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BOOK: Título
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Eve trabajaba en una gran empresa mayorista de ropa, porque ello nos daba dinero y seguro médico, y también porque nos permitía comprar ropa con descuento para toda la familia. Volvió al trabajo unos meses después del nacimiento de Zoë, aunque lo que quería en realidad era quedarse en casa con su bebé. Denny se ofreció a dejar su trabajo para ocuparse de Zoë, pero Eve le dijo que eso no sería práctico. Así que cada mañana dejaba a Zoë en la guardería, de donde la recogía por la noche al regresar del trabajo.

Como Denny y Eve trabajaban y Zoë estaba en la guardería, yo me quedaba solo. Me pasaba casi todos los días aburrido, solo en el apartamento, vagando de una habitación a otra, echándome a dormir en uno u otro lugar, dejando correr las horas, a veces sin hacer más que mirar por la ventana, observando los autobuses que pasaban por la calle para ver si llegaba a discernir sus horarios. Hasta entonces, no me había dado cuenta de cuánto disfrutaba del ajetreo que reinaba en la casa desde la llegada de Zoë. Me hacía sentirme parte de algo. Yo era una figura central a la hora de entretener a la niña. A veces, después de mamar, cuando estaba despierta y espabilada, bien asegurada a su sillita, Eve y Denny jugaban a tirarse una pelota hecha con calcetines enrollados de un extremo a otro de la sala de estar. Yo saltaba para capturarla, corría y bailaba como un payaso de cuatro patas. Y cuando, contra todas las previsiones, lograba hacerme con la pelota y le pegaba con el hocico, Zoë chillaba y reía. Sacudía las piernas con tantos bríos que la sillita se desplazaba. Y Eve, Denny y yo nos desternillábamos de risa.

Pero, después, todos se marcharon y me dejaron solo.

Los días vacíos me venían grandes y se me hacían eternos. Me los pasaba mirando por la ventana y recordando cómo Zoë y yo jugábamos a Enzo-busca, juego inventado por mí y bautizado por ella. Consistía en que Denny o Eve la ayudaban a arrojar una bola de calcetines o uno de sus juguetes de un extremo a otro de la habitación, y yo se lo traía de regreso empujándolo con el hocico, y ella se reía y yo meneaba el rabo. Hasta el día en que un afortunado accidente cambió mi vida. Denny encendió la tele una mañana para ver el estado del tiempo y olvidó apagarla antes de marcharse.

Os diré una cosa: el Weather Channel, el canal del tiempo, no se ocupa sólo de la meteorología. ¡Trata sobre el mundo! Enseña cómo el clima nos afecta a todos, a nuestra economía global, nuestra salud, felicidad, ánimo. El canal aborda con gran detalle toda suerte de fenómenos meteorológicos, huracanes, ciclones, tornados, monzones, granizo, lluvia, tormentas eléctricas. Sienten especial predilección por la confluencia de diversos fenómenos. Absolutamente fascinante. Tanto es así que cuando Denny regresó del trabajo esa noche me encontró pendiente de la televisión.

—¿Qué miras? —preguntó al entrar. Me lo preguntó como si yo fuese Eve o Zoë, como si hablarme así fuera lo más natural del mundo. Pero Eve se encontraba en la cocina preparando la cena y Zoë estaba con ella; me hablaba a mí. Lo miré y después volví la mirada a la televisión, donde pasaban revista al principal suceso del día: inundaciones debidas a lluvias intensas en la Costa Este.

—¿El Weather Channel? —dijo en tono burlón—. Mira esto.

Tomó el mando a distancia y puso el Speed Channel, el canal de las carreras.

Yo había visto mucha televisión mientras crecía, pero sólo cuando alguna persona la estaba viendo. A Denny y a mí nos gustaban las carreras y las películas; Eve y yo veíamos vídeos musicales y cotilleos de Hollywood; Zoë y yo mirábamos programas infantiles. (Traté de aprender a leer con
Barrio Sésamo
, pero no lo logré. Llegué, eso sí, a tener algún grado de alfabetización, y aún recuerdo la diferencia entre «abrir» y «cerrar» una puerta, pero, después de dilucidar las formas de cada letra, no logré entender qué sonidos representaban o por qué lo hacían). ¡Pero, de pronto, la idea de que podía mirar la tele solo entró en mi vida! Si yo hubiese sido un personaje de historieta, una bombilla se hubiese encendido sobre mi cabeza. Ladré, excitado, a los coches que corrían por la pantalla. Denny rió.

—Mejor, ¿eh?

¡Sí! ¡Mejor! Me estiré profunda, gozosamente, meneando la cola, para expresar tan bien como podía mi felicidad y mi aprobación. Y Denny me entendió.

—No sabía que fueras un perro aficionado a la televisión —dijo—. Puedo dejártela encendida durante el día si quieres.

«¡Quiero! ¡Quiero!».

—Pero debes ser moderado —añadió—. No quiero que estés todo el día frente a la tele. Cuento con que seas responsable.

«¡Soy responsable!».

Aunque hasta ese momento de mi vida —ya tenía tres años— había aprendido muchas cosas, mi educación realmente cobró impulso cuando Denny comenzó a dejarme el televisor encendido. El tedio me abandonó y el tiempo volvió a correr con rapidez. Los fines de semana, cuando todos estábamos juntos, parecían cortos y llenos de actividad, y, aunque las noches de domingo eran agridulces, me consolaba pensar que me esperaba una semana de televisión.

Sumergido en mi educación perdí, creo, la noción del tiempo, así que la llegada del segundo cumpleaños de Zoë me sorprendió. De pronto, me encontré en medio de una fiesta en el apartamento. Los invitados eran los amigos que Zoë se había hecho en el parque y la guardería. Había bullicio y actividad, y todos los niños jugaron conmigo, luchando sobre la alfombra, y los dejé que me disfrazaran con un gorro y una camiseta. Zoë decía que yo era su hermano mayor. Desparramaron tarta de limón por todo el suelo, y yo ayudé a Eve, limpiándola, mientras Denny abría los regalos con los niños. Me agradó ver a Eve limpiando de buena gana tantas cosas, arreglando tanto desorden, dado que muchas veces se quejaba de tener que hacerlo cuando alguno de nosotros ensuciaba algo. Me elogió, incluso, por mi habilidad para limpiar las migas mientras competíamos, ella con su aspiradora, yo con mi lengua. Cuando todos se marcharon y terminamos con la limpieza, Denny dijo que tenía un regalo sorpresa para Zoë. Le mostró una foto que ella miró con escaso interés. Pero cuando le enseñó la misma foto a Eve, Eve lloró. Y después rió y lo abrazó, y volvió a mirar la foto, y a llorar. Denny tomó la foto y me la mostró, y resultó que era una foto de una casa.

—Mira, Enzo —dijo—. Éste es tu nuevo patio. ¿No te emociona?

Supongo que me emocionó. Pero lo cierto es que recuerdo que más bien me confundió. No comprendí las implicaciones del anuncio. Y después todos se pusieron a meter cosas en cajas y a afanarse de un lado a otro, y, antes de que me diera cuenta de lo ocurrido, me encontré en un lugar completamente nuevo.

La casa era agradable. Era una linda casita de estilo antiguo, como las que salen en el programa
Esta vieja casa
. Tenía dos dormitorios y sólo un cuarto de baño, pero los espacios comunes eran grandes. Estaba muy cerca de sus casas vecinas, sobre una ladera en el distrito central. Pendían muchos cables de electricidad de unos postes que había en la acera, y, aunque nuestra casa estaba cuidada y bien mantenida, algunas de las vecinas tenían jardines con el césped sin cortar, pintura que se caía a pedazos y musgo en los techos.

Eve y Denny estaban enamorados del lugar y se pasaron toda la primera noche rodando desnudos por todas las habitaciones, menos la de Zoë. Cuando Denny volvía del trabajo, lo primero que hacía era saludar a las mujeres. Después, me sacaba al jardín y me tiraba la pelota, que yo le devolvía de buena gana. Y cuando Zoë creció un poco, corría y chillaba mientras yo fingía perseguirla. Eve la regañaba:

—No corras así. Enzo te puede morder.

Dudaba así de mí durante los primeros años. Pero una vez Denny se volvió hacia ella y le dijo:

—Enzo nunca le haría daño, ¡jamás! —Y tenía razón. Yo sabía que no era como los otros perros. Tenía cierto grado de voluntad, la suficiente como para dominar mis instintos. Pero lo que Eve decía no era descabellado, pues la mayor parte de los perros no puede evitarlo. Cuando ven correr a un animal, le siguen el rastro para atraparlo. Auque yo no soy de ésos.

Claro que Eve no lo sabía, y yo no tenía modo de explicárselo, de modo que nunca jugué a lo bruto con Zoë. No quería darle motivos de preocupación a Eve. Porque ya lo había olido. Cuando Denny no estaba, quien me alimentaba era Eve, y cuando se inclinaba para darme mi cuenco de comida y mi nariz quedaba cerca de su cabeza, yo detectaba un feo olor, como a madera podrida, setas, descomposición. Podredumbre húmeda, rezumante. Salía de sus oídos y de sus narices. En la cabeza de Eve había algo que no debía estar allí.

Si mi lengua me lo hubiese permitido, se lo habría dicho. Les podría haber advertido de lo que ocurría mucho antes de que lo descubriesen con sus máquinas, sus ordenadores y sus superdispositivos que ven dentro de la cabeza humana. Creen que esas máquinas son sofisticadas, pero lo cierto es que son torpes y primitivas, totalmente reactivas, basadas en una filosofía médica obsesionada con los síntomas, que siempre llega tarde. Mi nariz, sí, mi bonito hocico negro y húmedo, husmeó la enfermedad del cerebro de Eve antes de que ella supiese que estaba allí.

Pero mi lengua no es ágil. Así que no pude hacer más que mirar, sintiéndome vacío por dentro. Eve me había encomendado la misión de proteger a Zoë a cualquier precio, pero nadie estaba encargado de proteger a Eve. Y yo no podía hacer nada por ayudarla.

Capítulo 8

Un sábado por la tarde, en verano, después de pasar la mañana en la playa de Alki, nadando y comiendo pescado y patatas fritas comprados en Spud’s, regresamos a casa, enrojecidos y cansados por el sol. Eve puso a Zoë a dormir una siesta. Denny y yo nos sentamos frente a la tele a estudiar.

Puso una cinta de una carrera de resistencia en la que había participado, como parte de un equipo de tres, en Portland, unas semanas atrás. Era una carrera emocionante, de ocho horas de duración. Denny y otros dos pilotos hicieron turnos de dos horas, y acabaron quedando primeros en su categoría merced a su heroísmo del último momento. Entre otras cosas, Denny estuvo a punto de hacer un trompo, pero se recuperó justo a tiempo y pasó a los competidores que le llevaban la delantera.

Ver toda una carrera grabada con una cámara ubicada en la cabina del coche es una experiencia impresionante. Da una maravillosa sensación de la perspectiva del corredor, que suele faltar en las que se transmiten por televisión, con sus múltiples cámaras y diversos coches a los que seguir. Ver la carrera desde la cabina de un único coche te hace entender de verdad cómo es conducir; qué se siente al tener el volante en las manos, conocer de verdad la salida, la pista, el atisbo por el espejo retrovisor de los rivales que vienen por detrás de ti, la sensación de aislamiento, la concentración y la decisión necesarias para el triunfo.

Denny puso la cinta desde el comienzo de su último turno. La pista estaba mojada y el cielo cubierto de oscuras nubes que anunciaban más lluvia. Miramos varias vueltas en silencio. Denny conducía tranquilo, casi solo, pues su equipo se había rezagado tras tomar la decisión crucial de detenerse para reemplazar sus neumáticos por otros especiales para lluvia. Otros participantes habían preferido pensar que la lluvia pasaría y que la pista no tardaría en secarse. De modo que siguieron en carrera, sacándole dos vueltas de ventaja al equipo de Denny. Pero volvió a llover, lo que le dio una marcada ventaja a Denny.

A toda velocidad y sin esfuerzo, Denny pasaba a los otros coches: Miatas, poco potentes, pero veloces en las curvas gracias a su estupendo equilibrio, Vipers de grandes motores y pésima dirección. Denny, en su rápido y poderoso Porsche Cup Car, cortando la lluvia.

—¿Por qué eres mucho más veloz que los otros en las curvas? —preguntó Eve.

Alcé la vista. Estaba de pie en el umbral, mirando.

—La mayor parte de ellos no lleva neumáticos para la lluvia —dijo Denny.

Eve se sentó junto a Denny en el sofá.

—Algunos sí.

—Sí, algunos sí —confirmó él.

Seguimos mirando. Denny se colocó detrás de un Camaro amarillo. Parecía que lo hubiese podido pasar en la duodécima curva, pero no lo hizo. Eve se dio cuenta.

—¿Por qué no lo pasaste? —preguntó.

—Lo conozco. Su motor es muy potente y en la recta me habría vuelto a adelantar. Creo que lo supero en la próxima serie de curvas.

Así fue. En la siguiente curva, Denny iba a unos centímetros del parachoques trasero del Camaro. Se mantuvo así durante la doble curva siguiente y luego, en la salida, se puso junto a él. Y cuando entraron en otra curva, lo pasó a toda velocidad.

—Esta parte de la pista se pone realmente resbaladiza con la lluvia —dijo—. No le queda más remedio que rezagarse. Cuando vuelva a tener buena adherencia en las ruedas, yo ya estaré fuera de su alcance.

Otra vez estaba en la recta. Sus faros iluminaban las señales de curva contra un cielo cada vez más oscuro. En el espejo retrovisor panorámico de Denny, el Camaro se hizo cada vez más pequeño, hasta que, al fin, desapareció.

—¿Él tenía neumáticos para lluvia? —preguntó Eve.

—Creo que sí. Pero su coche no estaba bien balanceado.

—Aun así, tú conduces como si la pista no estuviese mojada. Los demás, sí.

Curva doce otra vez, y después a toda marcha por la recta. Ante nosotros brillaban las luces traseras de otros competidores, las próximas víctimas de Denny.

—Lo tienes ante tus ojos —dijo Denny en voz baja.

—¿El qué? —preguntó Eve.

Al cabo de un momento Denny explicó:

—Un día, cuando tenía diecinueve años e iba a la escuela de conducir de Sears Point, llovía, y trataban de enseñarnos cómo se maneja el coche en la lluvia. Una vez que los conductores terminaron de explicar sus secretos, todos los estudiantes quedamos totalmente confundidos. No teníamos ni idea de lo que nos estaban hablando. Miré al tipo que tenía a mi vera. Era un francés llamado Gabriel Flouret, y conducía muy rápido. Sonrió y dijo: «Lo tienes ante tus ojos».

Haciendo sobresalir el labio inferior, Eve miró a Denny con los ojos entornados.

—Y ahí lo entendiste todo —dijo, en tono de broma.

—Así es —respondió Denny, muy serio.

En la tele, seguía lloviendo. El equipo de Denny había tomado la decisión correcta. Los otros se detenían para cambiar los neumáticos.

—Los conductores le temen a la lluvia —nos dijo Denny—. La lluvia amplifica tus errores y una pista mojada puede hacer que tu coche reaccione de forma inesperada. Cuando ocurre algo inesperado, debes reaccionar. Y reaccionar a esa velocidad, siempre es reaccionar demasiado tarde. De modo que hay motivo para tener miedo.

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