—¿Llegó a separarse de su marido?
—Mientras estuve en contacto con ella, no. Si desde entonces lo ha hecho, no lo sé.
—¿Le contó algún pormenor acerca de los problemas de su matrimonio?
—Siempre era muy vaga en sus comentarios. No, nunca llegó a explicarse con mucha claridad. Yo tenía la impresión de que era una mujer muy acomodada que no sabía qué hacer con su vida y que estaba deprimida por ese motivo. Y el marido, por supuesto, era el culpable, porque no se preocupaba por ella. Pero si quiere que le diga la verdad, había algo que no encajaba en aquella mujer. Yo a veces pensaba: ¡pobre hombre! No me gustaría estar casada con alguien como ella.
—¿Qué era exactamente lo que no le encajaba?
—No lo sé. Era solo algo que percibía en ella. Me parecía una verdadera neurótica. Alguien que buscaba ayuda pero que no estaba dispuesta a aceptarla. Pero tal vez me equivoque. Tengo poca paciencia con esas esposas ricas que cultivan sus problemas para tener algo que hacer.
Fielder anotó un par de cosas antes de lanzar una última pregunta cargada de esperanza. Sería tan bonito si…
—¿Le suenan los nombres de Anne Westley y Gillian Ward?
—No —respondió Ellen Curran.
1
La caravana tenía cinco metros de largo y tres metros de ancho. La calefacción era de propano y ofrecía una confortable calidez, eso Samson tuvo que admitirlo. El equipamiento era más bien escaso, pero permitía vivir un tiempo allí dentro si no se le pedía demasiado. Había un sofá que podía convertirse en una cama, una mesa y dos sillas. Una especie de rincón de cocina con un fogón de gas y un fregadero que recibía el agua de un depósito. Había armarios de pared con una vajilla de plástico y algunos productos básicos como café soluble, té, leche en polvo, unos cuantos paquetes de pasta y tarros de salsa de tomate. En un diminuto compartimento había también una ducha y un aseo. Samson odiaba la estrechez que reinaba allí dentro, del mismo modo que odiaba limpiar el contenedor de deposiciones, rellenar el depósito de agua o comer espaguetis cada día. En definitiva, estar encerrado en esa diminuta estancia.
Pero no tenía elección y sabía que aún podía sentirse afortunado. Una celda en la prisión preventiva habría sido todavía peor.
John Burton lo había llevado hasta allí. Samson también lo odiaba a él, pero al mismo tiempo tenía que estarle agradecido. Había sido el único que se había preocupado por él, tal vez incluso el único que estaba convencido de su inocencia, aunque no hubiera llegado a expresarlo. Samson se lo había preguntado una y otra vez y John siempre le respondía lo mismo:
—Mientras no se haya demostrado nada, yo no me creeré nada.
Samson era consciente de que no podía esperar gran cosa más.
En la empresa de John, la gripe estaba haciendo estragos, por lo que tenían problemas para organizar todos los servicios que había que desempeñar. La caravana desde la que debía vigilarse la obra estaba vacía.
—Puede quedarse aquí —había dicho John—, mientras siga haciendo tanto frío y nevando tanto, no pasará nada ni vendrá nadie. En cualquier caso, será un lugar más seguro que ese
bed & breakfast
de Southend.
Samson se había sentido muy aliviado tras abandonar aquella pensión que tanta melancolía le había hecho sentir, aunque llevaba ya tres días en aquel lugar y tenía la sensación de que las cosas iban de mal en peor. La miserable habitación que había alquilado junto a la estación había resultado desoladora, pero al menos allí había tenido la oportunidad de contemplar la vida y la actividad de la calle y no había tenido aquella sensación de completo aislamiento del mundo real que tenía allí dentro. La caravana estaba instalada en un solar al sur de Londres en el que se estaban construyendo bloques de viviendas. Aparte de eso, no obstante, no había nada más por los alrededores, ni el más mínimo indicio de una infraestructura futura. Si Samson corría las cortinas mugrientas y amarillentas que cubrían las ventanas de la caravana, no veía más que una acumulación de encofrados de aspecto ruinoso bajo un cielo invernal, un par de grúas y un sinfín de casetas de construcción cerradas. Estas casetas contenían herramientas y piezas de recambio para la maquinaria y eran, de hecho, lo que la empresa de John tenía que vigilar.
Al menos había vuelto a nevar con abundancia y todo había quedado cubierto por un manto blanco una vez más. Un tiempo lluvioso habría sido todavía peor, lo habría impregnado todo de barro y suciedad. Pero, aun así, ese lugar tan abandonado resultaba triste y desolador. De vez en cuando se oía algún que otro pájaro, pero Samson todavía no había visto a nadie y eso encarnaba para él la verdadera paradoja de su situación: que por un lado anhelara ver gente y, al mismo tiempo, eso fuera lo que más temiera en el mundo. En su posición, la gente suponía un peligro. Tenía que estar contento de encontrarse oculto en ese rincón del mundo en el que podía sentirse más o menos seguro.
Pero ¿cuánto tiempo más tendría que aguantar?
¿Cuánto duraría esa situación?
¿Cuánto tiempo más sería capaz de soportarlo?
De todos modos, ese día había salido a dar una vuelta, había recorrido toda la obra y les había echado algo de pan seco a los pájaros. Había respirado ese aire fresco, más bien gélido, y se había dado cuenta de que no podría soportarlo durante mucho tiempo más. Estaba entrando en una profunda crisis psicológica, probablemente ya sufría una grave depresión y con cada hora que pasaba no hacía más que agravarse. Empezó a sentir que tal vez la policía no fuera su peor enemigo, sino que el verdadero peligro surgía de su interior, de su melancolía, de su desesperación. De esa incapacidad para ver el final, eso era lo peor de todo. Desde la noche anterior, había pensado un par de veces que la muerte, por mucho miedo que le produjera pensar en ella, también podía representar un alivio y comprendió cuál era el riesgo de esa manera de pensar: el riesgo de que en algún momento, durante el transcurso de ese enero tan frío y nevoso, o tal vez durante el mes de febrero igualmente oscuro, acabara colgado del techo de esa caravana, incapaz de seguir soportando el graznido de los pájaros que rompía el silencio de aquellos días tan vacíos.
Mientras volvía a la caravana, oyó el ruido de un motor y vio la luz de unos faros en el camino de acceso restringido que conducía hasta la obra. Pocos segundos después del susto, se relajó. Conocía el ruido de ese motor.
Era John quien se acercaba.
El día anterior no se había dejado ver por allí y Samson había pasado el día esperando ansiosamente a que apareciera. Era absurdo, no soportaba a ese hombre, sabía que se acostaba con la mujer de sus sueños y, sin embargo, Burton era la única persona a quien podía esperar ver en aquel lugar tan absolutamente aislado. Era el único que hablaba con él, representaba su último contacto con el mundo. Lo odiaba y anhelaba su llegada por igual. Se aborrecía a sí mismo por el hecho de sentir ese anhelo.
Se quedó en los escalones de la caravana y lo esperó allí. Burton aparcó el coche, salió y se acercó a él. Alto y ancho de espaldas, llevaba una chaqueta de cuero negro y una bufanda gris que le envolvía descuidadamente el cuello.
No le extrañó que Gillian se hubiera fijado en John y no en él.
El nudo que Samson tenía atravesado en la garganta creció todavía más.
—¿Ha salido a pasear? —preguntó John. Llevaba un montón de periódicos y revistas bajo el brazo y se los tendió a Samson—. Aquí tiene. Algo para leer. Debe de estar aburriéndose como una ostra, ¿verdad?
—Es un lugar muy tranquilo —convino Samson.
John retrocedió un par de pasos, abrió el maletero del coche y sacó dos grandes bolsas de plástico.
—Comida. Y un par de cervezas. El alcohol no resuelve los problemas, pero a veces ayuda a soportarlos.
—De hecho no bebo alcohol —dijo Samson con un tono arisco del que se arrepintió enseguida: John lo había hecho con buena intención.
Este se encogió de hombros.
—Dejaré las botellas aquí de todos modos. Tal vez le apetezca probarlo.
—Sí, gracias. —Entretanto, Samson había abierto la puerta de la caravana—. ¿Le apetece entrar?
—No tengo tiempo. Tengo una cita.
—¿Con Gillian? —Samson no pudo evitar la pregunta.
—No —respondió John mientras negaba con la cabeza.
—¿Cómo… cómo está Gillian?
—Yo diría que de acuerdo con las circunstancias —respondió John—. Me parece que sigue bastante traumatizada, pero tampoco está apática, sino que intenta dar los primeros pasos hacia un nuevo futuro. Se está ocupando del pago del seguro de vida, ha hablado con el banco acerca de la hipoteca de la casa y ha vuelto a la oficina. Ah sí, y ha mandado a su hija a casa de sus padres, a Norwich.
—¿Se ha quitado a Becky de encima?
—No se puede decir que se la haya quitado de encima. Pero se pasaban el día discutiendo y creyó que sería bueno que se separaran por unos días. La escuela empieza de nuevo pasado mañana, pero Becky todavía no es capaz de llevar una vida normal. Gillian ha decidido que se tome el mes de enero de vacaciones y ha encontrado un terapeuta en Norwich al que Becky acudirá con regularidad. Necesita la ayuda de un profesional. Creo que Gillian ha tomado una buena decisión a ese respecto.
Claro, pensó Samson con hostilidad. Tom está muerto y Becky, con sus abuelos. Ahora ya tienes vía libre. Todo según lo que planeaste, ¿no?
Aunque, por supuesto, se había abstenido de enunciarlo en voz alta. En lugar de eso, preguntó:
—¿Y respecto al caso? ¿Hay novedades? ¿Están haciendo algo? ¿Tienen alguna pista?
—Por desgracia no, que yo sepa —contestó John—. Lo están buscando a usted, por lo demás siguen dando palos de ciego.
—Pero usted tiene contactos en la policía…
—Hasta el momento no hay información nueva —dijo John antes de consultar su reloj—. Tengo que irme. Lo siento, Samson. Sé que este lugar es muy solitario y que debe de sentirse muy mal aquí aislado, pero por el momento no puedo hacer nada más por usted que pasar a verlo de vez en cuando para traerle lo más imprescindible.
—Eso ya es mucho —murmuró Samson—. Gracias, John.
Samson lo siguió con la mirada mientras volvía al coche y subía a él. Se dirigía de nuevo hacia un lugar lleno de vida. Hacia una cita, una cena, voces, risas, luz y sociabilidad.
El guapo de John Burton iba por la vida irradiando la certeza de que siempre, de un modo u otro, obtendría cuanto deseara. Daba igual lo que le deparara el destino, tanto si era bueno como si era malo, se saldría con la suya.
En cambio yo, siempre pierdo. Siempre. Y lo más probable es que, además, se me note. Un hombre tan poco atractivo como yo, lo máximo que puede llevar escrito en la frente es: «Soy un perdedor».
Cargó con las bolsas de la compra que John había dejado encima de la nieve y entró en su sombría vivienda.
Tal vez sí que se tomaría una cerveza esa noche.
2
Durante el camino de vuelta a la ciudad, John reflexionó acerca de Samson Segal. Psicológicamente, el tipo estaba en las últimas, se notaba a la legua, y probablemente no resistiría mucho más. John estaba seguro de que Segal ya estaba dándole vueltas a la idea de entregarse a la policía por voluntad propia. Lo que lo retenía era la certeza de que una celda no mejoraría su situación en absoluto. Tal vez dejaría de estar solo, pero precisamente eso era lo que para una persona como Segal encerraba nuevos temores: no conocía otra cosa que la sensación de sentirse oprimido por los demás, que solían tomarlo como blanco de sus agresiones. Samson podía ser un chiflado, pero no era tonto. Eso John lo tenía muy claro. Segal tenía una opinión bastante clara acerca de sí mismo, así como una idea bastante menos acertada acerca de las situaciones en las que se veía inmerso. Tenía claro que la cárcel representaría para él un infierno de dimensiones insondables.
John también reflexionó acerca de sus propios motivos mientras se adentraba en el tráfico urbano. Ocultando a Samson se convertía él mismo en un delincuente. La policía solo tenía que interrogar a ese polaco muerto de miedo, que al parecer era el único amigo de Segal en el mundo, y no tardarían en enterarse de que él, John, pocos días antes también había acudido a verlo para enterarse del lugar en el que se alojaba Segal en esos momentos. Debería haber compartido de inmediato esa información con la policía. Fielder estaba al acecho y no dejaría escapar esa oportunidad de atraparlo.
El inspector Peter Fielder.
Probablemente él era uno de los motivos por los que John había decidido implicarse en el asunto y arriesgarse así a caminar al borde del abismo. Por aquel entonces tampoco es que hubiera tenido mucho trato con Fielder, pero sí lo suficiente como para saber que no se soportaban, y eso que no había habido ninguna desavenencia, choque o disputa real entre ellos. Simplemente sentían una profunda antipatía mutua. John consideraba que Fielder era un pequeñoburgués ultraconservador, un agente mediocre que había conseguido hacer carrera y que continuaría prosperando porque seguía el reglamento a rajatabla, era muy fiable y jamás en la vida se enfrentaría a alguien que tuviera un papel importante en su desarrollo profesional. La colaboradora más inmediata de John por aquel entonces había sido la sargento Christy McMarrow, la mujer de la que Fielder estaba perdidamente enamorado. Todo el mundo lo sabía, pero Fielder quizá seguía creyendo que era capaz de ocultar lo que sentía por ella. Sin embargo, ese tema ya había sido motivo de chismorreo por los pasillos de Scotland Yard y todo el mundo había sonreído irónicamente al pensar en la situación del lánguido policía hasta que, al final, incluso los románticos más esperanzados y los cotillas más recalcitrantes tiraron la toalla: la historia no evolucionó, se quedó en una mera adoración. John habría podido profetizarlo desde el principio. Fielder estaba demasiado acomodado, era demasiado convencional para romper su matrimonio de forma abrupta.
Ni siquiera cuando John hubo salido del cuerpo y Fielder había heredado, por así decirlo, a Christy como colaboradora. Ni siquiera entonces, el romance había prosperado.
John sabía que, a su vez, Fielder lo despreciaba por su falta de virtudes burguesas y que al mismo tempo lo envidiaba por la manera que tenía de disfrutar de la vida, algo de lo que Fielder era incapaz. Y esa animadversión se había extendido entre sus colegas. John gozaba de pocas simpatías entre el resto de los hombres: por su atractivo físico, por su falta de escrúpulos y su absoluta independencia y porque podía tener a casi todas las mujeres a sus pies. La mayoría de sus colegas se habían alegrado de que la joven en período de prácticas lo hubiera puesto en un aprieto. Y sin embargo él había conseguido darle la vuelta a la tortilla: había salido del cuerpo por voluntad propia y había tenido el coraje de montar un negocio por su cuenta. Sabía que a los colegas que había dejado atrás les había quedado la sensación de que en realidad los perdedores eran ellos.