The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa (13 page)

BOOK: The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa
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The following day the king himself rode to the girl's house and invited her to join him for dinner. She traveled back with him to the palace, and that evening as they ate, the king asked her to tell him the story of her life. As the story unfolded, a look of wonder came over the king's face.

Finally he jumped up from the table and said, “Wait! I must show you something.” The king ran from the room, and when he returned he brought with him a shiny black snake skin. He explained to her that many years before, when he was hunting in the mountains, he strayed into the garden of an evil magician. He had tasted a leaf from a head of cabbage in the garden and fallen under a spell.

“I don't remember anything that happened for what may have been years,” the king said. “I have just the faint memory that a good person looked after me very kindly. And then one morning I woke up in the desert, not far from your little house, with this empty snake skin beside me.”

“Then you are my best friend!” the girl cried. And it was true. And not long after that he became her husband as well. They left the palace and its barren fields and moved into her house in the middle of the fertile green garden.

But the girl always wondered what had become of her father, so they journeyed back to her old home. They found the woodcutter looking very old and very sad from long years of wondering why his beloved daughter had disappeared. When he saw her, he was finally able to die in peace.

The girl returned with her husband to live among the flowers and trees of her garden. Whenever they sang or laughed together, the garden grew bigger. And whenever the thought of her father brought a tear to the girl's eye, rain fell to make the garden grow greener and greener.

L
A SERPIENTITA

Éste era un hombre que tenía una sola hija y la muchacha era la única familia que tenía en este mundo. El hombre era leñador y con su hija llevaba una vida muy humilde.

Un día la muchacha pidió a su padre que le trajera un col para que lo cocinara para la cena. Aunque el leñador era muy pobre siempre quería complacer a su hija, así que cuando regresó a casa esa tarde, le llevó un repollo grande.

—Este repollo es demasiado para una sola comida — el leñador le dijo a su hija—. Pártelo en dos y nos alcanzará para dos cenas.

La muchacha llevó el col a la cocina y con un cuchillo lo cortó en dos. En el mero corazón del repollo encontró una serpientita. Era negra y lustrosa, tan chiquita como un gusano, con una cabecita redonda. La muchacha cubrió la serpiente con una hoja de repollo y luego le pidió a su padre que le trajera un tarro en que guardarla.

Pero el padre le dijo: —Ese animal te va a lastimar un día de estos. Vale más que lo mates.

—¡Papá! —exclamó—. ¿Cómo lo he de matar? Va a ser mi mejor amigo.

Y su padre le trajo un tarro. La muchacha alimentaba a la serpiente todos los días y la tomaba en la mano y le hablaba. La serpiente creció tan rápido que al final de una semana la muchacha tuvo que pedirle a su papá un envase más grande.

Otra vez su padre le advirtió: —Ese animal te va a lastimar un día de estos. Vale más que lo mates.

¡Papá! —respondió—. ¿Cómo lo he de matar? Va a ser mi mejor amigo.

Su padre le trajo un tarro más grande y ella puso la serpiente dentro. Siguió alimentando y cuidando a su serpiente y cada semana tenía que pedirle a su padre un recipiente más grande para guardarla. Al fin, tuvo que pedirle un barril a su padre.

Por última vez, su padre le dijo: —Ese animal te va a lastimar un día de estos. Vale más que lo mates.

¿Cómo lo he de matar? —dijo la muchacha—. Es mi mejor amigo.

El leñador le trajo un barril grande a su hija. Cada día sacaba a su serpiente del barril y pasaba horas conversando con ella. La serpiente le decía cosas maravillosas. Le dijo que cada vez que lloraba, caía lluvia del cielo. Y cada vez que reía, brotaban flores de colores suaves— flores azules y rosadas y blancas. Cada vez que cantaba, hacía brotar flores de colores vivos—flores rojas y amarillas y anaranjadas. Las horas más alegres del día eran las que pasaba platicando con la serpiente.

Pero la serpiente siguió creciendo y un día, cuando la devolvió al barril, la muchacha vio que ya no cabía ni en ese gran recipiente. Esa noche la serpiente le dijo a la muchacha que se tenía que ir y dejarla. La muchacha quería irse con ella, pero la serpiente le dijo que no era posible. Ella le rogó y suplicó hasta que la serpiente le dijo: —Esto es lo mejor que te puedo conceder: Rastréame en la mañana. Cuando llegues a donde desaparezcan mis huellas, pide una merced. Te será concedida.

En la mañana, la muchacha corrió al barril y la serpiente ya no estaba. Desde la ventana vio alejarse de la casa el rastro que había dejado la serpiente. Se puso a seguirlo. La llevó muy, muy lejos, hasta tierras de las que ella ni siquiera había oído hablar. Y luego la llevó a un desierto árido y desolado. El rastro se volvía cada vez más borroso. En medio de un llano reseco, desapareció

La muchacha miró en torno suyo y vio el paisaje más desolado que pudiera imaginar. Ni un árbol ni una mata verde crecía en esa tierra. Pensó en la casita cómoda de su padre entre la sombra de los árboles. Se sentó en la tierra, se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar.

Del cielo despejado una lluvia suave comenzó a caer, ¡justo como la serpiente le había dicho! Esa idea la hizo reír. Flores de colores suaves brotaron alrededor de ella—flores azules y rosadas y blancas. Una canción se le escapó de la boca y brotaron flores de colores fuertes—rojo y amarillo y anaranjado.

—Quisiera tener una buena casa, aquí en este mismo lugar —dijo la muchacha en voz alta. Y le fue concedido. Cuando miró por encima del hombro vio una casita acogedora allá atrás. Comenzó a vivir en la casa. Siempre que estaba feliz y cantaba o reía, crecían flores alrededor de la casa. Cuando extrañaba a su padre y lloraba, la lluvia caía para alimentar las flores. Con el tiempo, la casa estuvo rodeada de un hermoso jardín de flores y toda clase de árboles frutales

Pero el jardín estaba en medio de un país reseco y muerto. Nadie lograba cultivar nada en ese país. No había pasto para alimentar el ganado, ni agua para darle de beber. Ni siquiera el rey de esa tierra era capaz de hacer brotar un retoño verde de los campos alrededor de su palacio.

Bueno, este rey tenía un rebaño de ovejas. En algún momento habían estado gordas y fuertes, pero se habían puesto tan flacas y débiles que el rey temía que murieran. Un día le dijo a su pastor: —Lleva mis ovejas a las montañas lejanas. Aquí no hay nada para que coman y puede que en las montañas todavía haya pasto.

El pastor salió con las ovejas de los terrenos del rey. No había recorrido ni la tercera parte del camino a las montañas cuando vio una linda casita en medio de un frondoso jardín.

Por más que se esforzaba para evitar que las ovejas corrieran al jardín y comieran, no lo pudo conseguir. Temía que el dueño del jardín se enojara, pero la muchacha que vivía en la casa salió y sonrió al ver a las ovejas comer con tanto gusto. Al final del día, hasta le dio al pastor un cesto de fruta para llevar a su casa.

Cuando el pastor regresó al palacio esa tarde, el rey quedó admirado al ver lo gordas y contentas que se veían sus ovejas. Y se admiró aún más al ver el cesto de fruta.

—¿De dónde viene esta fruta? —le preguntó al pastor—. ¿Y dónde encontraste pasto verde para mis ovejas?

El pastor le contó al rey de la casa en medio del jardín de flores y frutas, y de la muchacha que vivía en ella. El rey dijo: — Tengo que conocer a esta muchacha. Ve ahí mañana e invítala a cenar conmigo.

Al otro día el pastor volvió al jardín y convidó a la muchacha a cenar con el rey. Pero ella dijo: —Si el rey quiere que yo cene con él, que venga en persona para invitarme.

Al día siguiente el rey cabalgó a la casa de la muchacha y la invitó a cenar. La muchacha fue con él al palacio, y esa tarde, mientras cenaban, el rey pidió a la muchacha que le contara la historia de su vida. A medida que le desenvolvía la historia, la cara del rey se llenaba con una expresión de asombro.

Al fin se puso en pie y dijo: —Espera. Tengo que enseñarte algo. —El rey salió corriendo del comedor y al volver traía consigo una lustrosa piel negra de serpiente. Le explicó que hacía muchos años, cuando cazaba en las montañas, había entrado inadvertidamente al jardín de un mago malo. Se había comido una hoja de col y quedó preso de un hechizo.

—No recuerdo nada de lo que me sucedió durante varios años —dijo el rey—. Sólo me queda la memoria borrosa de que alguien muy bueno me cuidaba con cariño. Y luego desperté una mañana en el desierto, no lejos de donde se encuentra tu casita, y esta piel vacía de serpiente estaba a mi lado.

La muchacha gritó con regocijo: —¡Así que tú eres mi mejor amigo! —Y era cierto. Al poco tiempo era su marido también. Dejaron su palacio con los campos muertos alrededor y se mudaron a su casita en medio del fértil jardín verde.

Pero la muchacha siempre quería saber qué había sido de su padre. Así que viajaron a su viejo hogar. Encontraron al leñador viejísimo y muy triste, por los largos años de pensar en el porqué de la súbita desaparición de su hija. Cuando la vio, por fin el viejo pudo morir contento.

La muchacha regresó con su marido a vivir entre las flores y árboles de su jardín. Cuando cantaban o reían juntos, el jardín se hacía más grande. Y siempre que ella pensaba en su padre y derramaba una lágrima, la lluvia caía para volver el jardín aún más verde.

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