Tiranosaurio (11 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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—¿Y sabía algo?

—No.

—¿Nada de nada?

—Nada de nada. Ni siquiera se había enterado. No lee la prensa.

Tom se preguntó si Ford, en caso de recibir una visita de la policía, mentiría acerca del cuaderno. No parecía muy probable. A fin de cuentas era monje.

Willer se levantó.

—¿Estos días se quedará por aquí? Lo digo por si tenemos que volver a preguntarle algo.

—Ahora mismo no tengo ningún viaje previsto.

Willer volvió a asentir con la cabeza y miró a Sally.

—Usted perdone por la interrupción, señora.

—Menos zalamerías —dijo Sally con dureza.

—No pretendía ofenderla, señora Broadbent. —Willer se giró hacia la forense—. ¿Ya tiene lo que necesitaba?

—Sí.

Tom los acompañó a la puerta. Antes de irse, Willer se quedó muy quieto, con sus ojos negros fijos en Tom.

—Mentir a un policía es un delito grave de resistencia a la autoridad.

—Ya lo sé.

Willer se giró para marcharse. Después de haber visto que el coche se alejaba, Tom entró y cerró la puerta. Sally estaba de pie en el salón, con los brazos cruzados.

—Tom…

—No lo digas.

—Lo voy a decir: estás pisando arenas movedizas. Tienes que darles el cuaderno.

—Ya es demasiado tarde.

—No es cierto. Puedes explicárselo. Lo entenderían.

—¡Y un cuerno lo entenderían! Además, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir? Hice una promesa.

Sally suspiró, separando los brazos.

—Tom, ¿por qué eres tan tozudo?

—¿Y tú no lo eres?

Se sentó al lado de él en el sofá.

—Contigo no hay manera.

Tom le pasó el brazo por la espalda.

—Lo siento, pero ¿te gustaría que no fuera así?

—Supongo que no. —Sally suspiró—. Para colmo, esta tarde, al volver a casa, he tenido la sensación de que había entrado alguien.

—¿Por qué? —dijo Tom, alarmado.

—No lo sé. No había nada cambiado de sitio, no han robado nada. Solo ha sido una sensación desagradable, como notar el olor de otra persona.

—¿Estás segura?

—No.

—Deberíamos denunciarlo.

—Tom, si denuncias que alguien ha entrado en tu casa tendrás a Willer todo el día encima. Además, no estoy segura. Solo ha sido una sensación.

Tom reflexionó.

—Esto es serio, Sally. Sabemos que hay gente dispuesta a matar por el tesoro. Estaría más tranquilo si sacaras tu Smith Wesson y la tuvieras a mano.

—Yo no iría tan lejos, Tom. Me sentiría ridicula yendo de un lado para otro con una pistola.

—Hazlo por mí. Eres una tiradora temible. Lo demostraste en Honduras.

Sally se levantó, sacó una llave del cajón de debajo del teléfono y fue a un armario del estudio. Volvió poco después con la pistola y una caja de cartuchos del treinta y ocho. Abrió el cargador, metió cinco balas, lo cerró y se guardó la pistola en el bolsillo delantero de los vaqueros.

—¿Contento?

19

Jimson Maddox le dio las llaves del coche y un billete de cinco dólares al encargado, un tío con granos que esperaba en la acera, y entró en el vestíbulo del hotel El Dorado haciendo crujir muy agradablemente sus nuevas botas Lucchesi de piel de serpiente. Se paró un momento a estirarse la chaqueta y a mirar el vestíbulo. Era una sala grande, con una chimenea encendida en un lado y en el otro un piano de cola en el que un viejo maricón tocaba «Misty». Al fondo había un bar de madera clara.

Se acercó tranquilamente a la barra, colgó el portátil en el respaldo de la silla y se sentó.

—Un café solo.

El barman asintió con la cabeza y le sirvió una taza y un cuenco de cacahuetes picantes. Maddox bebió un sorbo.

—Oiga, está un poco pasado. ¿Podría hacer una cafetera nueva, por favor?

—Por supuesto, señor. Lo siento. El barman se llevó la taza.

Maddox hundió la mano en los cacahuetes y se metió unos cuantos en la boca mientras miraba el ir y venir de la gente. Se parecían a él: camisas de Polo, americanas y buenos pantalones de pana o de estambre; gente que vivía como Dios manda, con dos coches en el garaje, dos hijos coma cuatro y nóminas de empresa.

Se apoyó en el respaldo y masticó la segunda tanda de cacahuetes. Era curioso que hubiera tantas mujeres atractivas de mediana edad —como la que estaba cruzando el vestíbulo, la de los pantalones y el jersey marrones, el collar de perlas y el bolsito negro— que se derretían al pensar en un tío tatuado y musculoso que cumplía varios años de condena por violación, asesinato o agresión. A Maddox lo esperaba una noche ajetreada: como mínimo veinte nuevos presos que colgar en la red después de haber escrito su perfil. Algunas cartas estaban tan llenas de faltas que tenía que rehacerlas desde cero, pero no se quejaba; las suscripciones seguían viento en popa, y la demanda de presos aumentaba a ritmo constante. Nunca le había costado tan poco esfuerzo ganar dinero, pero lo que más le alucinaba era que fuese legal. Todas las operaciones se efectuaban con tarjeta de crédito a través de una empresa especializada de internet. Ellos se quedaban una parte, y transferían el resto a una cuenta.

Si hubiera sabido lo fácil que era ganar dinero honradamente, podría haberse ahorrado muchos malos ratos.

Al siguiente puñado de cacahuetes apartó el cuenco pensando en su línea, justo cuando llegaba el barman con el café recién hecho.

—Siento el retraso, y discúlpeme de nuevo.

—No pasa nada. —Probó el café. Recién hecho—. Gracias.

—De nada, señor.

Weed Maddox se concentró en el problema que tenía entre manos. El cuaderno no estaba en la casa, señal de que Broadbent lo llevaba encima o lo había escondido en algún sitio, por ejemplo en una caja fuerte. En todo caso, ahora Maddox sabía que no podría robarlo. Sintió rabia. De lo que no cabía duda era de la implicación de Broadbent, como rival o… quizá como socio de Weathers.

Casi oía resonar en su cabeza la voz de Corvus: «El cuaderno». No había alternativa: tenía que obligar a Broadbent a que se lo entregara. Y para eso necesitaba una palanca.

La necesitaba a ella.

—¿Es la primera vez que viene a Santa Fe? —preguntó el barman, interrumpiendo sus reflexiones. —Sí.

—¿Por trabajo?

Maddox sonrió irónicamente.

—¿Por qué va a ser?

—¿Ha venido al congreso de cirugía laparoscópica?

¡Toma ya! Debía de tener pinta de médico, de médico de Connecticut viajando con los gastos pagados por algún gigante de la industria farmacéutica. Lástima que el barman no viera el tatuaje que le cubría la espalda, desde la nuca hasta el culo. Se habría cagado en los pantalones…

—No —dijo amablemente—, lo mío son los recursos humanos.

20

En el email que recibió Tom la mañana siguiente ponía:

Tom:

He descifrado el cuaderno. No se lo va a creer. Repito: no se lo va a creer. Venga al monasterio lo antes posible, y prepárese para quedarse alucinado.

Wyman

Tom había salido enseguida de casa, y ahora que su Chevrolet ya estaba prácticamente en el último kilómetro de la carretera que llevaba al monasterio, su grado de impaciencia solo podía calificarse de febril.

El campanario no tardó en asomar por la chamiza. Tom aparcó en la zona de estacionamiento, levantando polvareda. Un momento después el hermano Wyman bajó casi corriendo de la iglesia, con el hábito arremolinado, como un murciélago gigante en pleno vuelo.

—¿Cuánto ha tardado en descifrar la clave? —preguntó Tom mientras subían por la cuesta—. ¿Veinte minutos?

—Veinte horas. De hecho, no la he descifrado.

—No le entiendo.

—Es que ese era el problema: no es ninguna clave, ¿no?

—¿No es una clave?

—Eso fue lo que me desconcertó. Con tantos números en filas y columnas, siempre daba por supuesto que tenía que ser una clave, y todas las pruebas que hice indicaban que los números no eran aleatorios, sino que seguían pautas muy marcadas, pero ¿con qué finalidad? No era una clave de números primos, ni de sustitución o de transposición. No se parecía a ninguna de las que conozco. Menos mal que se me ocurrió la posibilidad de que no estuviera en clave, porque si no aún estaría dándole vueltas.

—Entonces, ¿qué es?

—Datos.

—¿Datos?

—He sido un idiota rematado. Tendría que haberme dado cuenta enseguida.

Estaban a punto de llegar al refectorio. Wyman se llevó un dedo a los labios. Se metieron por un pasillo que daba a una salita blanca y fresca. Había un ordenador portátil Apple sobre una mesa de madera muy rústica, bajo un crucifijo de un realismo turbador. Ford se asomó al pasillo con cara de culpable y cerró la puerta sigilosamente.

—En principio, aquí dentro no podemos hablar —susurró—. Me siento como un gamberro fumando en el lavabo del colegio.

—¿Qué tipo de datos eran?

—Ya lo verá.

—¿Revelan la identidad del muerto?

—No exactamente, pero le llevarán a él, se lo aseguro.

Pusieron una silla a cada lado del ordenador. El hermano Wyman lo abrió y lo puso en marcha. Después de la secuencia de inicio, empezó a teclear a gran velocidad.

—Me estoy conectando a internet con una conexión satélite de banda ancha. Su amigo usaba un dispositivo de recepción inalámbrica, y copiaba los datos en el cuaderno.

—¿Qué tipo de receptor?

—Me ha costado un poco averiguarlo. Normalmente los buscadores de tesoros y los prospectores mineros usan dos aparatos. El primero es un magnetómetro de protones, viene a ser un detector de metales muy avanzado que cuando lo pasas por el suelo mide las variaciones más ínfimas del campo magnético. Lo que pasa es que da los datos en miligauss, y estos números no se parecen en nada.

»E1 segundo aparato es un georradar o GPR. Es una máquina que parece un plato agujereado con un racimo de antenas. Básicamente, lanza pulsaciones de radar al suelo y registra el eco. En función del tipo de suelo, y de lo seco que esté, la señal puede penetrar hasta cinco metros antes de rebotar. Si hay algo enterrado o escondido en determinados tipos de roca, se puede obtener una imagen tridimensional no muy exacta. Es un aparato que detecta huecos, cuevas, minas antiguas, cofres enterrados, vetas de metal, muros o tumbas antiguas… Cosas por el estilo.

Hizo una pausa para respirar, y añadió rápidamente en voz baja:

—Resulta que los números del cuaderno son los datos de un georradar muy sensible fabricado expresamente. Por suerte, como los resultados salen en un formato estándar que imita el de un Dallas Electronics B AND 155 Swept FM, no me ha hecho falta un software exclusivo para procesar la imagen.

—Ese buscador de tesoros se lo tomaba en serio…

—Desde luego. Sabía perfectamente lo que tenía entre manos.

—¿Y? ¿Encontró un tesoro?

—Así es.

Tom ya no podía esperar más. —¿Qué era?

Wyman sonrió y levantó un dedo.

—Está a punto de verlo en una imagen radar tomada con el GPR. Los números del cuaderno eran eso, un mapa del tesoro hecho a conciencia e in situ.

Tom vio que Ford se conectaba a una web gestionada por el departamento de geología de la Universidad de Boston, y que saltaba por una serie de páginas de hipertexto muy técnicas sobre radares, imágenes por satélite y Landsat hasta entrar en una página titulada:

PROCESAMIENTO Y ANÁLISIS POR GEORRADAR DE BANDA 155 CON TERRAPLOT©

INTRODUZCA SU IDENTIFICACIÓN Y CLAVE

—He hecho un poco de hacker —susurró Ford con una sonrisa burlona, mientras tecleaba una identificación y una clave—, pero sin perjudicar a nadie. Solo me hago pasar por un alumno de la Universidad de Boston.

—No parece muy propio de un monje —dijo Tom.

—Es que yo aún no lo soy.

Ford pulsó unas cuantas teclas, haciendo que se abriera otra ventana.

CARGAR DATOS AHORA

Después de un rato tecleando, se apoyó en el respaldo con una expresión socarrona y el dedo a punto de pulsar la tecla enter.

—¿Preparado?

—No me torture más.

El impacto seco del dedo en la tecla hizo que se ejecutara el programa.

21

Las oficinas de la inmobiliaria Cowboy Country Realty estaban en el paseo de Peralta, en una casa de adobe cursi de las de imitación, con ristras de chiles rojos enmarcando la puerta. En la recepción había una secretaria de lo más pizpireta que atendía vestida de vaquera. Al entrar, Maddox quedó muy satisfecho por el ruido de sus botas en las baldosas Saltillo. Levantó la mano para quitarse el sombrero de ala ancha que se había comprado por la mañana —un Resistol 16X de castor, cuatrocientos veinte dólares—, pero se lo pensó mejor porque ahora estaba en el Oeste, y en el Oeste los vaqueros de verdad no se descubrían al entrar en los sitios. Fue a la recepción y se apoyó en el mostrador.

—¿Qué desea? —preguntó la recepcionista.

Maddox le regaló una media sonrisa.

—¿Ustedes alquilan casas solo para el verano, ¿no es cierto? —Efectivamente.

—Me llamo Maddox, Jim Maddox.

Tendió la mano. La recepcionista se la estrechó, mirándolo con sus ojos azules.

—¿Venía a ver a alguien en concreto?

—No, es que pasaba por aquí.

—Ahora mismo aviso a un comercial.

Poco después invitaron a Maddox a entrar en un despacho de estilo Santa Fe completamente equipado.

—Trina Dowling —dijo la comercial, tendiéndole la mano.

Le pidió que se sentara al otro lado de la mesa. Era un adefesio: cincuenta y pico años, rubia, en los huesos, con un vestido negro y una voz que de tan eficaz daba hasta miedo. Una cliente potencial, pensó Maddox. Sí, decididamente lo era.

—Le interesa alquilar una casa para el verano, ¿verdad?

—Sí, busco un sitio para acabar mi primera novela.

—¡Qué interesante! ¡Una primera novela!

Maddox cruzó las piernas.

—Tuve una empresa de nuevas tecnologías, pero la vendí antes del crack y me divorcié. Ahora descanso de ganar dinero con la esperanza de cumplir mi sueño. —Sonrió con modestia—. Busco algo tranquilo y aislado, al norte de Abiquiú, que no haya vecinos en varios kilómetros a la redonda.

—Nosotros gestionamos más de trescientos alquileres. Seguro que algo encontraremos.

—Perfecto. —Maddox cambió de postura y volvió a cruzar las piernas—. Lo de la intimidad lo digo muy en serio. No tiene que haber casas en menos de un kilómetro y medio. Una casa que esté al final de una carretera, entre los árboles.

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