Tirano III. Juegos funerarios (69 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¿Sabes escribir? —preguntó Sátiro.

Diocles asintió.

—Claro. Oye, quizá me entrometo, pero, Hades, ¿no se supone que debemos regresar directamente a casa de tu tío?

—Sí y no. Sí que deberíamos, pero hay que hacer esto. Mira, sólo hay que hacer un recorrido por los templos. —Quitó el alambre que sostenía sus tablillas y entregó una copia a Diocles—. Lleva esto a todos los templos del lado sur. Asegúrate de que lo copian bien y de que lo lee un sacerdote.

—Me recuerdas a un navarco que conocí una vez —dijo Diocles. Miró el Alexandrion con recelo, pero todavía atardecía y las calles estaban llenas de hombres y mujeres de todos los estratos sociales; no era una muchedumbre amenazadora—. De acuerdo, señor. Dámela. ¿Dónde nos encontramos?

—En el templo de Poseidón, el último antes de la muralla del mar. En la escalinata.

Sátiro deseaba tanto como Diocles no estar en la calle, de modo que agachó la cabeza y se apresuró en el mandado, pasando la lista en cada templo y observando cómo copiaba la lista un sacerdote o un acólito, revolviéndose inquieto mientras aguardaba, vigilando al gentío desde la relativa invulnerabilidad de los pórticos.

El templo de Poseidón era el último, y no vio a Namastis, cosa del todo lógica dado que el joven sacerdote había pasado el día entero haciendo instrucción. Pero el sacerdote que copió la lista lo hizo con esmero e interés, y fue capaz de memorizarla sin esfuerzo, y Sátiro se encontró en lo alto de la escalinata observando a la multitud. No había ni rastro de Diocles, y de pronto lo vio, calle abajo, cruzando del templo de Atenea al templo de Deméter.

El santuario de Heracles parecía hacerle señas desde el otro lado de la avenida. Tenía tiempo.

Sátiro cruzó la calle tan deprisa como pudo y subió la escalinata, haciendo caso omiso de un conocido que lo llamó. Dio la lista a un acólito para que la copiara y luego entró en el recinto del templo, buscó una moneda de plata en su morral, encontró una, y realizó un sacrificio apresurado pero exacto bajo la estatua dorada del gran maestro del pancracio, que mantenía el brazo izquierdo extendido al frente y el derecho en alto empuñando una espada, con la piel de león cubriéndole la espalda. No percibió nada adverso, salvo que los ojos de la estatua parecían mirarlo directamente, y dedicó su sacrificio a Ciro, el esclavo al que habían matado en la calle. Teo tendría quien lo honrara con sus sacrificios. Sátiro recordó las ganas de aprender a sacrificar del joven Teo; parecía que hubiese sido mucho tiempo atrás, y se encontró con que las lágrimas le surcaban el rostro.

Luego salió del recinto y bajó la escalinata con un humor sombrío.

—¡Amo Sátiro! —llamó una voz, bastante cerca.

El muchacho supo en el acto que algo iba mal. Sintió como si el dios lo hubiese agarrado del hombro para obligarlo a volverse. De hecho, giró sobre sí mismo y tropezó cuando el pie derecho le resbaló del escalón de mármol, y su costado absorbió un impacto; las costillas le ardieron. No se dio cuenta de que había sido atacado hasta que el puñal salió de su cuerpo.

—¡Hades! —maldijo una voz conocida, y Sátiro alcanzó con la mano el hombro del atacante.

Pelearon por el puñal, e intercambiaron unos cuantos golpes. Sátiro recibió un tremendo cabezazo de su oponente y contraatacó buscando sus ojos con los dedos, y entonces el sujeto lo soltó a cambio de perder el puñal y echó a correr escalinata abajo.

Sátiro estaba herido. Se tocó el costado y retiró la mano cubierta de sangre; se mareó.

Diocles apareció a su lado.

—¡Lo he visto! —exclamó.

—¡Síguelo! —exigió Sátiro, que había conseguido ponerse en pie—. ¡A ver adónde va!

—Pero… —vaciló Diocles.

—Estaré a salvo en el templo —le aseguró el joven, y comenzó a subir trabajosamente, dejando un rastro de sangre en los escalones.

Diocles titubeó un momento más y se fue corriendo.

Sátiro recibió ayuda de varias personas. Al final lo llevaron al recinto y lo tendieron en un banco. El costado le dolía, pero el médico que apareció de inmediato negó con la cabeza.

—Eres un chico con suerte —dijo—. Te ha rozado las costillas. Te dolerá durante unos días, pero la magulladura será peor que el corte.

Envolvió a Sátiro con sábanas del templo y Hama fue a buscarlo con cuatro filas de caballería para escoltarlo de vuelta a casa.

Hama guardó silencio todo el camino. Sátiro supuso que de un modo u otro iba a cargar con las culpas, pero había sacado una conclusión equivocada.

—¡Estás herido! —exclamó Safo, cuando entró en el patio.

Diocles se las había arreglado para seguir al agresor hasta el barrio de las tenerías antes de perderle la pista, y estaba rodeado de media docena de jinetes de Diodoro, describiéndoles el barrio mientras Eumenes de Olbia anotaba sus indicaciones en una tablilla.

—He reconocido su voz —dijo Sátiro—. ¿Os acordáis de Sófocles?

Filocles sonrió compungido.

—¿Quién podría olvidarlo? —Entornó los ojos—. ¿En serio? ¿Aquí?

—Sí —contestó Sátiro.

—¡No me digas! —Safo se llevó una mano a la garganta—. ¿Dónde está Melita?

Mandó avisar a Dorcus.

—Hablando de armadura —dijo Diodoro—, se suponía que éste iba a ser un momento dramático, pero me parece que mi enojo se ha aplacado un tanto.

Dorcus se personó.

—Está en el baño, mi señora —anunció, con semblante adusto.

Safo inspiró profundamente y soltó el aire.

—Me parece que tendremos que dejar que Sátiro haga las cosas a su manera —manifestó Diodoro abrazando a su esposa.

—Muy bien —contestó ella, levantando la cabeza—. ¿Hasta qué punto es grave esa herida, cariño? Supongo que, si te estuvieras muriendo, alguien me lo habría dicho.

Sátiro se obligó a sonreír.

—Me he llevado un buen susto, pero te aseguro que me he hecho más daño en la palestra.

Eumenes se adelantó y saludó.


¿Strategos?
Con cincuenta hombres, creo que lo encontraremos.

—Espera un momento —dijo Diodoro—. No os vayáis de aquí. Debo consultarlo con León y con Filocles antes de enviar un escuadrón de caballería a la calle, aunque se trate de Estratocles.

Sátiro no había visto a Eumenes en semanas, y estrechó la mano del amigo más joven de su padre.

—Los dioses te cuidan bien —dijo Sátiro.

—¡Los dioses necesitan ayuda contigo! —contestó Eumenes con una sonrisa.

Diodoro se acercó.

—Tengo una sorpresa para ti, Sátiro. —Se encogió de hombros—. Espero que te guste.

Los condujo a todos al interior de la casa.

En el salón principal había un soporte de armadura, y en lo alto relucía el yelmo de plata que Demetrio le había regalado a Sátiro tres años antes. Ahora, debajo de él, había una coraza completa de cuero blanqueado con hileras alternas de escamas de plata y bronce dorado; cada escama era como un pequeño disco, de modo que en conjunto parecían las escamas de un pez. Había un avambrazo para el brazo de la espada y un par de canilleras muy ornamentadas.

—Ojalá Melita tuviera una loriga tan buena —dijo Sátiro—. Oh, esto es precioso, tío. ¿Quién lo ha hecho? ¿Hefesto?

—Podría decirse que sí —contestó Diodoro, contento de que su regalo fuera tan bien recibido.

Filocles entró, todavía con la armadura puesta, y echó un vistazo al obsequio.

—¡Por todos los dioses, voy a combatir al lado de Aquiles! Muchacho, procura no cegarme. —Se volvió hacia Diodoro y Eumenes—. ¿Y bien?

—Un hombre de León ha seguido al asesino —explicó Diodoro.

—Creo que puedo encontrarlo —dijo Eumenes—. Necesito cincuenta hombres.

Filocles meneó la cabeza.

—Esta ciudad está al borde de un estallido de violencia —dijo—. La noticia no es pública aún, pero dos de nuestros oficiales veteranos han huido al bando de Demetrio, esta mañana. Y precisamente ahora, Tolomeo ha anunciado que marcharemos. Partimos mañana, con la falange de Egipto en la cola. —Sonrió amargamente—. Si enviamos diez filas de caballería al mercado, la guerra comenzará aquí mismo.

Diodoro asintió.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué hacemos?

—Pedir a nuestros amigos egipcios que lo busquen por nosotros —dijo Filocles mirando a Sátiro—. El barrio de las tenerías es prácticamente nativo por completo. El pueblo nativo está tan desafecto de los macedonios esta noche que quizá se levanten contra el propio Tolomeo; por más que sea una estupidez, así es como están las cosas. Sátiro, ¿alguna idea?

El muchacho contemplaba arrobado su nueva armadura.

—Namastis, el sacerdote del templo de Poseidón. Él os ayudará. Ojalá supiera dónde encontrarlo, pero el templo es el mejor sitio para comenzar.

Acompañado por Diocles y una docena de jinetes de caballería cuyo equipo militar quedaba mal camuflado por la ropa civil que les habían prestado, Sátiro fue al templo de Poseidón.

Namastis lo saludó desde lo alto de la escalinata, como si hubiesen fijado una cita.

—¡Me he enterado de lo ocurrido! —exclamó el egipcio.

—En eso precisamente esperaba que nos ayudaras —dijo Sátiro—. Escucha, mis tíos dicen que la ciudad está al borde de la guerra civil; egipcios contra macedonios.

Namastis endureció el semblante.

—Yo no sé nada al respecto, señor.

—¡Sátiro! ¡Llámame Sátiro, por los dioses! ¡Por Poseidón el agitador de la tierra, sacerdote, se trata de nuestra ciudad! ¡Tu ciudad y la mía! Hay hombres manipulando los
thetes
. Alejandría no resistirá sin Tolomeo. Él no es el enemigo. El enemigo son Antígono
el Tuerto
y su ejército. Si vienen aquí, saquearán la ciudad, por más promesas que haga.

—Ya lo sé —asintió Namastis—. Pero los hombres desesperados toman decisiones erróneas.

Sátiro meneó la cabeza.

—Esos hombres que me han atacado…

—¿Quiénes son? ¿Y por qué? Ningún hombre de Egipto lo haría. He dejado trascender… Es decir, se sabe que eres amigo.

Namastis pareció muy alterado por su desliz, pero Sátiro lo pasó por alto.

—Sirven al Tuerto. ¿Entiendes?

El sacerdote negó con la cabeza.

—No, no lo entiendo. Explícamelo.

Sátiro tuvo que sonreír.

—Para serte franco, yo tampoco estoy seguro de entenderlo. El Tuerto es enemigo de Casandro, el regente de Macedonia, ¿sí? Pero al parecer tienen un acuerdo secreto para entregar Egipto al Tuerto.

—Sí, es un rumor bastante extendido. ¿Por qué matarte? —preguntó Namastis.

Sátiro se encogió de hombros.

—Soy un viejo enemigo —dijo—. Mi padre y mi madre me legaron el derecho a ser rey del Bósforo.

—¡El rey del comercio de grano! —Namastis asintió—. ¡Ah! Pero, entonces, ¡tú no eres más alejandrino que los macedonios!

—¿Cómo? ¿Te parece que soy un ingrato? ¿Un bárbaro? Soy un ciudadano. No importa dónde naciera. No seas tan malo como los macedonios, sacerdote. ¿Qué más da que naciera en otra parte?

Namastis sonrió. Fue la primera manifestación de emoción que Sátiro le había visto hacer.

—Vaya, vaya —respondió Namastis—. ¿cómo puede ayudarte este pobre e indigno sacerdote, rey del comercio del grano?

Sátiro se lo explicó. El sacerdote escuchó atentamente y luego asintió.

—Hay hombres que te vigilan todo el día —dijo—. Y tú no sabes cómo se llaman ni dónde viven. Pero pasarán la noche buscando en tu nombre. ¿Esto te dice algo?

—Me dice que debería saber cómo se llaman —contestó Sátiro.

—Sería un buen comienzo. —Namastis sacó una concha de ostra de debajo de sus vestiduras—. No tengo muy claro que deba entregarte esto, habida cuenta de lo que me has explicado. Salvo que ahora entiendo por qué la señora de Heráclea se relaciona con un caballero alejandrino.

Sátiro le arrebató la concha, dejando a un lado los sentimientos encontrados que le produjera la última.

—El mensaje es «esta noche». —Namastis enarcó una ceja—. No preguntaré si acudirás.

Sátiro suspiró profundamente.

—Mejor así, amigo —dijo—. No preguntes.

Desde el pie de la escalinata miró por encima de la muralla del mar y pensó en su hermana. «¿Por qué no puedes ser siempre así?», le había preguntado en el mar. Asintió e hizo el signo de Poseidón.

Fugarse no le resultó tan difícil como quizá lo hubiese sido para otra chica. En primer lugar, Melita no tenía miedo del mundo de fuera de las dependencias para las mujeres de Safo. Conocía las calles y tenía ropa con la que no parecía una chica griega rica. En segundo lugar, tenía armas y grandes deseos de usarlas. Y en tercero, tenía un lugar al que ir. Jeno se había ofrecido a reunirse con ella y escoltarla, pero eso no era lo que ella quería.

Saltó de su terraza a la playa y se quedó inmóvil al oír movimiento a su izquierda. Descalza en la arena, retrocedió lenta y cuidadosamente hasta la sombra de la casa, al tiempo que empuñaba su
akinakes
sakje.

Vio que su hermano saltaba a la arena desde su terraza y faltó poco para que se echara a reír, pero no estaba segura de que ambos estuvieran en el mismo bando en lo que atañía a que ella se escapara. Se preguntó adónde iría él, y entonces vio un destello de oro. Iba bien vestido. Amastris.

En cuclillas, sonrió con superioridad como suelen hacerlo las hermanas, y aguardó a que Sátiro se marchara de la playa. Cuando se hubo ido, sus pasos perdidos en el barullo que armaban unos marineros borrachos, recogió sus armas y el zurrón de cuero donde llevaba el resto de sus ropas de chico, y echó a correr por la playa, dejando atrás a las escuadras varadas de la flota de Tolomeo hasta que llegó a unas casas más bajas y menos opulentas, donde torció tierra adentro. Se apoyó contra un establo para limpiarse los pies antes de calzarse unas botas tracias. Otras expediciones que había efectuado vestida de chico le habían demostrado que las manos y los pies delataban su condición de mujer más que los pechos, éstos cuidadosamente vendados y prácticamente planos debajo de su chaqueta sakje.

Justo al norte del ágora se detuvo, se alisó la ropa y se puso a caminar resueltamente, como un hombre que tuviera prisa. No como una chica que estuviera huyendo.

El ágora estaba atestada pese a la oscuridad, y le vinieron ganas de entretenerse un rato. Había antorchas por doquier y el embriagador aroma de la brea quemada preñaba el aire junto con el hedor a pachuli, el olor a ajos fritos y a gente desaseada. Melita deseaba ser parte de todo.

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