Todos los cuentos de los hermanos Grimm (35 page)

Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online

Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
2.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

El alcalde exigió que su criada fuese antes que los demás; pero cuando se presentó al peletero de la ciudad, éste no le dio sino tres ducados por una piel; y a los que llegaron a continuación no les ofreció ni tanto siquiera.

—¿Qué queréis que haga con tantos pellejos? —les dijo.

Indignáronse los campesinos al ver que habían sido el chasqueados por el destripaterrones y, deseosos de vengarse, lo acusaron de engaño ante el alcalde. El destripaterrones fue condenado a muerte por unanimidad; sería metido en un barril agujereado y arrojado al río.

Lo condujeron a las afueras del pueblo y dijeron al sacristán que hiciera venir al cura para que le rezara la misa de difuntos. Todos los demás hubieron de alejarse, y al ver el destripaterrones al sacristán, reconoció al que había sorprendido en casa del molinero y le dijo:

—¡Yo te saqué del armario; sácame ahora tu del barril!

Acertó a pasar en aquel momento, guiando un rebaño ovejas, un pastor de quien sabía el destripaterrones que tenía muchas ganas de ser alcalde, y se puso a gritar con todas sus fuerzas:

—¡No, no lo haré! ¡Aunque el mundo entero se empeñe, no lo haré!

Oyendo el pastor las voces, acercóse y preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que no quieres hacer?

Y respondió el condenado:

—Se empeñan en hacerme alcalde si consiento en meterme en el barril; pero yo me niego.

A lo cual replicó el pastor:

—Si para ser alcalde basta con meterse en el barril, yo estoy dispuesto a hacerlo en seguida.

—Si entras, serás alcalde —aseguróle el labrador.

El hombre se avino, y se metió en el tonel, mientras el otro aplicaba la cubierta y la clavaba. Luego se alejó con el rebaño del pastor.

El cura volvióse a la aldea y anunció que había rezado la misa por lo que, acudiendo todos al lugar de la ejecución, empujaron el barril, el cual comenzó a rodar por la ladera. Gritaba el pastor:

—¡Yo quisiera ser alcalde!

Pero los presentes, pensando que era el destripaterrones el que así gritaba, respondíanle:

—¡También nosotros lo quisiéramos, pero primero tendrás que dar un vistazo allá abajo!

Y el barril se precipitó en el río.

Regresaron los aldeanos a sus casas, y al entrar en el pueblo se toparon con el destripaterrones que, muy pimpante y satisfecho, llegaba también conduciendo su rebaño de ovejas. Asombrados, le preguntaron:

—Destripaterrones, ¿de dónde sales? ¿Vienes del río?

—Claro —respondió el hombre— me he hundido mucho, mucho, hasta que por fin toqué el fondo. Quité la tapa del barril y salí de él, y he aquí que me encontré en unos bellísimos prados donde pacían muchísimos corderos, y me he traído esta manada.

Preguntáronle los campesinos:

—¿Y quedan todavía?

—Ya lo creo —respondió él—; más de los que podríais llevaros.

Entonces los aldeanos convinieron en ir todos a buscar rebaños; y el alcalde dijo:

—Yo voy delante.

Llegaron al borde del río, y justamente flotaban en el cielo azul algunas de esas nubecillas que parecen guedejas, y las llaman borreguillas, las cuales se reflejaban en el agua:

—¡Mirad las ovejas, allá en el fondo! —exclamaron los campesinos.

El alcalde, acercándose, dijo:

—Yo bajaré el primero a ver cómo está la cosa; si está bien, os llamaré.

Y de un salto, ¡plum!, se zambulló en el agua. Creyeron los demás que les decía «¡Venid!», y todos se precipitaron tras él. Y he aquí que todo el pueblo se ahogó, y el destripaterrones, como era el único heredero, se convirtió, para su mal, en un hombre rico, pues las riquezas conseguidas con malas artes o patrañas sólo conducen al infierno.

La reina de las abejas

D
OS príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban «El bobo», púsose en camino en busca de sus hermanos.

Cuando por fin los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:

—Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos; pero el menor se opuso:

—Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo:

—Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.

Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior.

Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levanto, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.

A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: «En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra».

Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedo convertido en piedra.

Al día siguiente intentó el segundo la aventura pero no tuvo mayor éxito que el mayor; encontró solamente doscientas perlas y, a su vez, fue transformado en piedra.

Finalmente, tocóle el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con que lentitud se reunían las perlas!

Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.

El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave perdida.

El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa; pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces le reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose en último lugar en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera.

Se desvaneció el hechizo; todos despertaron y los petrificados recuperaron su forma humana, y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

Las tres plumas

E
RASE una vez un rey que tenía tres hijos, de los cuales dos eran listos y bien dispuestos, mientras el tercero hablaba poco y era algo simple, por lo que le llamaban «El lelo».

Sintiéndose el Rey viejo y débil, pensó que debía arreglar las cosas para después de su muerte, pero no sabía a cuál de sus hijos legar la corona. Díjoles entonces:

—Marchaos, y aquel de vosotros que me traiga el tapiz más hermoso, será rey a mi muerte —y para que no hubiera disputas, llevólos delante del palacio, echó tres plumas al aire, sopló sobre ellas y dijo—. Iréis adonde vayan las plumas.

Voló una hacia Levante; otra, hacia Poniente, y la tercera fue a caer al suelo, a poca distancia. Y así, un hermano partió hacia la izquierda; otro, hacia la derecha, riéndose ambos de «El lelo», que siguiendo la tercera de las plumas, hubo de quedarse en el lugar en que había caído.

Sentóse el mozo tristemente en el suelo, pero muy pronto observó que al lado de la pluma había una trampa. La levantó y apareció una escalera; descendió por ella y llegó ante una puerta. Llamó y oyó que alguien gritaba en el interior:

«Ama verde y tronada,

pata arrugada,

trasto de mujer

que no sirve para nada;

a quien hay ahí fuera, en el acto quiero ver.»

Abrióse la puerta, y el príncipe se encontró con un grueso sapo gordo, rodeado de otros muchos más pequeños. Preguntó el gordo qué deseaba, a lo que respondió el joven:

—Voy en busca del tapiz más bello y primoroso del mundo.

El sapo, dirigiéndose a uno de los pequeños, le dijo:

«Ama verde y tronada,

pata arrugada,

trasto de mujer

que no sirve para nada;

aquella gran caja me vas a traer.»

Fue el sapo joven a buscar la caja; el gordo la abrió, y sacó de ella un tapiz, tan hermoso y delicado como no se había tejido otro en toda la superficie de la Tierra. Lo entregó al príncipe. El mozo le dio las gracias y se volvió arriba.

Los otros dos hermanos consideraban tan tonto al pequeño, que estaban persuadidos de que jamás lograría encontrar nada de valor.

—No es necesario que nos molestemos mucho —dijeron, y a la primera pastora que encontraron le quitaron el tosco pañolón que llevaba a la espalda.

Luego volvieron a palacio para presentar sus hallazgos a su padre el Rey. En el mismo momento llegó también «El lelo» con su precioso tapiz y, al verlo, el Rey exclamó admirado:

—Si hay que proceder con justicia, el reino pertenece al menor.

Pero los dos mayores importunaron a su padre, diciéndole que aquel tonto de capirote era incapaz de comprender las cosas y no podía ser rey de ningún modo, y le rogaron que les propusiera otra prueba.

Dijo entonces el padre:

—Heredará el trono aquel de vosotros que me traiga el anillo más hermoso.

Y saliendo con los tres al exterior, sopló de nuevo tres plumas, destinadas a indicar los caminos. Otra vez partieron los dos mayores: uno, hacia Levante; otro, hacia Poniente, y otra vez fue a caer la pluma del tercero junto a la trampa del suelo.

Descendió de nuevo la escalera subterránea y se presentó al sapo gordo, para decirle que necesitaba el anillo más hermoso del mundo. El sapo dispuso que le trajesen inmediatamente la gran caja y, sacándolo de ella, dio al príncipe un anillo refulgente de pedrería, tan hermoso, que ningún orfebre del mundo habría sido capaz de fabricarlo.

Los dos mayores se burlaron de «El lelo», que pretendía el objeto perdido; sin apurarse, quitaron los clavos de un viejo aro de coche y lo llevaron al Rey. Pero cuando el menor se presentó con su anillo de oro, el Rey hubo de repetir: «Suyo es el reino».

Pero los dos no cesaron de importunar a su padre, hasta que consiguieron que impusiese una tercera condición, según la cual heredaría el trono aquel que trajese la doncella más hermosa.

Volvió a echar al aire las tres plumas, que tomaron las mismas direcciones de antes.

Nuevamente bajó «El lelo» las escaleras, en busca del grueso sapo, y le dijo:

—Ahora tengo que llevar a palacio a la doncella más hermosa del mundo.

—¡Caramba! —replicó el sapo—. ¡La doncella más hermosa! No la tengo a mano, pero te la proporcionaré.

Y le dio una zanahoria vaciada de la que tiraban, como caballos, seis ratoncillos. Preguntóle «El lelo» con tristeza:

—¿Y qué hago yo con esto?

Y le respondió el sapo:

—Haz montar en ella a uno de mis sapos pequeños.

Cogiendo el mozo al azar uno de los del círculo, lo instaló en la amarilla zanahoria. Mas apenas estuvo en ella, transformóse en una bellísima doncella; la zanahoria, en carroza, y los ratoncitos, en caballos. Dio un beso a la muchacha, puso en marcha los corceles y dirigióse al encuentro del Rey.

Sus hermanos llegaron algo más tarde. No se habían tomado la menor molestia en buscar una mujer hermosa, sino que se llevaron las primeras campesinas de buen parecer.

Al verlas el Rey, exclamó:

—El reino será, a mi muerte, para el más joven.

Pero los mayores volvieron a aturdir al anciano, gritando:

—¡No podemos permitir que «El lelo» sea rey!

Y exigieron que se diese la preferencia a aquel cuya mujer fuese capaz de saltar a través de un aro colgado en el centro de la sala. Pensaban: «Las campesinas lo harán fácilmente, pues son robustas; pero la delicada princesita se matará».

Accedió también el viejo rey. Y he aquí que saltaron las dos labradoras; pero eran tan pesadas y toscas, que se cayeron y se rompieron brazos y piernas. Saltó a continuación la bella damita que trajera «El lelo» y lo hizo con la ligereza de un corzo, por lo que ya toda resistencia fue inútil. Y «El lelo» heredó la corona y reinó por espacio de muchos años con prudencia y sabiduría.

La oca de oro

U
N hombre tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban «El zoquete», que era menospreciado y blanco de las burlas de todos.

Un día quiso el mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed.

Al llegar al bosque encontróse con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo:

Other books

When Summer Fades by Shaw, Danielle
The Scarlet Empress by Susan Grant
The Barcelona Brothers by Carlos Zanon, John Cullen
The Eternal Philistine by Odon Von Horvath
Suicide Blonde by Darcey Steinke
Revenant by Catrina Burgess
Mourning Lincoln by Martha Hodes