, creo, porque una niña de seis años me estaba mirando. Una niña con los cabellos dorados.

C
APÍTULO
VII

El reino de Wessex era ahora un pantano y, durante unos días, estuvo compuesto por un rey, un obispo, cuatro curas y dos soldados, la esposa preñada del rey y dos ayas, una puta, dos niños, uno de ellos enfermo, e Iseult.

Tres de los cuatro curas fueron los primeros en abandonar el pantano. Alfredo sufría, aquejado de la fiebre y los dolores de estómago que tan a menudo lo afligían, y parecía incapaz de tomar ninguna decisión, así que reuní a los tres curas más jóvenes, les dije que eran bocas inútiles que no nos podíamos permitir alimentar, y les ordené que abandonaran el pantano y descubrieran qué ocurría en tierra seca.

—Buscad soldados —les pedí—, y decidles que el rey quiere que vengan aquí. —Dos de los curas me rogaron que los librara de aquella misión, afirmando que eran estudiosos incapaces de sobrevivir al invierno, enfrentarse a los daneses, soportar cualquier incomodidad o hacer cualquier tipo de trabajo real, y Alewold, el obispo de Exanceaster, los apoyó, con la excusa de que el conjunto de sus oraciones eran necesarias para mantener al rey a salvo, así que le recordé al obispo que Eanflaed se encontraba presente.

—¿Eanflaed? —parpadeó como si jamás hubiese oído ese nombre.

—La puta de Cippanhamm —le dije, pero siguió haciéndose el tonto—. Cippanhamm —proseguí—, donde vos y ella os revolcabais en la taberna Rey de Codornices y ella dice que…

—Los sacerdotes harán el viaje —se apresuró a claudicar.

—Pues claro que harán el viaje —le dije—, pero van a dejar la plata aquí.

—¿La plata?

Los sacerdotes cargaban con el botín de Alewold, que incluía la gran custodia que le había entregado para saldar las deudas de Mildrith. Aquel botín era mi siguiente arma. Lo cogí todo y se lo mostré a los hombres de los pantanos. Habría plata, les dije, por la comida que nos daban, el carbón que nos traían, las barcazas que nos proporcionaban y las noticias que nos contaran, noticias de los daneses en el otro extremo del pantano. Quería a los hombres de los pantanos de nuestro lado, y la visión de la plata los animó, pero el obispo Alewold se fue con el cuento a Alfredo, asegurando que le había robado a la Iglesia. El rey se encontraba demasiado decaído para que le importara, así que Ælswith, su esposa, entró en la disputa. Era mercia, y Alfredo se había casado con ella para reforzar los lazos entre Wessex y Mercia, aunque de poco nos servía ahora porque los daneses gobernaban en Mercia. Había muchos mercios que lucharían por un rey de Wessex, pero ninguno arriesgaría su vida por un rey reducido a un reino enfangado en un pantano a merced de las mareas.

—¡Vas a devolver la custodia! —me ordenó Ælswith. Tenía un aspecto lastimoso, el pelo grasiento y enredado, la panza hinchada y sus ropas mugrientas—. Devuélvesela ahora. ¡En este mismo instante!

Yo miré a Iseult.

—¿Lo hago?

—No —respondió ella.

—¡Ella no tiene nada que decir aquí! —chilló Ælswith.

—Pero ella es una reina —le dije—, y vos no. —Ese era uno de los motivos de su amargura, que los sajones del oeste jamás se referían a la esposa del rey como reina. Quería ser la reina Ælswith, y debía contentarse con menos. Intentó recuperarla, pero yo la tiré al suelo, y cuando se lanzó a por ella, le asesté un hachazo con el arma de Leofric. La hoja se hincó en la bandeja, destrozando el crucifijo, y Ælswith chilló alarmada y se apartó al ver llegar el segundo golpe. Me costó unos cuantos hachazos, pero al final reduje la pesada pieza a pedazos irregulares y la lancé con las monedas que le había quitado a los curas—. ¡Plata por vuestra ayuda! —les dije a los hombres del pantano.

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