Tatuaje II. Profecía (36 page)

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Tatuaje II. Profecía
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—¿Quién eres? —preguntó Jana.

Su pronunciación era torpe, como si estuviese hablando en un idioma extranjero para ella. Y en cierto modo, lo era… Porque cada palabra la sorprendía como si fuera la primera vez que la oía; o, más bien, como si fuese un recuerdo de una palabra lejana, perdida en los pliegues más antiguos de su memoria.

—No importa quién soy yo, lo importante es quién eres tú —dijo el hombre, mirándola a los ojos—. ¿Lo recuerdas?

Jana hizo un esfuerzo por recordar. La luz era cálida y rosácea al principio, luego todo se había vuelto de color ceniza. Y eso la había asustado.

Miró a su alrededor. Los objetos parecían envueltos en sombras más densas aún que antes. La penumbra ya no era gris, sino espesa y turbia. Parda quizá… de un tono pardo que, en las esquinas, se espesaba hasta volverse completamente negro.

Volvió a sentir el mismo escalofrío de miedo que, poco antes le había arrancado un chillido animal. Sus ojos buscaron, aterrorizados, la mirada del hombre que acababa de formularle una pregunta.

—Lo siento, no recuerdo lo que me has preguntado —se disculpó—. ¿Podrías repetírmelo?

—Te he preguntado quién eres —repuso el hombre. Las arrugas de su frente se habían vuelto más profundas—. Vamos; tienes que decírmelo.

Jana volvió a mirar en torno suyo, buscando una respuesta. Había muchos objetos en aquella habitación. Algunos los reconocía, incluso sabía para qué se utilizaban. Otros, en cambio, no.

Distinguió con claridad un rectángulo opaco recortado en la pared que tenía frente a ella. Una ventana. Y, debajo, una cama en la que dormía un muchacho. O quizá no dormía… Temblaba mucho, y parecía enfermo.

—Te estás distrayendo —la regañó el hombre en tono impaciente—. No tenemos tiempo para esto. Tienes que recordar. Tienes que decirme quién eres.

Jana se encogió de hombres y esbozó una sonrisa infantil…

—No se sí —dijo—. Dímelo tú, pareces saberlo todo…

—Eso no servirá de nada. Tienes que ser tú la que recuerdes. Si no lo haces por ti misma, tendré que obligarte. Y no será nada agradable, te lo puedo asegurar.

Jana lo miró con indiferencia. Sus ojos regresaron al muchacho dormido. Una forma oscura descansaba sobre su pecho, subiendo y bajando al compás de su respiración.

Sus ojos se agrandaron, fascinados. Allí estaba la respuesta que el hombre pedía. No; era otra cosa… Algo que haría que el hombre dejase de molestarla. Algo que volvería inútiles todas las preguntas.

Se levantó y al hacerlo la vista se le nubló y sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que volver a sentarse. Eso le hizo sentirse mal. Quería tocar aquella forma negra. Necesitaba sentirla cuanto antes. Era la única manera de que el hombre la dejase tranquila.

Alargó la mano en dirección al muchacho dormido.

—No —dijo el hombre que tenía enfrente sin alzar la voz.

Su tono era suave, seguro, empapado de una extraña autoridad. Jana retiró la mano y volvió a posarla en su regazo.

Sus ojos se clavaron el rostro del desconocido, interrogándolo en silencio.

—Eso es bueno —dijo el hombre—. Empiezas a sentir curiosidad. Quieres saber quién soy… Eso es bueno —repitió.

Jana asintió sin demasiada convicción. Todavía no se había recuperado del todo del vértigo que había experimentado al levantarse. Las sombras que avanzaban sobre los muebles le producían un malestar físico, un vacío en el estómago que le hacía sentir gana de vomitar.

—No puede hacerlo —murmuró, luchando contra el peso de sus párpados—. Lo siento, no puedo… No puedo recordar.

El desconocido asintió. Su rostro reflejaba una profunda compasión, y también algo parecido al miedo.

—Entonces, tendré que ayudarte —dijo—. Habría preferido que fuese de otra manera, porque esto te va a causar un gran dolor. Pero no podemos seguir esperando. Mírame bien, Jana. Mira mi mano…

Jana obedeció, insensible al sonido de su propio nombre. La mano del desconocido estaba enfundada en un guante de raso de color marfil.

—Lo siento, Jana. Pase lo que pase, no dejes de mirar.

El hombre comenzó a sacarse el guante tirando de él con la otra mano. Cada unos de los tirones iba acompañado de un breve gemido de dolor. El hombre parecía estar sufriendo intensamente, y su dolor se acentuaba a medida que su mano iba quedando al descubierto.

Si es que aquello era una mano…

Jana contemplo fascinada la bellísima estructura que hasta entonces había permanecido oculta bajo el guante. Era un maravilloso entramado de huesos, músculos y vasos sanguíneos dibujados en tres dimensiones con una tinta negra de cualidades evidentemente mágicas. Dependiendo del reflejo de la luz sobre ella, la tinta se volvía plateada en algunos trazos, de un rojo o azul transparente en otros. Los juegos de luces y reflejos revelaban una infinidad de signos ocultos en aquella delicada arquitectura de elementos corporales.

Jana alargó la mano, incapaz de resistirse a tanta belleza.

Al tocar el dibujo esculpido en tres dimensiones, sintió un dolor insoportable. Un dolor tejido de recuerdos, algunos angustiosos que habría hecho cualquier cosa por escapar de ellos, refugiándose de nuevo en el olvido.

Sin embargo, eso ya no era posible. Había tocado la herida mágica, la herida que contenía todo el poder de los antiguos símbolos.

Había tocado la herida de Heru.

Sus ojos se encontraron con los del guardián. Nunca hasta entonces se había preguntado qué secuelas le habría dejado su combate con David, cuando ambos se enfrentaron en la Caverna. Ahora ya lo sabía: la herida de Heru era el reverso de la herida de su hermano. Era como si, allí donde sus cuerpos habían entrado en contacto, ambos hubiesen intercambiado una parte de su espíritu. En el brazo de David había quedado impreso el vacío de símbolos en el que, durante siglos, había vivido inmerso su enemigo. Y en brazo de Heru se había grabado la riqueza del mundo artístico e imaginativo de David.

Jana se estremeció. No le extrañaba en absoluto que ambas heridas resultasen tan dolorosas para sus respectivas víctimas.

—Veo que has recordado quién eres —murmuró Heru, retirando suavemente la delicada prótesis de tinta y cristal que sustituía su antigua mano—. Lo siento, Jana. Sé que habrías preferido no recordar.

Jana desvió la mirada hacia la cama en la que yacía David, tiritando de fiebre.

—No —murmuró—. Al contrario, debo darte las gracias.

Observó la densidad de las sombras que se alargaban sobre la alfombra y los muebles venecianos, y luego alzó los ojos hacia el rectángulo negro de la ventana.

—¿Qué hora es? —preguntó, desconcertada—. Cuando vine a ver a mi hermano, debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Creo que vi amanecer… ¿Por qué vuelve a ser de noche? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—No es de noche, Jana. Sigue siendo de día. Esta oscuridad es artificial. La ha provocado él. Es más poderoso de lo que todos nosotros imaginábamos.

Jana asintió. No necesitaba preguntar a quién se refería Heru. Sabía que hablaba de Nosfetaru.

Por última vez, sus ojos se dejaron atrapar por el vació negro que descasaba sobre el pecho de su hermano David. Podía sentir su inmensa atracción. Sin embargo, esta vez no se dejaría llevar por ella.

Huir no le serviría de nada. Eso no detendría al Nosferatu. Solo le haría olvidar que él seguía allí, acechando, intentando extender por todas partes su sed de destrucción.

—Si quieres, puedes descansar un poco —dijo Heru, tratando de sonreír—. Al fin y al cabo, da lo mismo lo que hagas, lo que hagamos todos nosotros. Nada lo detendrá.

—Yo lo detendré. Al menos, lo intentaré. Ahora me siento capaz de hacerlo. Tu herida me ha dado fuerzas, Heru. Gracias por mostrármela.

Heru asintió.

—Sabía que te haría reaccionar. Es monstruosa, en eso reside su fuerza.

—¿Monstruosa? —Ahora, era el rostro de Jana el que reflejaba una inmensa piedad—. Es hermosa, Heru. Es increíblemente hermosa… Algún día te darás cuenta.

Heru la miró con expresión sombría.

—Ya me doy cuenta ahora, Jana —murmuró—. Lástima que sea demasiado tarde…

—¿Por qué dices eso?

Los ojos verdes de Heru se clavaron en el hueco negro que descansaba sobre el pecho de David.

—Porque yo podría haber evitado todo esto —murmuró—. Pude hacerlo, pero no quise. Estaba demasiado ocupado luchando conmigo mismo. Con la belleza de este muñón extraño que llevo unido para siempre a mí.

Jana se estremeció, como si una serpiente de hielo se hubiese enroscado en su espina dorsal.

—No te entiendo, Heru…

—Ven conmigo y lo entenderás. Entenderás lo que está pasando… Y me reprocharás que te haya arrancado del olvido para obligarte de nuevo a sufrir.

LIBRO CUARTO
El Libro de La Vida
Capítulo 7

En el pasillo, las lámparas estaban encendidas. Jana miró hacia el rellano que había al fondo, donde se encontraban las escaleras. Notaba que algo había cambiado, pero no sabía exactamente qué.

Antes de cerrar la puerta del cuarto de David, se detuvo y miró una vez más hacia la cama, indecisa.

—No deberíamos dejarlo solo —murmuró—. Está muy mal…

—Lo que le ocurre a David es lo mismo que le ocurre a la ciudad entera. Se trata de una peste, Jana. Una peste que afecta hasta el último rincón de Venecia. La ha provocado él, el monstruo. El Nosferatu.

—Pero tú estás sano, y yo también…

—No es una peste que afecte a las personas. Afecta a la belleza de la ciudad, a los edificios, a los cuadros… A todos los objetos artísticos que se albergan en ella.

—¿No afecta a las personas? —Jana cerró la puerta y miró a Heru, perpleja—. Entonces, ¿por qué a David sí?

—Tú conoces a tu hermano mejor que yo. Aunque yo también lo conozco bastante bien, después de… después de esto —dijo, acariciándose el guante marfileño con el ceño fruncido—. David es un artista. Vive para crear, para expresarse a través de su arte. Quizá por eso la plaga le ha afectado también a él…

—Pero ¿por qué? —La pregunta de Jana resonó en las bóvedas del corredor como un grito desesperado—. ¿Por qué hace todo esto? Es Álex, por el amor de Dios. Es Álex… O, al menos, una parte de él.

—No es Álex, Jana; es el Nosferatu. Álex solo es el instrumento que el monstruo utiliza para conseguir sus objetivos. Creo que está haciendo todo esto para obligarte a salir del palacio y enfrentarte con él. Aquí dentro estás protegida, no puede hacerte daño. Pero él sabe que antes o después saldrás, que intentarás detener toda esta destrucción.

—Lo sabe porque me conoce —murmuró Jana—. Me conoce a través de Álex. Es… es horrible…

Heru le cogió una mano y la arrastró suavemente hacia delante, en dirección a la escalinata.

—Ven —dijo—. Quiero enseñarte algo. Así podrás hacerte una idea más exacta de lo que está ocurriendo.

El guardián abrió la puerta del salón principal del segundo piso, encendió las luces y se apartó para dejar paso a la muchacha.

Al entrar, Jana ahogó una exclamación de horror. Las diez bombillas repartidas entre las dos lámparas de cristal del techo apenas conseguían perforar el espesor de las sombras que se habían apoderado de la estancia. Pero, aun así, su luz debilitada y turbia bastaba para comprobar la inquietante transformación que habían sufrido los numerosos objetos de valor repartidos sobre los muebles y las paredes…

Para empezar, el lienzo de la escuela de Tintoretto que representaba a un famoso cardenal veneciano se había oscurecido hasta engullir prácticamente la totalidad del retrato. Lo mismo ocurría con un paisaje de Canaletto colgado en la pared opuesta, y con un fragmento de un fresco de Tiépolo rescatado de una iglesia en ruinas y restaurado sobre el techo de la habitación. El busto de mármol del emperador Marco Aurelio, situado sobre una pequeña columna, entre dos grandes ventanales que daban al Gran Canal, se hallaba tan desgastado como si hubiese permanecido siglos bajo el agua.

Y lo mismo sucedía con el resto de los objetos: los dibujos geométricos de la alfombra persa eran poco más que una mancha de color café con leche sobre un fondo cremoso; el reloj de bronce que descansaba sobre la chimenea había perdido sus delicados relieves bajo una espesa costra de óxido verdeazulado; incluso la tapicería de las sillas doradas se veía sucia y raída.

—Asómate al canal —indicó Heru, abriendo una de las ventanas—. Es como una pesadilla…

Jana miró hacia la hilera de palacios situados al otro lado de la corriente, cuyas aguas, más turbulentas que de costumbre, eran ahora de un desagradable color chocolate.

Todo había cambiado. Los armónicos frontones sobre las ventanas habían desaparecido, las logias adornadas de esbeltas columnas se habían derrumbado. Las puertas de madera labrada colgaban de sus goznes, medio podridas. Había trozos de cornisa atravesados en el muelle, y el fragmento de un ángel de mármol con las alas rotas se sostenía en precario equilibrio sobre el toldo de rayas de un restaurante. Las góndolas parecían vainas viejas de alguna legumbre gigante amontonadas en los embarcaderos. Parduscas, hinchadas…

—Tenemos que detenerle —dijo Jana, luchando contra el nudo que se le había formado en la garganta—. ¿Dónde están Nieve y Corvino?

—Regresaron hace un par de horas de Vicenza. La plaga ya había empezado… Volvieron a salir para intentar encontrar al Nosferatu. Si alguien puede detenerle, son ellos dos, Jana.

—Está claro que su visita a la villa de Dayedi no ha servido de nada. Si hubiesen encontrado el cuerpo de Álex…

—Aunque lo hubiesen encontrado, ninguno de nosotros sabe cómo devolverle su parte espiritual. Esa criatura que lo ha secuestrado es más antigua que nuestras tradiciones, más antigua que el hombre mismo.

—El Libro de la Muerte —murmuró Jana—. David me contó, que, según una tradición medu, existen dos libros mágicos complementarios: el Libro de la Muerte y el de la Vida. Él cree que la suma de los dos libros formaría el Libro de la Creación.

Heru la miró con atención.

—Es una teoría interesante —dijo—. No conocía esa leyenda…

—La leyenda dice también que el Libro de la Muerte solo puede leerlo un hombre, mientras que el Libro de la Vida solo puede leerlo una mujer. Y David cree que yo… que yo podría ser…

—¿Que tú podrías ser esa mujer? Jana…, ¿qué estás pensando?

—Si David tiene razón, quizá yo podría detener a ese monstruo. Podría unirlo a su otra mitad, al Libro de la Vida. Eso lo destruiría.

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