Tiranosaurio (20 page)

Read Tiranosaurio Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
11.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al llegar al borde se quedó de una pieza, pero al mismo tiempo entusiasmado. En la pared del precipicio había incrustada una vivienda anasazi minúscula pero perfecta: cuatro habitaciones pequeñas construidas con bloques de arenisca aglutinada con barro. Rodeó el precipicio con la máxima prudencia —¿podía saberse cómo criaban a sus hijos ahí? y se arrodilló para mirar por la puerta. Era una estancia pequeñísima, solo había mazorcas quemadas de maíz y algunos trozos de cerámica. El sol entraba por un agujero de la pared, pintando una mancha de luz muy brillante en el suelo. El polvo guardaba huellas recientes, hechas por alguien que llevaba botas de montaña con la suela muy perfilada. Se preguntó si eran del buscador muerto. Parecía probable. Si el objetivo era examinar aquella parte de las mesas, no podía pedirse mejor observatorio.

Se levantó y al dejar las ruinas a su espalda vio un antiguo camino para trepar con pies y manos por la cuesta de arenisca hasta el punto más alto del cerro.

Arriba se gozaba de una vista espectacular de los Echo Badlands. Parecía que se podía ver hasta la curvatura de la Tierra. A la izquierda de Ford se erguía la enorme silueta de la Mesa de los Viejos; su perfil escalonado la asemejaba a una escalera gigante para subir a las estribaciones de los montes Canjilón. Pocas veces había tenido el privilegio de disfrutar de un panorama tan extraordinario. Era como si el Gran Creador hubiera quemado y reventado el paisaje, dejándolo completamente en ruinas.

Buscó entre sus mapas y sacó uno. Primero dibujó los cuadrantes a ojo. Después trazó mentalmente las mismas líneas en el paisaje que veía. Tras seccionar y numerar la zona a su entera satisfacción, sacó los prismáticos y empezó a examinar el primer cuadrante, el que quedaba más al este. A continuación pasó al siguiente, y luego a otro. Su metódico registro de la zona tenía el objetivo de localizar la extraña formación rocosa que aparecía en el documento impreso por ordenador.

El primer barrido localizó demasiados candidatos. Las formaciones geológicas de aquel estilo solían aparecer en grupos, por la simple razón de que se debían a la acción del viento y el agua en las mismas capas de roca. Cada vez estaba más convencido de que iba en la buena dirección y de que el tiranosaurio estaba en algún punto del desierto. Lo único que necesitaba era acercarse más.

Dedicó el siguiente cuarto de hora a examinar cada cuadrante por segunda vez, pero aunque había muchas formaciones de aspecto similar a la que buscaba, ninguna coincidía por completo. Naturalmente, siempre existía la posibilidad de que estuviera viéndola desde otro ángulo, o de que se hallara escondida en las profundidades de alguno de los cañones del fondo del desierto. Mirando al azar, le llamó la atención un cañón: Tyrannosaur Canyon. Era el más largo de la zona alta de las mesas. Profundo y tortuoso, recorría más de treinta kilómetros de los Echo Badlands, y tema cientos —por no decir miles— de cañones laterales y tributarios. Reconoció el gran monolito de basalto que caracterizaba su inicio, y siguió el sinuoso perfil con los prismáticos. Lejos, al fondo del desierto, el cañón desembocaba en un valle lleno de rocas extrañas con forma de cúpula. Algunas de esas cúpulas guardaban un parecido extraordinario con la imagen del ordenador, aunque eran más anchas por la parte de arriba y más estrechas en la base. Estaban tan apiñadas que parecían un grupo de calvos con las cabezas muy juntas.

Midió la distancia entre el sol y el horizonte con los dedos, extendiendo el brazo al máximo, y llegó a la conclusión de que eran las cuatro. Era el mes de junio, el sol no se pondría hasta las ocho bien pasadas. Si se daba prisa podía llegar al grupo de cúpulas de arenisca antes del anochecer. A juzgar por el aspecto de la zona, no había agua, pero había llenado las dos cantimploras recientemente, en un charco que quedaba de la última tormenta —aunque el agua se estaba evaporando muy deprisa—, y tenía cuatro litros de reserva. Decidió acampar en algún punto de aquel cañón impresionante y empezar su exploración con las primeras luces del alba. Domingo, el día del Señor.

Se quitó la idea de la cabeza.

Miró por última vez con los prismáticos el profundo y misterioso cañón. Tenía una corazonada. Sabía que el tiranosaurio estaba allí, en Tyrannosaur Canyon.

La ironía le hizo sonreír.

15

Harry Dearborn respiró profundamente, su rostro seguía en la penumbra.

—Caramba, ya son las cuatro y media. ¿Le apetece un té?

—Si no es mucha molestia… —dijo Tom, curioso por saber cómo se las arreglaría aquel hombre tan gordo no solo para hacer té, sino para levantarse del sillón.

—Ninguna en absoluto.

Con un pequeño movimiento del pie, Dearborn pisó un bultito del suelo. Al cabo de un momento apareció un criado procedente del fondo de la casa.

—Té.

El criado se retiró.

—¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en la hija de Stem Weathers. Se llama Robería. —Robbie.

—Sí, su padre la llamaba Robbie. Es una pena, pero no se llevaban muy bien. Lo último que oí fue que estaba intentando establecerse como artista en Texas, creo que en Marfa, por la zona del Big Bend. Es un pueblo. Debería ser fácil encontrarla.

—¿De qué conocía a Weathers? ¿Buscaba dinosaurios para usted?

Un dedo gordo dio unos golpecitos en el apoyabrazos del sillón.

—A mí nadie me busca nada, Thomas, aunque pueda transmitir sus indicaciones de determinados clientes. Mi relación con la búsqueda se reduce a exigir pruebas documentales de que el fósil se halla en terreno privado.

El silencio de Dearborn fue lo bastante largo para que una sonrisa irónica se dibujase en la parte inferior de su cara.

—La mayoría de los buscadores de fósiles se centran en la mercancía pequeña —continuó explicando—. Yo los llamo los de los heléchos y los peces, como el señor Beezon. Porquería la hay para llenar camiones. De vez en cuando, por casualidad, encuentran algo importante, y entonces vienen a verme. Yo tengo clientes que buscan cosas especiales: empresarios, museos extranjeros, coleccionistas… Pongo en contacto a los compradores y los vendedores, y me quedo el veinte por ciento de comisión. Pero ni veo ni toco los especímenes. No soy hombre de acción.

Tom reprimió una sonrisa.

El criado volvió con una enorme bandeja de plata que contenía una tetera con un cobertor acolchado, varias bandejas con montañas de bollos, lionesas y brioches en miniatura, botes de mermelada, mantequilla, nata espesa y miel. Tras dejarla junto a Dearborn, en una mesita, desapareció tan silenciosamente como había llegado.

—¡Magnífico!

Dearborn retiró el cobertor de la tetera, sirvió el té en dos tazas de porcelana y añadió leche y azúcar. —Su té.

Tendió a Tom un plato y una taza. Tom los cogió y bebió un poco.

—Yo en esto no transijo. Mi té con pastas quiero que me lo preparen a la inglesa, no como los bárbaros de los americanos.

Dearborn se rió entre dientes. Terminó su taza de té con un solo movimiento perfectamente controlado de la mano, la dejó en la mesa y acercó una de sus manos regordetas a las pastas para coger un brioche muy caliente, abrirlo, untarlo de nata espesa y me térselo en la boca. Acto seguido cogió un bollo caliente, le puso encima un trozo de mantequilla blanda y esperó a que se hubiera derretido para comérselo.

—Sírvase, por favor —dijo con la boca llena.

Tom cogió una lionesa, que en respuesta al mordisco disparó nata por la parte trasera y le dejó la mano perdida. Después de comérsela, chupó la nata con la lengua y se limpió la mano.

Dearborn se relamió, se limpió la boca con una servilleta y siguió hablando.

—Stem Weathers no tenía nada que ver con los de los heléchos y los peces. Él se centraba en especímenes únicos. Se pasó la vida buscando dar la campanada. Todos los buscadores de grandes dinosaurios están cortados por el mismo patrón. No lo hacen por dinero, sino porque están obsesionados. Lo que los impulsa es la emoción de la búsqueda, el placer de acertar y la obsesión por encontrar algo de valor incalculable, único en su género.

Se sirvió otra taza de té, la levantó con el plato hacia la boca y se bebió la mitad de un solo trago.

—Aparte de gestionarle los descubrimientos, yo a Stem lo dejaba a su aire. Casi nunca me explicaba a qué se estaba dedicando, o dónde estaba buscando, pero esta vez corrió la voz de que tenía entre ceja y ceja algo muy gordo en esa zona, la de las mesas. Lo malo es que habló con demasiada gente para ver si se enteraba de algo nuevo: geofísicos, cosmoquímicos, conservadores de paleontología de varios museos… Fue una tontería. Era demasiado conocido. Los rumores se propagaron enseguida. Teniendo en cuenta que su modus operandi lo conocía todo el mundo, su GPR casero y el cuaderno se habían hecho legendarios, no me sorprende que fueran a por él. Por otra parte, la región de las mesas es pública en toda su extensión. La supervisa la Dirección de Gestión del Territorio. En principio Stem no podía buscar allí. Llevarse algo de suelo público sin autorización previa de la administración central es lisa y llanamente un robo, y de los graves.

—I Por qué se arriesgaría?

—Bueno, tampoco es un riesgo tan grande. No era el único. La mayoría de las tierras de la Dirección de Gestión del Territorio quedan tan lejos que las posibilidades de que te pillen son casi nulas.

—¿Qué tipo de descubrimientos le traía? Dearborn sonrió.

—No soy ningún chivato. Confórmese con saber que nunca me hacía perder el tiempo con nada mediocre. Dicen que olía los dinosaurios muertos aunque llevaran millones de años enterrados.

Emitió un suspiro elegiaco, cortado a destiempo por la entrada en su boca de un bollo con mermelada.

—Su problema no era encontrar los dinosaurios, sino qué hacer con ellos. Siempre metía la pata en el aspecto económico. Yo intentaba ayudarlo, pero siempre se metía en algún lío. Era una persona difícil: solitario, susceptible, fácil de ofender… ¿Que podía encontrar un dinosaurio por valor de un millón de dólares? Sí, claro, pero luego se gastaba cien mil en desenterrar el fósil y enviarlo a un laboratorio. Para limpiar y preparar un dinosaurio grande se necesitan unas treinta mil horas de trabajo, sin incluir el montaje. Weathers se encariñaba demasiado con sus dinosaurios, y el resultado era que siempre estaba en números rojos. Pero desde luego sabía encontrarlos.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo matarlo?

—No, pero tampoco es muy difícil adivinar qué pasó. Últimamente siempre lo seguían algunos buscadores de los de segunda, y ya le digo que se corrió la voz. Weathers hizo demasiadas preguntas a demasiados geólogos, sobre todo a los que estudian la extinción masiva del límite KT. Todo el mundo sabía que Stem había olfateado algo muy gordo y que le seguía el rastro. Yo creo que lo mató un rival.

Tom se inclinó.

—¿Alguno en concreto?

Tras negar con la cabeza, Dearborn cogió una lionesa y se la comió de un bocado.

—En este negocio conozco a todo el mundo. Los buscadores de dinosaurios que se mueven en el mercado negro son gente dura, de la que se lía a puñetazos en las reuniones. Se quitan mutuamente los descubrimientos, mienten, engañan, roban… Pero ¿matar? Lo dudo. Para mí que el asesino es alguien nuevo en el negocio, o alguien a sueldo que se toma demasiado en serio su trabajo.

Se acabó la taza y volvió a llenarla. —Ha hablado de rumores…

—Weathers llevaba un par de años recorriendo Nuevo México en busca de un estrato de arenisca que recibe el nombre de formación de Hell Creek.

—¿Hell Creek?

—Es una formación sedimentaria enorme de la que proceden casi todos los tiranosaurios conocidos. Aflora en varios puntos de las Rocosas, pero de momento en Nuevo México no la ha encontrado nadie. El primero que descubrió el estrato fue un paleontólogo que se llamaba Barnum Brown. Lo encontró hace más o menos un siglo en Hell Creek, Montana. Pero Weathers buscaba algo más que simples rocas de Hell Creek. A él le obsesionaba el límite KT en sí mismo.

—¿El límite entre el Cretácico y el Terciario?

—Exacto. Verá, la formación de Hell Creek limita por su parte superior con el estrato del KT, que solo mide un par de centímetros de grueso, pero registra el acontecimiento que extinguió a los dinosaurios: la caída de un asteroide. No hay muchos sitios en el mundo con una secuencia rocosa interrumpida en el límite KT. Yo creo que si Weathers fue a la zona de las mesas de Abiquiú fue por eso, para buscar el estrato del límite KT.

—Y ¿por qué buscaba concretamente el límite KT?

—No estoy seguro. En términos generales es la capa de rocas más interesante de la que se tiene constancia. Contiene los escombros que produjo el impacto del asteroide, así como la ceniza procedente del incendio de los bosques del planeta. En Ratón Basin, Colorado, hay una secuencia de rocas del estrato del límite KT espectacularmente clara. El asteroide cayó donde ahora está la península de Yucatán, en México, y la inclinación de su trayectoria sembró de escombros fundidos gran parte de América del Norte. El asteroide ha sido bautizado Chicxulub, que en la lengua de los mayas significa «la cola del diablo». Simpático, ¿eh?

Dearborn se rió y aprovechó para zamparse otro bollo.

—En el momento de chocar con la Tierra, la velocidad de Chicxulub era de cuatro mach. Imagínese lo grande que sería, que cuando entró en contacto con la superficie del planeta su altura superaba la del Everest. Vaporizó un buen trozo de la corteza terrestre, generando una columna de materia de más de cien kilómetros de altura que atravesó la atmósfera y se puso en órbita. Una parte de esa materia cubrió la mitad de la distancia hasta la luna antes de realizar el trayecto inverso a más de cuarenta mil kilómetros por hora. El recalentamiento consiguiente de la atmósfera produjo incendios gigantes y descontrolados que arrasaron los continentes, produjeron cien mil millones de toneladas de dióxido de carbono, cien mil millones de toneladas de metano y setenta mil millones de toneladas de hollín. El humo y el polvo eran tan densos que la Tierra quedó sumida en una oscuridad total. La fotosíntesis se interrumpió de golpe, y las cadenas tróficas dejaron de funcionar. Hubo una especie de invierno nuclear, en el que la Tierra estuvo congelada durante meses. Justo después se produjo un efecto invernadero galopante causado por el desprendimiento repentino de dióxido de carbono y de metano. La atmósfera terrestre tardó ciento treinta mil años en templarse y volver a la normalidad.

Other books

Perfect Daughter by Amanda Prowse
The Campus Trilogy by Anonymous
Cinderella Has Cellulite by Donna Arp Weitzman
Hunger of the Wolf by Francene Carroll
La piel de zapa by Honoré de Balzac
A Treasure to Die For by Richard Houston