Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Jana le ofreció la suya creyendo que se la iba a estrechársela, pero, en lugar de eso, Yadia se la llevó a los labios y la besó. Fue un beso protocolario, breve y respetuoso. Jana no intentó disimular su asombro. Los varulf no se caracterizaban precisamente por su cortesía, y Yadia pertenecía. Según había oído, al rango más humilde dentro de la jerarquía del clan, el de un mestizo medio humano… ¿Dónde le habían enseñado buenos modales?
Antes de que sus manos se separaran, Jana echó un vistazo a los anchos tatuajes geométricos en forma de brazalete que decoraban las muñecas del joven. No eran de muy buena calidad, y estaban muy descoloridos, pero, aun así, se notaba enseguida que no eran tatuajes varulf. Se decía que Yadia se había criado con su madre humana… en ese caso, ¿por qué llevaba tatuajes como los medu? Tatuajes de exiliado, sin marcas de clan… ¿Le habrían obligado a hacérselos?
—Argo no esperaba tu visita hasta mañana —dijo el muchacho, interrumpiendo las reflexiones de Jana—. Quizá no quiera recibirte… Aunque yo diría que está ansioso de entrevistarse contigo —añadió, desenganchando un pesado manojo de llaves de su cinturón—. Y, teniendo en cuenta cómo está empeorando su salud… tal vez se alegre de que te hayas adelantado.
—Pareces saber mucho acerca de tu prisionero —dijo Jana, observándolo con atención—. ¿Habla contigo?
—A veces. Pero también he aprendido a interpretar sus silencios. Ten en cuenta que tuve que espiarle durante semanas para conseguir atraparlo.
Yadia introdujo una llave en el cerrojo de arriba y la giró, emitiendo un breve chasquido. Luego repitió la operación con el resto de los cerrojos. Había siete en total. Una precaución que no parecía excesiva, teniendo en cuenta la identidad del prisionero.
—¿Lo hiciste por encargo? —preguntó Jana en voz baja. Yadia, que estaba a punto de levantar la barra de hierro atravesada sobre la puerta, se detuvo un instante para mirarla.
—¿Capturar a Argo? No, lo hice por iniciativa propia —contestó, sonriendo con malicia—. Sabía que un golpe así me haría popular… Y fíjate, no me he equivocado. Ahora, hasta una princesa agmar recuerda mi nombre.
Jana le dedicó una fría sonrisa, y no dejó de observarle mientras él apartaba la barra de seguridad y abría la puerta.
Dentro de la celda reinaba un calor húmedo, provocado quizá por el fuego de las numerosas velas que ardían en las cuatro esquinas de la estancia, repartidas en cuatro candelabros. Olía a humo, a sudor y a cera derretida. Pese a la fresca brisa que penetraba a la mazmorra a través de un alto ventanuco enrejado, Jana tuvo la sensación de que le faltaba el aire, o de que este se encontraba tan viciado que le costaba trabajo respirar.
Argo yacía acostado en un camastro gris, arrebujado bajo una raída manta de cuadros escoceses. Ni siquiera se incorporó al oír abrirse la puerta.
—Argo ha venido a verte Jana, la jefa del clan agmar —anunció Yadia.
El guardián caído apartó la manta y muy despacio, como si cada gesto le costase un gran esfuerzo, deslizó las piernas hacia el suelo y se sentó en la cama. Sus alas negras eran dos muñones carbonizados que entorpecían todos sus movimientos. Jana sintió una oleada de repugnancia al enfrentarse con su rostro. Más que envejecer, era como si se hubiese corrompido, como si una blandura putrefacta hubiese invadido sus aristocráticos rasgos. El pelo le caía en grises mechones sin vida sobre las hundidas mejillas, y los ojos eran dos alfileres de oscuridad sobre una máscara cenicienta, infinitamente antiguos y malvados.
Al ver a Jana, su expresión se recompuso en una siniestra sonrisa.
—La joven que sacrificó a su pueblo a cambio de un abrazo —dijo. Su voz sonaba a papel crujiente y amarillo, a punto de deshacerse entre las manos—. Al menos, estabas dispuesta a hacerlo… ¿Por qué has venido?
Jana se obligo a sostenerle la mirada.
—Dijiste que querías verme, ¿no lo recuerdas?
Argo se sacudió la ceniza de una de las alas. Un intenso olor a quemado invadió la celda.
—¿Crees que he perdido la memoria? —replicó, chasqueando los dedos—. No te esperaba hasta mañana… ¿pensabas que podrías confundirme?
Jana seguía mirándolo sin pestañear. Sus aterciopelados ojos castaños permanecían atentos a cada cambio de expresión del guardián, por mínimo e insignificante que fuera.
—Me dijeron que estabas muy mal. Pensé que no valía la pena arriesgarse a esperar.
Argo lanzó una crepitante carcajada.
—Siempre sincera. Y, de paso, pensaste que podrías cogerme desprevenido si venías antes de la cita acordada… Retorcida y, a la vez, ridículamente ingenua. Soy demasiado viejo para dejarme engañar por una adolescente con aires de grandeza.
Jana ladeó la cabeza y desplegó una seductora sonrisa. Quería demostrarle al viejo guardián que no se dejaba intimidar con facilidad.
—En cualquier caso, los que me hablaron de tu enfermedad no mentían —dijo—. La verdad es que tienes muy mal aspecto… ¿Te han maltratado los varulf?
—¿Los varulf? —Argo emitió una risotada que se prolongó en un largo acceso de tos—. No seas ridícula. Su poder no es tan grande como para provocar… esto.
—Entonces no lo entiendo —confesó Jana, avanzando dos pasos en dirección a la cama para ver más de cerca al prisionero—. Tus compañeros se encuentran perfectamente. Nieve parece incluso más joven que antes de la muerte de Erik, allá en la Caverna. Tiene que haber alguna razón para que a ti te haya ocurrido esto…
—La hay. Hice algo que ellos nunca se atreverían a hacer. Desafié a la naturaleza. Intenté conquistar la inmortalidad… Y este ha sido el resultado.
Jana se estremeció.
—Quizá haya sido lo mejor —dijo con franqueza.
—¿Para ti y para los tuyos? Puedes apostar a que sí. —La voz de Argo se había vuelto agresiva y cortante como una hoja de cuchillo—. Me da igual lo que ocurriese en esa caverna, yo siempre os consideraré mis enemigos. Solo que ahora tengo a otros enemigos a los que odio más que a los medu.
—Te refieres a…
—Me refiero a ellos, sí; a mis antiguos compañeros. Me han abandonado, y ahora yo voy a pagarles con la misma moneda.
Jana frunció el ceño, intentando encajar las piezas del puzle.
—¿Por eso querías verme? ¿Quieres vengarte de los guardianes?
En el centro de las pupilas de Argo apareció una luz anaranjada, como el reflejo de un cigarrillo encendido.
—Por desgracia, no tengo tiempo para una venganza. Me estoy muriendo, Jana… Además, sigo siendo un guardián. Los guardianes no disfrutamos haciendo daño.
—Entonces, si no es venganza, ¿qué quieres de mí?
—Pronto moriré, y he estado pensando muy seriamente qué hacer con mi legado. No deseo compartirlo con mis antiguos compañeros, pero tampoco me gustaría que se perdiese en el olvido cuando yo desaparezca. Por eso pensé en ti: te he elegido para transmitirte esa pequeña información, que es toda mi herencia. Lo que hagas con ella es cosa tuya… Yo, al menos, moriré tranquilo.
Jana sonrió, incrédula. Quería que Argo notase lo poco que le impresionaban las palabras. Yadia, que había permanecido todo el tiempo junto a la puerta, se dirigió en ese instante hacia uno de los candelabros que iluminaban la mazmorra y prendió con su mechero de bolsillo las dos velas que una corriente de aire acababa de apagar.
Jana siguió sus movimientos con expresión de desagrado.
—Creí que esta entrevista era entre tú y yo —dijo, volviéndose hacia el guardián—. ¿No puedes ordenarle que se vaya?
Una chisa de ironía bailó en los ojos de Argo.
—¿Que se lo «ordene»? —dijo, recalcando burlonamente la última palabra—. Querida, pareces haber olvidado que soy un prisionero…
—Pero dijiste que querías una entrevista a solas conmigo —insistió la joven agmar—. Él puede vigilar la puerta desde fuera, no hay necesidad de que escuche nuestra conversación. Hablaré con Harold y con Eilat, si es necesario. No quiero testigos.
—Pierdes el tiempo —dijo Yadia. Seguía de espaldas a Jana y a Argo, ocupado en limpiar la cera caliente que una de las velas había derramado en el suelo—. Ni Harold ni Eilat te harán el menor caso. Tengo que asistir a la entrevista, son órdenes expresas de Glauco. Pregúntaselo a él, si quieres…
—Fue la condición que pusieron los varulf para permitirme hablar contigo —confirmó Argo en tono cansado—. No me fío de ti ni de los varulf. Y tengo muchas cosas que hacer como para seguir perdiendo el tiempo con esta pantomima.
Mientras hablaba, Jana se dio la vuelta y caminó decidida hacia la puerta, como para irse. Sus manos forcejearon con el pestillo. Estaba cerrado con llave.
—No puedo creerlo —protestó, girándose instantáneamente hacia Yadia, que ahora la observaba con aire de aburrimiento—. ¿Te has atrevido a encerrarme? ¿A mí, una jefa agmar? Estás loco…
—Solo estoy protegiendo la intimidad de la entrevista —se justificó Yadia arrugando levemente el entrecejo—. Fueron las órdenes que recibí.
—Ya está bien. Abre esa puerta y déjame salir. De lo contrario… Es cierto que nuestro poder ha decaído mucho, pero aún me queda el suficiente como para hacer volar esta sucia cárcel y el resto del edificio en pedazos.
Yadia se echó a reír, lo que no hizo sino aumentar la irritación de Jana. Pero entonces intervino Argo en un tono sorprendentemente conciliador.
—Vamos muchacha no te enfades. Te estás dejando dominar por tus prejuicios y tu rencor. Espera a oír lo que tengo que revelarte, en cuestión de un par de minutos… Después, Yadia te abrirá la puerta y todo habrá terminado.
Con una mueca de dolor, el anciano se puso de pie y se ajustó los pliegues de su harapienta túnica, que parecía tan vieja como él. Jana observó su rostro con atención. Ahora no parecía estar divirtiéndose. Al contrario, era evidente que sufría… Argo estaba muriéndose, y eso hacía que, fuese cual fuese el secreto que quería comunicarle, adquiriese una especial importancia.
—Está bien —suspiró Jana—; he venido a escucharte y te escucharé. Dime lo que tengas que decirme…
—Antes, tienes que jurar por el linaje agmar al que perteneces que no compartirás esta información con nadie.
Jana lo miró con fijeza.
—No puedes pedirme eso —murmuró—. Es un juramento peligroso…
—No mientras no intentes romperlo. Jura —le exigió Argo en tono apremiante.
Jana vaciló un momento, pero finalmente alzó la mano derecha, cerró los ojos y pronunció con voz firme la fórmula ritual del juramento agmar.
—Por la sombra oscura de la luna, por la negra profundidad del corazón. Por el vuelo secreto de los pájaros nocturnos, por la palabra y sus abismos, por el misterio eterno de los símbolos, juro no repetir a nadie lo que estás a punto de revelarme.
—Que el silencio de la eternidad nuble para siempre tu mente si no cumples tu juramento —contestó Argo con solemnidad—. Y que mi maldición caiga sobre ti y los de tu tribu hasta el fin de los días.
La última frase, ajena al ritual agmar, consiguió provocarle a Jana un intenso escalofrío. En ese instante se alegró de que la iluminación de la celda fuese tan escasa. Confiaba en que, al amparo de la penumbra, su inquietud pasase desapercibida.
—Bueno ya he jurado —dijo, mirando a Argo con ojos desafiantes—. Ahora, suelta lo que tengas que soltar. Ya me has hecho esperar demasiado…
Una sonrisa exaltada, de loco, Transformó por un instante el rostro agotado del guardián.
—Es solo esto: Calee dei Morti 2251 Santa Croce 30135.
Instintivamente, Jana puso en práctica las técnicas memorísticas que su madre le había enseñado en la infancia para grabar en su mente la secuencia de palabras y números que el guardián acababa de pronunciar.
Parecía tratarse de una dirección, una de esas crípticas direcciones que utiliza el servicio de correos para identificar un determinado edificio en el laberíntico plano de Venecia.
Cuando Argo se calló, lo miró inquisitivamente, esperando a que añadiese algo más. Pero el guardián, sonriendo de medio lado, se dio la vuelta y regresó despacio a su camastro. Una vez allí, se tendió trabajosamente de cara a la pared, tapándose con su sucia manta. Lo único que Jana podía ver de él eran los retorcidos muñones de sus alas, negros como los despojos carbonizados de un pájaro atrapado en un incendio.
Al salir de la celda de Argo, Jana aspiró con fruición el aire mohoso del corredor, algo más fresco que la opresiva atmósfera que envolvía al viejo guardián. Apoyada en la pared opuesta a la puerta, observó en silencio cómo Yadia corría los cerrojos de hierro siguiendo el meticuloso ritual.
—Necesito hablar contigo —le dijo sin rodeos cuando observó que había terminado.
Yadia la miró sonriendo mientras se sujetaba al cinturón el oxidado manojo de llaves que acababa de utilizar.
—Mi habitación está justo encima de este pasillo —contestó—. Puedes acompañarme, si quiere.
El muchacho se echó a andar por el oscuro corredor en dirección a la salida, sin esperar a que Jana le contestara. Ella, finalmente, se decidió a seguirlo, prometiéndose a sí misma que antes o después le haría pagar cara su descortesía.
Subieron un tramo de peldaños desgastados por el tiempo y llegaron a un pasillo aún más angosto que el del piso inferior, con puertas de madera a ambos lados.
Yadia se detuvo frente a la tercera puerta de la izquierda y giró el picaporte. Un rectángulo de claridad se proyectó sobre el suelo del corredor.
—Tú primero —dijo, cediéndole el paso a Jana con una reverencia—. Después de todo, eres una princesa…
Más irritada de lo que estaba dispuesta a reconocer, Jana pasó majestuosamente a su lado.
El interior de la habitación tenía la misma forma y dimensiones que la celda de Argo, pero al menos contaba con una ventana bastante amplia que daba al canal. Una cama deshecha, una mesita repleta de libros y el desvencijado escritorio con una silla plegable frente a él componían el sencillo mobiliario de la estancia. Yadia señaló a Jana la silla, mientras él se dejaba caer pesadamente sobre el hundido colchón de su catre.
—Siento no poder invitarte a tomar té —dijo, mirando a Jana con una sonrisa—. El servicio de habitaciones, en esta casa, deja bastante que desear…
—No he venido a tomar té. Quiero respuestas —replicó con brusquedad la muchacha—. ¿Cómo diablos te las ingeniaste para atraparlo? Está débil, pero sigue siendo un guardián. Y tú no eres más que…