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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (77 page)

BOOK: Terra Nostra
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Y en ese instante, Señor, para mí, azar significaba libertad, salud y vida, pues el otro camino, ya lo sabía, fatal era, y su desenlace conocía, y saber la exacta fecha de mi muerte no era, como dijo la señora, un alivio, sino una insoportable carga que a la esclavitud del alma me condenaba. Si a pesar de todo, al cabo de un año regresaba a este templo, no sería, me dije, sin antes exponerme a todos los albures de los dos días de mi destino que aun me restaban.

—Al volcán, señora…

Primero chirriaron espantados los papas, y roncamente gritaron, agitando sus rodelas, los guerreros; y aleteó el murciélago, y el incienso derramaron los danzantes, y con esa mirada de hielo, a la del volcán semejante, me contestó la señora:

—Necio. Ése es el camino del infierno. En un día allí puedes perder lo que yo te aseguro durante un año entero: tu vida. Sí vas al volcán, sólo apresurarás tu destino: tu muerte.

—Lo encontraré por mí mismo, señora.

—Necio. No hay destino solitario. Tu muerte será un destino común, y a nosotros regresarás por vía de la muerte.

La miré con tristeza, sabedor de que jamás la volvería a ver, de que esta vez no me guiaría hacia ella el hilo de la araña: ahora yo viajaría solo, en busca de mi salud propia, y ya no, como antes lo hice, en busca de los redoblados placeres que esta mujer me prometió una noche. Cómo iba a saber, entonces, que el placer anunciado era vivir un año como príncipe para morir un día corno esclavo y así, honrar al dios de la sombra. Miré con tristeza a la mujer que al ofrecerme esto, creía ofrecerme una recompensa superior al nuevo encuentro de nuestros cuerpos.

—Adiós, señora.

Con los lujosos ropajes con que aquí me vistieron, pero con mis rasgadas ropas de marinero pegadas a mi piel temblorosa, di la espalda a esta compañía, descendí lentamente las gradas, mirando hacia mi nueva meta, el volcán que en el atardecer se distanciaba y esfumaba y tornaba del color del aire, como si me rechazara ya, como si me advirtiera:

«Mira, me alejo de ti, envuelto en el aire transparente del atardecer. Haz tú lo mismo. Toma otro rumbo. Conviértete en aire, para que yo no te convierta en hielo.»

A medio camino, y antes de que el incendio del crepúsculo la ocultase de mi mirada, me detuve y giré sobre mí mismo para ver por última vez hacia la pirámide. Una roja corona solar descendía sobre la sangrienta cima humeante. El templo era una bestia parda, agazapada a la hora del ocaso. Sus fauces de piedra labrada devoraban la sangre y el polvo del llano.

Di la espalda a la pirámide y caminé hacia el volcán.

Noche del volcán

Largo fue mi camino por el llano cubierto de biznagas, y agradecí las cotaras que salvaron a mis pies del constante contacto con los alfileres del desierto. Preguntóme, mirando esta desolación que me rodeaba en la ruta hacia el volcán, si el pueblo de la árida meseta sólo se alimentaba de los frutos de la selva y de la costa, y si la razón por la cual eran sometidos y sacrificados los pobladores de las bajas comarcas era sólo el hambre y la necesidad de los pobladores de las altas comarcas. Algo que no alcanzaba a precisar me decía que no era así, que había algo más, y que debía llegar al sitio donde vivía el gran señor de este mundo, el que repetidamente era llamado señor de la gran voz, para saber la verdad del orden que mi presencia extraña violaba a cada paso, y confundía con la novedad de mi presencia.

Mientras caminaba hacia el volcán y la noche descendía con rapidez sobre mí y el mundo, me fui repitiendo esta certidumbre, una de las pocas que me consolaban en medio de tantas interrogantes:

Soy un intruso aquí. Soy un intruso en un mundo desacostumbrado a la intrusión. Un mundo separado del mundo: ¿desde cuándo viven en soledad, sin contacto con otros pueblos, estos que he conocido en la costa y la meseta? Por qué no: desde el principio del tiempo. Mundo separado por el miedo; pero seguro de sus razones para sobrevivir rodeado de los portentos del desastre. Qué frágil equilibrio: la muerte a cambio de la posesión, la vida a cambio de unas tijeras, las tijeras a cambio del oro, el oro a cambio del pan, el pan a cambio de la vida, la vida a cambio de la desaparición del sol… Precario de verdad, pues basta, para romperlo, la intrusión de un ser imprevisto, un mero individuo como yo.

Pues ahora os digo, Señor, que los hombres del nuevo mundo sólo prevén y aceptan el cambio catastrófico, que en verdad no es cambio, sino fin de cuanto existe, y la catástrofe sólo puede ser obra de dioses o natura, mas no de un simple hombre. Y por esto, me dije aquella noche, a dios o a natura me asimilan para comprenderme.

Busqué, en este crepúsculo, a mi guía: Venus, luz gemela de la tiniebla y tiniebla gemela de la luz. Venus, doble de sí misma. Al nuevo mundo partí, en la barca del viejo Pedro guiado por la estrella matutina. Temí, Señor, que partido al alba, al alba encontrase el puerto final de mi destino en estas tierras, cerrándose así un perfecto, implacable círculo: hijo de la luz, llegado a la hora de la luz, a la luz condenado. Pero mi otro destino, mi otra posibilidad, ya lo había visto, no era menos fatal: llegado de noche, a la tiniebla me identificaba. Si algo había aprendido en esta tierra, era que nada era más temido que la muerte del sol. Nada más temido, pues, que el verdugo del sol: hijo de la tiniebla, llegado a la hora de la tiniebla, a la tiniebla condenado. Sentíme prisionero de los perfectos círculos de un doble destino: día y noche, luz y tiniebla. Pero mi alma buscaba la indecisión, el azar, la apertura a la continuidad de la vida, que para mí línea es. Y en este mundo, ¿quién iba a otorgarme la gracia de una noche más de vida, habiendo alcanzado la perfección final de cerrar un círculo: partido a la aurora, llegado de día y así, aparecido como creador del sol; o partido al crepúsculo, llegado de noche y así, aparecido como verdugo del sol? Mundo fatal, mundo nuevo, donde mi incomprensible presencia de hombre sólo era comprendida en razón de fuerzas sobrehumanas: el terror de la noche sería aplastado para siempre entre las dos mitades perfectas de la luz; la bondad del día sería aplastada para siempre entre las dos mitades perfectas de la sombra. No había otra salida final para este mundo nuevo, Señor, y sus pobladores estaban dispuestos a honrar por igual a la luz, si triunfaba, o a la tiniebla, si vencía. ¿Quién iba a otorgarme la gracia de una hora más de vida, la ruptura del milagro, la repetición de la incertidumbre? Así, era yo prisionero de una angustiosa contradicción, la más terrible de todas: debía mi vida a la muerte; debería mi muerte a la vida. El milagro es excepcional. Debe conservarse. Sólo lo conserva la perfección de un instante irrepetible. Esa perfección es la muerte.

Perdido en estas cavilaciones, llegué con las primeras sombras al pie del volcán, y mis pies tocaron fría roca y heladas cenizas; y mis ojos miraron los distanciados fuegos encendidos en las laderas de la montaña, como para compensar la frialdad de lo que un día fue hirviente basca del volcán apagado.

Aquí y allá, distinguí unas mínimas fogatas que se iban encendiendo, y junto a ellas, aquí y allá, unos ancianos, cuyos perfiles de raposa distinguía al leve fulgor, tajaban papeles y los aderezaban y ataban con lentitud, y aquí un anciano tomaba un cuerpo yacente e inmóvil, le encogía las piernas, le vestía con los papeles y le ataba, y allá otro anciano derramaba agua sobre la cabeza de otro cuerpo inmóvil, y cerca y lejos de mí vi que esta ceremonia se repetía, y que esos cuerpos sin vida eran amortajados con mantas y papeles, y reciamente atados, y que alrededor de cada fogata se esparcían flores amarillas de largos tallos verdes, y que cerca de unos hoyos profundos cavados en la ceniza se llegaban jóvenes cargando puertas sobre las espaldas, y colocaban las puertas sobre los hoyos, y grupos de mujeres lloraban encima de las puertas así colocadas, y también las regaban de amarillas flores secas, y entre el llanto de las mujeres se escuchaban voces plañideras, que decían:

Reconoce la puerta de tu .casa, y sal por ella a visitarnos, pues mucho lloramos por ti. Sal un rato chiquito, sal un ratito.

A medida que ascendía estas laderas, más fuegos se encendían y más voces gemían y más actividad se notaba. Acepté lo que veía: cada fogata era el lugar de un difunto, su antigua tumba visitada o su fresco sepulcro recién cavado, y los grupos reunidos en torno a cada cadáver, visible o enterrado, se ocupaban de diversos minuciosos ritos: a éste poníanle entre las mortajas un jarrillo lleno de agua, al otro colocábanle entre las manos cerosas un flojo hilo de algodón que en su otro extremo se ataba al pescuezo de un perrillo color bermejo, nervioso y pequeño y con brillantes ojos y afilado hocico; más allá, quemábanse hatos de ropa; más acá, joyas eran arrojadas al fuego, y las voces de los viejos canturreaban tristemente, oh hijo, ya has pasado y padecido los trabajos de esta vida; ya ha sido servido nuestro señor de llevarte, porque no tenemos vida permanente en este mundo y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida; y las mujeres les hacían coro, gimiendo, te fuiste al lugar oscurísimo que no tiene luz, ni ventanas; ni habrás más de volver ni salir de allí ; no te fatigues mucho por la orfandad y pobreza en que nos dejas; esfuérzate, hijo, no te mate la tristeza; nosotros hemos venido aquí a visitarte y consolarte con estas pocas palabras; y los viejos volvían a canturrear: somos padres viejos, porque ya nuestro señor se llevó a los otros, que eran más viejos y antiguos, los cuales sabían mejor decir palabras consolatorias a los tristes…

Y por encima de estas palabras dichas aquí y allá, cerca y lejos de mí mientras avanzaba hacia el blanco cono del volcán, entre estos duelos a mis trabajos indiferentes, ululaba un lamento alto y rispido, una llamarada de palabras que parecía proteger, como un manto, toda la ceremonia fúnebre de esta noche:

No es verdad que vivimos, no es verdad que vinimos a durar sobre la tierra…

Agradecí, Señor, la oscuridad y la indiferencia: los vivos sólo tenían, aquí, voz y ojos para los muertos, y mi penoso viaje hacia la cumbre en nada distraía a estos dolientes; ni pensamiento tenían ellos para el paso de mi sombra entre sus penas.

Dejé atrás de mí lamentos y fuegos; unos y otros fuéronse apagando, abandonándome a una noche de misteriosa tibieza, pues cercanas debían estar las eternas nieves del volcán, y sin embargo un cálido sopor se levantaba de la entraña de las cenizas en cuya arenosa negrura me hundía, debiendo levantar con dificultad un pie y luego el otro, y hundido hasta ios tobillos en el fuego muerto. Cuán lejanos, Señor, pareciéronme entonces los agitados volcanes de las islas y bahías del Mar Nuestro, que en el agua encuentran espejo de sus tremores y solaz de sus ruinas, mientras que aquí, en la tierra del ombligo de la luna, los volcanes estaban apagados, y su espejo era una desolación refleja a la de la luna misma: negro desierto en la tierra, blanco polvo en el cielo.

Miré a lo alto, en busca de la luna, ansiando su compañía a medida que me adentraba en la oscuridad de esta noche; mas nada brillaba en el cielo; un tapiz de negras nubes ocultaba a mi guía, la estrella del atardecer; temí perder mi rumbo, aunque el ascenso me guiaba. Y entonces, Señor, como si mis palabras poseyesen poderes de convocación, ante mí apareció, detrás de una roca, un hombre con una gran luz sobre la espalda.

Me detuve, dudando de mis sentidos, pues ese hombre luminoso aparecía y desaparecía entre la roca volcánica, sembrando luz y tiniebla a su paso; y cuando al fin avanzó hacia mí, vi que era un viejo, con una gran concha sobre la espalda, y que la luz nacía de esa concha, e iluminaba el blanco rostro del viejo, descarnado y blanco, tan viejo que era una calavera brillando en la noche; y detrás de el escuchó gritos y carreras, y pasaron velozmente unos jóvenes guerreros dando caza, en la noche, a un animal que no pude ver, pero contra el cual ellos disparaban luminosas flechas; y estas flechas iban a clavarse en la oscuridad, mas la oscuridad herida por las saetas sangraba y tenía forma, aunque sólo fuese la forma de la tiniebla. Señor : reconocí al terrible animal de la choza de la anciana, el mismo bulto de sombra, herido, aullante, escarbando en la ceniza volcánica con sus patas chuecas: el animal escarbaba, el viejo con la concha a cuestas se reía, el animal trataba de enterrar la luz arrojada por la concha del viejo, pero el viejo corría, se escondía otra vez entre las rocas, y el animal aullaba enloquecido, buscando los rayos de luz fugitivos, herido por las flechas de fuego de los cazadores nocturnos, y el aire poblóse de dardos invisibles que descendían del cielo, aullando tristemente, maldiciendo, y al mirar hacia esa lluvia de dardos, vi que poseían rostros, y que a calaveras se semejaban, no por serlo en verdad, sino porque la triste maldición de sus facciones a cabezas de muerte los asimilaban, y así era posible saber que estas calaveras eran de mujer: malditas y tristes voces; y el temible conjunto del viejo con la concha a cuestas, y los guerreros dando caza de noche al animal de la sombra, y las calaveras de las mujeres llorando y maldiciendo fue como el anuncio de lo que simultáneamente sucedió en esta negra ladera del volcán.

Tembló la tierra, y abriéronse sus fauces, y yo sólo sentí que caía por un ceniciento socavón. Quizás, sin saberlo, había llegado a la más alta cornisa del volcán, a su boca misma, y por ella resbalaba hacia la apagada entraña: lejos escuché los rumores, la risa del viejo, los ladridos del animal cazado, los aullidos de las mujeres voladoras; mi boca llenóse de ceniza, mis manos, inútilmente, a la ceniza se confiaron, y como otra noche vi me prisionero del remolino adentro del mar. ahora sentíme capturado por esta vorágine de negra tierra; y capturado, acompañado, pues en este vertiginoso descenso al centro del volcán, sucedíanse ante mi mirada oscuras formas que parecían convocarme y guiarme hacia la más desconocida, de todas las tierras: vi a un señor cubierto de joyas, y que con ellas jugueteaba entre sus manos, y cuyos gritos y rumores llenáronme de espanto, pues era como si aullara el corazón de la montaña; convocóme y hacia él alargué los brazos en esta negra caída mía, mas apenas creí acercarme a él, se desvaneció, y más lejos apareció otro hombre con una bandera en la mano, y una vara sobre su espalda en la que estaban clavados dos corazones, y este hombre llevaba la oscuridad en la cabeza, como si por un precioso instante todo lo demás —yo, él mismo, el mar de ceniza que nos ahogaba— hubiese quedado bañado en luz, y sólo en esa corona se reuniese toda la oscuridad del mundo: convocóme también, y le seguí sólo para perderle en el acto y ver en su lugar a un pecoso y fiero tigrillo que a lo lejos devoraba las estrellas nacidas en esta honda fertilidad del cielo: cielo boca arriba, me dije, espantoso gemelo, en la entraña de la tierra, del cielo que conocemos y adoramos en el aire; y por ese cielo puesto de cabeza, ahogado en las más profundas cenizas del mundo, volvieron a volar las calaveras aullantes, entristecidas y maldicientes, que ahora traían en las bocas brazos y piernas arrancados a los muertos, soltándolos para gritar:

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