Trinidad (130 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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De repente, nos lanzamos hacia la orilla cabalgando sobre una alta y precipitada ola. El bote se levantaba como en una catapulta…, más cerca…, más cerca…

—¡Ahora!

Charley y yo saltamos y quedamos con agua hasta el cuello; luego nos levantamos para sostener la proa en alto y evitar que el bote se despedazara. Me sentí levantado del suelo, luego bajado y luego vuelto a levantar. Yo procuraba clavar los pies bajo las rocas, dando arcadas por el agua que tragaba y sufriendo zarpazos de dolor a causa de los golpes. Conor estaba a mi lado, sumando su fuerza a la mía.

—¡Corre hacia la playa! —gritó.

Allá nos lanzamos. El
curragh
subió por la arena como si hubiese resbalado sobre cristal. Dan se echo fuera, y los cuatro tiramos, tiramos, tiramos, hasta que tuvimos el bote en lugar seguro. Descargamos la ametralladora, la caja de municiones, el carrete de alambre y la camilla para llevarlo.

Nos pusimos de rodillas, permitiéndonos el lujo de doblarnos por la cintura y boquear.

—Muy bien, de pie. Dan, Charley, montad la ametralladora. Seamus, ¡lleva el bote detrás de la torre!

Sea como fuere, habíamos desembarcado a unos cincuenta metros del punto que nos habíamos señalado. Conor estaba en el agua, forzando la vista por descubrir otros botes.

Venían fatigosamente. Un segundo
curragh
formaba un blanco situado a unos cuatrocientos metros de distancia. Vimos cómo sus ocupantes se tambaleaban y caían para atrás. El bote chocó contra las rocas y quedó hecho pedazos.

Conor guió a los supervivientes hacia la torre.

Luego vino Gilmartin. Él y lord Louie eran los dos mejores marineros que teníamos. Gobernó la embarcación hasta la orilla, y cayó de bruces. Ayudado por mí, Conor lo arrastró hasta fuera del agua. Sabíamos que se había hundido un bote; pero faltaba otro todavía. Conor me ordenó que llevase a Gilmartin a la torre.

—Retrocederé en busca del otro bote —me dijo a mí.

—Espera… —jadeó Gilmartin—. Somos nosotros…

—No, queda otro más por llegar.

—No, no, ambos se han perdido. Yo lo he visto. Pendergast ha dado un porrazo y se ha hundido. Yo le he pescado al pasar. Había muerto ya.

—El otro…

—Lord Louie. Ha faltado muy poco para que se nos echara encima; luego se ha partido en dos…, oh, Jesús…, Jesús… —chilló Gilmartin.

—¡Cállate, maldita sea! —bramó Conor—. ¡Cállate! Muy bien, subamos a la torre.

Una extraña, cautelosa cuadrilla de abordaje, formada por personal de la Armada, autoridades del puerto y miembros
constabulary
, se internaba poco a poco por el
Glory of Ulster
. Las pesquisas llevadas a cabo en el buque no dieron el menor resultado. El vigilante muerto estaba bien escondido en un rincón inundado e inaccesible de la bodega.

Edwin Gunn, dueño del barco, acabó por subir también sin dejar de rascarse la cabeza desconcertado. Hubo un confuso cambio de impresiones. Gunn se puso a despotricar desde el primer momento que aquello era obra de los maleantes de la orilla católica del río. Además, daba como cosa indiscutible que era un insulto contra todo lo bueno y noble del ulsterismo y de la Corona, además. El hombre salió como una furia de su medio hundido barco en busca de compañeros de Orange. Armaría un motín contra el Bogside para resarcirse de esta afrenta.

De momento, a las autoridades lo que más les preocupaba era el problema creado. A todos los efectos prácticos, el puerto de Londonderry quedaría paralizado al menos una semana.

—Nos quedan unas trescientas libras de dinamita —dijo Charley Hackett después de una inspección.

—¿Será bastante?

—No lo sabremos hasta que la hagamos estallar.

—Muy bien —dijo Conor—. Carguemos con ella. Subid todos, menos Dan. Tú, Dan, tendrás que manejar la ametralladora mientras tanto.

—Claro —respondió el anciano, limpiándose las gafas y calándoselas de nuevo, aunque así y todo no viera mucho más allá de la nariz.

—Hemos de recuperar toda una faltriquera de tiempo perdido —dijo Conor—. Vámonos.

La tempestad, que había sido el verdugo que nos atormentó e incluso ejecutó a algunos de los nuestros durante la travesía, se había convertido ahora en aliada nuestra, proporcionándonos un manto protector. Conor cambió el plan primitivo, según el cual habíamos de bajar arrastrándonos corno lagartos de la playa a las cuevas. Ordenó que en vez de hacerlo así, cada uno corriera lo más rápido y hasta la mayor distancia que pudiera.

Conor y Charley Hackett se reservaron el trabajo más penoso, cargando un carrete de más de noventa kilogramos de alambre en una camilla. Boyd McCracken encontró la cueva indicada. Los demás chapoteamos tras él, nos hundimos en el agua, volvimos a salir fuera, y luego caímos y nos quedamos tendidos, jadeando.

Encendieron una vela. Los relucientes carámbanos de piedra abrían ante nuestros ojos una madriguera de duendes. Boyd nos señaló una abertura minúscula. Conor ató a la camilla una soga con la que luego se rodeó el cuerpo, como si enjaezara un caballo. Todos seguimos a Boyd, en fila india, reptando cara a tierra. Fue una tortura horrible. Yo llevaba dieciocho kilogramos de dinamita a la espalda, un fusil ametrallador y la munición correspondiente, y en algunos puntos la abertura quedaba reducida a unos sesenta centímetros de ancho por otros sesenta de alto. Las aristas de la roca se me clavaban en la carne y me desgarraban el fardo. La oscuridad aumentaba el espanto.

Yo oía cómo Conor emitía unos sonidos guturales mientras iba tirando de la camilla, unos pocos centímetros cada vez…, gruñido, boqueada; gruñido, boqueada.

—¡Quietos! —gritó Boyd en la oscuridad. Vi la mortecina luz de su lámpara eléctrica mientras yacía como en una tumba de roca y me invadía un mareo de claustrofobia. Boyd volvió a llamarnos para decirnos que podía abrir camino sin nada más que las manos. Cuando la hilera volvió a resbalar adelante, yo me santigüé en acción de gracias.

La senda de los tormentos se ensanchó hasta formar una cavernita que era como una habitación. No había tiempo para abandonarse de nuevo. Conor, todavía en el pasillo, nos dio la soga y todos tiramos a la vez, para pasar la camilla por la abertura. Hubimos de sacar hasta la última reserva de energía que nos quedara. El fardo entró en la cuevecita muy oportunamente, pues aunque lo habíamos envuelto en cuatro capas de tela, ésta se había desgarrado por muchas partes.

La linterna de Conor revoloteó por el cubículo.

—Ahí está la entrada del túnel —dijo—. Meteos dentro. Tendremos que efectuar unos cambios de orden. Boyd entra el primero, Charley con un minuto de intervalo, luego Seamus y después Pete. Si el alambre se enreda, el hombre que va en cabeza retrocede hasta encontrar la maraña. Yo tendré que manejar el carrete, aquí, sin ayuda de nadie.

Conor volvía a cargar sobre sí la tarea que exigía una fuerza bruta tremenda, una tarea que habría puesto a prueba a un par de hombres. Reuniendo sus energías, se dispuso a sostener en las manos más de noventa kilos. Boyd entró en el túnel agarrando el extremo del alambre. Uno después de otro, los demás anduvimos a gatas por el túnel, acompañando el alambre eléctrico.

—Ahí está, muchachos —dijo Boyd, proyectando el chorro de luz sobre la pared de ladrillo—. Yo entraré el alambre. Sígueme, Charley. Gilmartin, quédate y cuida de que no se atasque. Tenemos una curva muy cerrada. Para indicaros cuando haya llegado al cuarto de la caldera, tiraré del hilo tres veces.

Con la pericia de un ladrón de cajas de caudales buscando la combinación de la cerradura, Boyd McCracken fue quitando ladrillos como piezas de un rompecabezas hasta dejar una abertura del tamaño de un hombre. Boyd se metió con gran precaución por la abertura, se agachó y se deslizó de cabeza por la chimenea de un hogar y luego por el hogar mismo.

Nosotros le seguimos. Estábamos en una habitación espaciosa sumida en unas tinieblas de negrura azulada, perforadas únicamente por la linterna que llevaba en la mano Boyd McCracken, quien volvió el cono de luz hacia nuestros sucios rostros para efectuar un recuento. Todos estábamos allí, menos Gilmartin, que iba empujando el hilo conductor. Cruzamos a hurtadillas el suelo de piedra hasta llegar a una gran puerta de madera y corrimos el cerrojo. En la habitación vino a estrellarse una avalancha de luz procedente del pasillo. Nosotros nos apiñamos detrás de Boyd.

Este asomó la cabeza. El pasillo estaba despejado. Entonces nos señaló otra puerta, situada unos doce metros más allá y se deslizó hacia ella, arrimado a la pared. Uno después de otro salimos tras él, reuniéndonos de nuevo delante de la puerta del cuarto de la caldera.

Boyd entregó el extremo del alambre a Charley Hackett, corrió como una flecha hacia la puerta, pegó el oído a ella ¡y la abrió de un empujón! En seguida entró, empuñando la pistola. Nada. Otra señal, y nosotros nos precipitamos allá, mientras él encendía la única lámpara eléctrica instalada allí. Dejamos caer los paquetes, los apilamos delante del tubo y el conducto mayores, y salimos. Desaparecido Pendergast en la travesía, Charley sólo disponía de Jennings para instalar el hilo conductor en los cartuchos de dinamita y meter los tubos dentro de los conductos.

Mientras los otros retrocedían a la carrera, Boyd y yo ocupamos nuestro puesto de retaguardia en el cruce de corredores. Era una posición perfecta; desde ella se veía claramente la única entrada al sótano. Todo el que quisiera acercarse al alambre conductor tendría que doblar un recodo sin ninguna visibilidad y entrar de lleno en mi campo de tiro.

Los momentos pasaban con una lentitud brutal…, ocho…, nueve…, diez…, quince…, dieciséis. ¡Ven, Charley, por amor de Dios! Jennings pasó junto a mí, corriendo, y me hizo seña de que ya casi estaba terminado.

Otros tres minutos…, apareció Charley. Y en el mismo instante que aparecía Charley, todos quedamos petrificados. Una sombra caía sobre las escaleras al final del pasillo. ¡Alguien bajaba!

Todos abrimos la boca. Me quedé paralizado un instante, y luego…, como por una revelación, supe qué había que hacer.

Con una seña, indiqué a Charley que volviera a meterse en el túnel y con un movimiento de cabeza ordené a Boyd McCracken que le siguiera.

Gilmartin se había situado junto al hogar para ir contando a los que salían. Charley y Boyd llegaron allá en el mismo instante.

—Vámonos —dijo Charley.

—¿Dónde está Seamus?

—Alguien merodea por allá. Seamus ha tenido que quedarse.

Gilmartin soltó un leve gemido acompañado de un movimiento, disponiéndose a cruzar la habitación. Boyd le agarró.

—No serviría de nada hacernos matar a todos. Entra en el túnel, Gilmartin.

El hombre titubeó un momento, luego dio media vuelta y huyó con los otros. Mientras corrían, notaban ligeramente el contacto del alambre y por las mejillas les resbalaban lágrimas de angustia por el hombre que guardaba la línea. Después de varios minutos por el agujero de salida, oyeron un ruido y se detuvieron. ¡Fuego de ametralladora!

—¡Oh, Dios!

—¡Aprisa, maldita sea, aprisa! Hemos de llegar donde está Conor…, ¡moveos…, moveos…, moveos!

Agachados y corriendo sin precaución se encontraron de regreso a la cueva en la mitad del tiempo previsto.

—¡Vuélalo, Conor! —gritó Charley a Conor, apostado junto al detonador.

—¡Seamus! —gritó Conor.

—¡Vuélalo, Conor! ¡Vuélalo!

Conor se inclinó sobre la caja, la mano en el núcleo de inmersión, los ojos desencajados…

—¡Seamus! ¡Seamus! ¡Seamus!

—No tiene bastante munición para resistir más de un minuto. ¡Vuélalo! ¡Cortarán el alambre!

Charley Hackett se lanzó hacia el detonador. Conor se levanto como un orate, apuntando la pistola a la frente de Charley. A continuación retrocedió un paso, haciendo girar el arma en derredor, amenazando a los demás… Luego la dejó caer al suelo, se arrodilló y emitió un grito horrible:

—¡Perdóname!

Y colocó el núcleo de inmersión, estableciendo el contacto.

Todos levantaron la vista en un silencio aterrorizado. No sucedía nada. ¡Un instante después fueron disparados por la cueva como cerillas!

Dan Sweeney abrió los ojos muy redondos; nadie había visto nunca nada que llegase ni a la mitad de aquello. Alrededor de Punta Magilligan el suelo saltaba y trepidaba como si fuera a despedazarse y saltar al mar. La luz que se encendió era la de un millar de infiernos, una furia de tonos naranja. Los cascotes chocaban contra la Torre Martello como densa granizada.

Otra explosión…, y otra…, ¡y otra!

Los pescadores de algas de la costa de enfrente caían de rodillas asustados. Desde la costa de Escocia vieron la explosión, que inflamó el firmamento de Derry, a más de treinta y dos kilómetros de allí. La explosión levantó una marejada, cuyo horrible son retumbaba dentro de las cabezas que lo escuchaban.

El asalto había terminado. Dan Sweeney extendió la mirada por el campo abierto de delante de la torre. Pasaron unos minutos; luego oyó unas sirenas distantes.

¡Allá! Por la playa. Dan hizo girar la ametralladora.

—¡Somos nosotros, Dan!

El viejo abandonó su puesto, bajó los peldaños doblándosele las rodillas y abrió la puerta de la torre, Gilmartin, Conor Larkin, Charley Hackett, Boyd McCracken, Jennings y otros cuatro entraron cojeando, aplastados por el impacto —aun a la distancia que estaban— de la explosión de trescientas toneladas de dinamita.

Los supervivientes se limpiaron las heridas, se ataron torniquetes, se vendaron miembros. Se divisaban reflejos lejanos de reflectores y se oían los ladridos de los perros.

Conor levantó la ensangrentada cabeza.

—Llévalos de regreso, Gilmartin —dijo—. Llévatelos de regreso. Mira…, os he calmado las aguas.

—El puesto que me corresponde es aquí, al lado de Dan —respondió el otro.

—Lo siento. Ha habido un cambio de órdenes.

—Dan —protestó Gilmartin—, dile que los guíe él.

El viejo cogió a Conor y lo zarandeó.

—¡Lleva a tu gente de regreso, Conor!

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