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Authors: Alphonse Daudet

Tartarín de Tarascón (3 page)

BOOK: Tartarín de Tarascón
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Tartarín, muy bien informado, daba cuantos pormenores le pedían; a la larga, el buen hombre no andaba ya muy seguro de no haber estado en Shangai, y al contar por centésima vez la visita de los tártaros, llegó a decir con la mayor naturalidad: «Entonces, armo a mis dependientes, izo la bandera consular, y ¡pim!, ¡pam!, por las ventanas, contra los tártaros».

Y, al decir esto, todo el casino se estremecía…

—¿De manera que su Tartarín no era más que un solemne embustero?

—¡No, y mil veces no! Tartarín no era embustero…

—Pues bien sabría que nunca estuvo en Shangai.

—Claro que lo sabía, pero…

Pero escuchen bien esto. Ya es hora de que nos entendamos de una vez para siempre con respecto a la reputación de embusteros que los del norte han dado a los meridionales. En el Mediodía de Francia no hay embusteros; no los hay en Marsella, ni en Nîmes, ni en Tolosa, ni en Tarascón. El hombre del Mediodía no miente, se engaña. No dice siempre la verdad; pero cree que la dice… Para él, su mentira no es mentira, es una especie de espejismo.

Sí, espejismo… Y para que me entiendan bien, vayan al Mediodía y lo verán. Verán aquel demonio del país en que el sol lo transfigura todo y lo hace todo mayor que lo natural. Verán aquellos cerrillos de Provenza, no más altos que la loma de Montmartre, y les parecerán gigantescos. Verán la casa cuadrada de Nîmes —una joyita de rinconera— que les parecerá tan grande como Nôtre-Dame. Verán… ¡ah!, que el único embustero del Mediodía, si es que hay alguno, es el sol… Todo lo que toca lo exagera… ¿Qué era Esparta en el tiempo de su esplendor? Un poblacho… ¿Y Atenas, qué fue? A lo sumo una subprefectura… y, no obstante, en la Historia nos aparecen como ciudades enormes. Tal es lo que de ellas ha hecho el sol…

Después de esto, ¿os asombraréis de que el mismo sol, cayendo sobre Tarascón, de un antiguo capitán de almacenes, como Bravidá, haya podido hacer el bravo comandante Bravidá; de un nabo, un baobab, y de un hombre que estuvo a punto de ir, un hombre que había estado en Shangai?

8. Las fieras de Mitaine. Un león del Atlas en Tarascón. Terrible y solemne entrevista

Ya que hemos presentado a Tartarín de Tarascón tal como era en su vida privada, antes de que la gloria bajara a su frente para coronarla de laurel secular; ya que hemos narrado aquella vida heroica de un ambiente modesto, sus alegrías, dolores, sueños y esperanzas, apresurémonos a llegar a las grandes páginas de su historia y al singular acontecimiento en virtud del cual había de remontarse a tan incomparable destino.

Fue de anochecida, en casa del armero Costecalde. Tartarín de Tarascón enseñaba a unos aficionados el manejo del fusil de aguja, entonces de flamante novedad. De pronto se abre la puerta, y un cazador de gorras se precipita despavorido en la tienda gritando: «¡Un león!… ¡Un león!…». Estupor general, espanto, tumulto, atropello. Cala Tartarín la bayoneta, corre Costecalde a cerrar la puerta. Rodean todos al cazador, le interrogan, le asedian, y he aquí lo que oyen: la colección de fieras de Mitaine, de regreso de la feria de Beaucaire, accediendo a parar unos días en Tarascón, acababa de instalarse en la Plaza del Castillo con multitud de boas, focas, cocodrilos y un magnífico león del Atlas.

¡Un león del Atlas en Tarascón! Nadie recordaba haber visto jamás cosa semejante. ¡Con qué arrogancia se miraban nuestros valientes cazadores de gorras! ¡Qué resplandores de júbilo en sus varoniles rostros y qué apretones de manos cambiaban silenciosamente en todos los rincones de la tienda de Costecalde! Tan grande e imprevista era la emoción, que ninguno sabía decir palabra…

Ni siquiera Tartarín. Pálido y tembloroso, sin soltar todavía el fusil de aguja, meditaba de pie delante del mostrador… ¡Un león del Atlas, allí, tan cerca, a dos pasos! ¡Un león! Es decir, el animal heroico y feroz por excelencia, el rey de las fieras, la caza de sus sueños, algo así como el primer galán de aquellos comediantes ideales, que tan bellos dramas le representaban en su imaginación…

¡Un león!… ¡Mil bombas!…

¡Y del Atlas! No era tanto lo que Tartarín podía soportar…

Un golpe de sangre se le subió de repente a la cara.

Llamearon sus ojos. Con gesto convulsivo se echó al hombro el fusil de aguja, y volviéndose hacia el bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes retirado, le dice con voz de trueno:

—Vamos a verlo, comandante.

—¡Eh! ¡Tartarín!… ¡Eh!… ¡Mi fusil!… ¡Que se lleva usted mi fusil! —aventuró con timidez el prudente Costecalde.

Pero ya Tartarín había doblado la esquina, y detrás todos los cazadores de gorras marcando valientemente el paso.

Cuando llegaron a la casa de fieras ya había allí mucha gente. Tarascón, raza heroica, pero harto tiempo privada de espectáculos sensacionales, se había precipitado sobre la barraca de Mitaine tomándola por asalto, razón por la cual la señora de Mitaine, mujer muy gorda, estaba contentísima… En traje cabileño, desnudos los brazos hasta el codo, con ajorcas de hierro en los tobillos, un látigo en una mano y un pollo vivo, aunque desplumado, en la otra, la ilustre dama hacía los honores de la barraca a los tarasconeses, y como también ella tenía «músculos dobles», su éxito fue casi tan grande como el de las fieras, sus pupilas.

La entrada de Tartarín con el fusil al hombro causó escalofrío.

Aquellos buenos tarasconeses, que se paseaban con toda tranquilidad frente a las jaulas, sin armas, sin desconfianza, y aun sin la menor idea del peligro, tuvieron un sobresalto de terror, muy natural, al ver entrar al gran Tartarín en la barraca con su formidable máquina de guerra. Luego había algo que temer, puesto que Tartarín, aquel héroe… Y en un santiamén todo el espacio delante de las jaulas quedó vacío. Los niños gritaban de miedo, las mujeres miraban a la puerta. El boticario Bezuquet hubo de escurrirse, diciendo que iba a buscar la escopeta…

Sin embargo, poco a poco, la actitud de Tartarín fue devolviendo tranquilidad a los ánimos. Sereno, alta la cabeza, el intrépido tarasconés dio vuelta lentamente a la barraca, pasó sin detenerse ante la tina de la foca, echó una desdeñosa ojeada al cajón largo, lleno de salvado, en que la boa digería el pollo crudo, y fue, por último, a plantarse ante la jaula del león…

¡Terrible y solemne entrevista! El león de Tarascón y el león del Atlas frente a frente… De un lado, Tartarín, en pie, con la corva tirante y apoyados los brazos en el rifle; del otro, el león, un león gigantesco, de barriga en la paja, parpadeante, como embrutecido, con su enorme jeta de peluca amarilla, descansando sobre las patas delanteras… Los dos, impasibles, mirándose.

¡Cosa singular! Sea que el fusil de aguja le chocara, sea que oliese a un enemigo de su raza, el león, que hasta entonces había mirado a los tarasconeses con soberano desprecio, bostezándoles en las barbas, tuvo de pronto un movimiento de cólera. Primero husmeó, rugió sordamente, separó las garras y estiró las patas; después se levantó, irguió la cabeza, sacudió la melena, abrió una bocaza inmensa y lanzó hacia Tartarín un rugido formidable.

Un grito de espanto le respondió. Tarascón, despavorido, se precipitó hacia las puertas. Todos, mujeres, niños, mozos de cordel, cazadores de gorras, y aun el bizarro comandante Bravidá… Sólo Tartarín de Tarascón se estuvo quieto… Allí estaba, firme y decidido, ante la jaula, relampagueantes los ojos y con aquel terrorífico gesto que toda la ciudad conocía… Al cabo de un rato, cuando los cazadores de gorras, un poco tranquilizados por la actitud de Tartarín y por la solidez de los barrotes, se acercaron a su jefe, le oyeron que murmuraba, mirando al león:

—¡Esto sí que es una caza!

Aquel día, Tartarín de Tarascón no dijo más…

9. Singulares efectos del espejismo

Aquel día, Tartarín de Tarascón no dijo más; pero demasiado el infeliz había dicho…

Al día siguiente no se hablaba en la ciudad más que de la marcha próxima de Tartarín a Argelia, a la caza de leones. Testigos sois, queridos lectores, de que el pobre no había dicho tal cosa; pero ya sabéis que el espejismo…

En suma: que sólo se hablaba en Tarascón de aquel viaje.

En el paseo, en el casino, en casa de Costecalde, los amigos se acercaban unos a otros como asustados:

—¿Ya sabéis la noticia?

—Por supuesto… La marcha de Tartarín, ¿verdad?

El hombre más sorprendido de la ciudad, al saber que se iba a África, fue Tartarín. Pero ¡lo que es la vanidad! En lugar de responder sencillamente que no se iba, que nunca se le pasó tal pensamiento por la cabeza, el pobre Tartarín —la primera vez que le hablaron de aquel viaje— contestó con cierto aire evasivo: «¡Pse!… Es posible… No diré que no». La segunda vez, un poco más familiarizado con la idea, respondió: «Es probable». La tercera vez: «De seguro».

En fin, por la noche, en el casino y en casa de los Costecalde, arrebatado por el ponche con huevo, las aclamaciones y las luces, embriagado por el éxito que el anuncio de su marcha tuvo en la ciudad, el desdichado declaró formalmente que estaba cansado de cazar gorras y que, sin tardar, iba a ponerse en persecución de los grandes leones del Atlas…

Un ¡hurra! formidable acogió tal declaración. Y acto seguido otro ponche con huevos, apretones de manos, abrazos y serenatas con antorchas hasta medianoche ante la casita del baobab.

Pero Tartarín Sancho no estaba contento. Aquella idea del viaje a África y de la caza del león le daba escalofríos por adelantado, y al volver a casa, mientras al pie de las ventanas se oía la serenata de honor, tuvo un altercado terrible con Tartarín Quijote, llamándole chiflado, visionario, imprudente, loco de atar; exponiéndole, con todos los pormenores, las catástrofes que le esperaban en aquella expedición, naufragios, reumas, fiebres, disenterías, peste, elefantiasis, etcétera.

En vano juraba Tartarín Quijote que no haría imprudencias, que se abrigaría bien, que llevaría todo lo necesario. Tartarín Sancho se negaba a escucharle. El pobre hombre ya se veía hecho trizas por los leones y enterrado en las arenas del desierto como el difunto Cambises; el otro Tartarín ni siquiera pudo apaciguarlo un poco diciéndole que no era cosa del momento, que nadie les metía prisa y que, en resumidas cuentas, aún no se habían marchado.

Claro es, en efecto, que para una expedición como aquélla nadie se embarca sin tomar algunas precauciones. ¡Qué diablo! Hay que saber adónde va uno y no echar a volar como un pájaro…

El tarasconés quiso leer, ante todo, los relatos de los grandes viajeros africanos, las narraciones de Mungo-Park, de Caillé, del doctor Livingstone, de Enrique Duveyrier.

Leyéndolas, supo que aquellos intrépidos viajeros, antes de calzarse las sandalias para las lejanas excursiones, se habían preparado con mucha anticipación para poder soportar hambre, sed, marchas forzadas y privaciones de todo género. Tartarín quiso hacer lo mismo, y desde aquel día empezó a tomar «agua hervida». En Tarascón llaman «agua hervida» a unas rebanadas de pan mojadas en agua caliente, con un diente de ajo, una pizca de tomillo y un poco de laurel. El régimen era severo. ¡Figuraos la cara que pondría el pobre Sancho!…

A este ejercicio del agua hervida añadió Tartarín de Tarascón otras sabias prácticas. Por ejemplo, para acostumbrarse a largas caminatas se obligó a dar todas las mañanas siete y ocho vueltas seguidas alrededor de la ciudad, unas veces a paso acelerado, otras a paso gimnástico, pegados los codos al cuerpo y con un par de chinitas blancas en la boca, como se hacía antiguamente.

Luego, para hacerse al fresco de la noche, a las nieblas, al relente, bajaba todas las noches al jardín, y allí se estaba hasta las diez o las once, solo, con el fusil, en acecho detrás del baobab…

En fin, mientras la casa de fieras de Mitaine permaneció en Tarascón, los cazadores de gorras que trasnochaban en casa de Costecalde, cuando pasaban por la Plaza del Castillo, pudieron ver en la oscuridad a un hombre misterioso, paseo arriba y paseo abajo, detrás de la barraca.

Era Tartarín de Tarascón, que estaba acostumbrándose a oír sin temblar los rugidos del león en las tinieblas de la noche.

10. Antes de la marcha

Mientras Tartarín se ejercitaba con toda clase de medios heroicos, todo Tarascón tenía puestos los ojos en él; nadie se ocupaba en otra cosa. Apenas aleteaba ya la caza de gorras, y las romanzas descansaban. En la botica de Bezuquet, el piano languidecía bajo una funda verde, y las cantáridas estaban puestas a secar encima, patas al aire… La expedición de Tartarín lo había paralizado todo…

Había que ver el éxito del tarasconés en los salones. Se lo arrancaban unos a otros, se lo disputaban, se lo pedían prestado, se lo robaban. No había honor más alto para una señora que el de ir a la casa de fieras de Mitaine del brazo de Tartarín y hacerse explicar delante de la jaula del león cómo hay que arreglárselas para cazar aquellas fieras tan grandes, adónde se ha de apuntar, a cuántos pasos, si suelen ocurrir accidentes, etcétera.

Tartarín daba cuantas explicaciones le pedían. Había leído a Julio Gerard y conocía al dedillo la caza del león, como si la hubiese practicado. Por eso hablaba de ella con tanta elocuencia.

Pero lo mejor era por las noches, después de la cena, en casa del presidente Ladeveze, o del bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes retirado, cuando servían el café y se acercaban todas las sillas y le hacían hablar de sus cazas futuras…

Entonces, de codos en el mantel, metiendo la nariz en la taza de moka, el héroe, con voz conmovida, iba refiriendo todos los peligros que en aquel país le esperaban: largos acechos sin luna, charcas pestilentes, ríos envenenados por la hoja de la adelfa, nieves, soles ardientes, escorpiones, plagas de langosta… Contaba también las costumbres de los grandes leones del Atlas, su manera de luchar, su vigor fenomenal y su ferocidad en la época del celo.

Después, exaltándose con su propio relato, se levantaba de la mesa, saltaba al centro del comedor, e imitando el rugido del león, un disparo de carabina, ¡pim!, ¡pam!; un silbido de bala explosiva, ¡pffit!, ¡pffit!, gesticulaba, rugía, tiraba las sillas…

Alrededor de la mesa, todos estaban pálidos. Mirábanse los hombres, meneando la cabeza; cerraban los ojos las señoras, dando gritos de espanto; los viejos blandían belicosamente sus largos bastones, y en el cuarto contiguo los chiquillos, que se acostaban temprano, despertándose sobresaltados por los rugidos y los tiros, tenían mucho miedo y pedían luz.

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