Trinidad (68 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Además de introducir marcos de acero, para prescindir de algunas vigas, el edificio necesitaba de un sistema de bocas de agua contra incendios y salidas de emergencia. Por otra parte, había que construir un almacén para terminar con la costumbre de taponar los pasillos con pilas de piezas de tela. Finalmente, se precisaba una renovación completa, de cabo a rabo; desde devolver a las ventanas su función ventiladora hasta instalar sistemas de calefacción y diseñar de nuevo las sillas de las operarías… Todo ello a fin de conseguir un máximo de producción.

Durante las negociaciones, MacAdam Rankin utilizó sabiamente todos estos argumentos para rebajar el precio de la fábrica. Cuando Witherspoon & McNab hubieron vendido, las recomendaciones de los arquitectos se guardaron en un archivo y no se habló nunca más de ellas. El viejo edificio siguió en activo tan lóbrego como siempre, envejeciendo a ojos vistas, volviéndose más sucio y peligroso a medida que pasaban los años.

Cuando Rankin salió de la escena y lord Roger tomó las riendas del negocio, el mercado del lino volvía a estar en auge y la fábrica en plena producción. Lord Roger inspeccionó el edificio una sola vez y ya no volvió a subir más arriba de la planta baja. Controlando como controlaba los campos de lino y las hilanderías, la fábrica de camisas rendía unos beneficios increíbles, alrededor del medio millón de libras al año; dinero que financiaba en buena parte las incursiones de lord Roger en el campo de los ferrocarriles, los barcos y otras adquisiciones. Se hablaba con cierta frecuencia de mejorar algo el edificio, pero siempre resultaban habladurías ociosas. So pretexto y alegato de que el mercado del lino podía hundirse de nuevo, no se procedió a renovación alguna. Las empresas Foyle adoptaron como principio fundamental la idea de que la fábrica de camisas era una vaca a la que había que ordeñar hasta que se quedase seca.

Eliminada toda precaución por renovar el edificio viejo o levantar uno nuevo, el problema principal quedaba reducido a mantener alejados de allí a los organizadores de sindicatos obreros. Maxwell había demostrado desde antiguo su temple para estos menesteres en los Talleres Weed de Belfast. Después de organizar personalmente un sistema de espionaje en la fábrica, destacó a Kermit Devine, primer ayudante personal suyo, a Londonderry para auxiliar a lord Hubble. Aunque Devine era católico, había servido lealmente a la Corona durante tres decenios y Swan le había sacado del Castillo de Dublín, comprando su libertad.

El sistema de espionaje que dirigió Devine no solamente estaba a la altura del que funcionaba en los Talleres Weed, sino que Devine creó una escuadra de fanáticos incondicionales del conde. Sus componentes estaban siempre preparados para aplicar sus artes antisindicales en cualquier nivel, en cualquier misión, en cualquier instante. Pero a pesar de sus esfuerzos, la paz laboral de Witherspoon & McNab seguía insegura.

El personal era católico casi en su totalidad, no como aquellos obreros leales que tenía sir Frederick en sus dominios de Belfast, y la vigilancia contra la anarquía había de estar en pie día y noche.

Lord Roger llegó al cuartel general de las empresas Foyle a las nueve en punto exactamente. La mansión georgiana de Abercorn Road se hallaba a cosa de una manzana de distancia de la fábrica de camisas, desde algunas de cuyas ventanas más altas podía verse. Por aquellos días, ir a la oficina resultaba una auténtica fiesta; su suegro tenía un juguete nuevo con que distraerse.

Durante cierto número de años, reinó en la isla familiar una incertidumbre con respecto al teléfono. La compañía nacional era de propiedad particular y se la consideraba una amenaza para el sistema telegráfico, monopolizado por el Gobierno y dirigido desde la Oficina General de Correos. Mientras el Parlamento discutía el caso y los comités selectos investigaban, el crecimiento del servicio telefónico quedaba interrumpido. En las ciudades hacían falta líneas nuevas, pero habría sido de mal gusto, además de impracticable, pasar los cables de una casa a otra, y el gobierno se resistía a conceder permisos de paso subterráneos. Igualmente se desestimaban las solicitudes de derecho de paso para las líneas a larga distancia, es decir, entre una ciudad y otra.

Sir Frederick se enamoró del teléfono desde el primer momento e invirtió mucho capital en una filial para el Ulster de la compañía nacional, filial que estableció en Belfast la primera centralita para los abonados de la ciudad. Lejos de la isla madre resultaba más fácil manipular y maniobrar, y después de años de disputas y desavenencias, sir Frederick consiguió un permiso de paso de Belfast a Londonderry, utilizando la ruta del ferrocarril Trans-Ulster.

El sistema a larga distancia del Ulster empezaba en una centralita de los Talleres Weed y terminaba en las empresas Foyle, otro gran golpe del dinámico sir Frederick.

Lord Roger acudía a su oficina dos veces por semana, los lunes y los viernes, para abrir y cerrar los negocios semanales. Lord Roger lamentaba vivamente el absentismo observado durante el reinado de su padre; absentismo que lo dejaba todo en manos de subalternos y, en consecuencia, dañaba notablemente los bienes de la familia.

Además de Ralph Hastings, ayudante personal suyo, Roger tenía siempre a su lado a Kermit Devine, como enlace permanente con Manor House. Devine no llegó a ocupar una posición comparable a la de Swan, pero cuanto más trataban los sindicatos de alterar la marcha normal de las cosas, más a la sombra desarrollaba sus actividades el fiel servidor. Tipo estrambótico, a sus cincuenta años y pico (un pico largo) Devine había organizado una escuadra que se encargaba de las peores tareas en materia de palizas, secuestros o cualquier otra cosa necesaria para conservar la paz laboral.

Después de la rueda matutina de reuniones con los directores de la fábrica, las hilanderías y las tejedurías, los encargados del ferrocarril y los buques, y los solicitantes, el juguete nuevo entraba en funciones. Lord Roger charlaba extensa, detalladamente un par de veces por semana con sir Frederick, por lo general a la hora del mediodía. Además de poder hablar de los negocios antiguos y los proyectos nuevos gracias al juguete en cuestión, un día Caroline y los niños fueron a Londonderry para alegrarle las pajaritas al abuelo. ¡Era una gloria, una pura gloria aquel teléfono!

El viernes que historiamos faltaban diez minutos para las doce cuando lord Roger llamó; precisamente la hora en que empezaba el fuego.

Terry Devlin acababa de cumplir los dieciséis, completando cinco años largos de aprendizaje en el tercer piso. Se hallaba en la cima de su escala de salarios, nueve chelines semanales, y tenía el número uno para subir arriba, a la sala de los cortadores. Ese sería el día de gloria, la señal de acceso a la edad adulta. Tendría un empleo fijo, esa cosa tan rara y esquiva en el Bogside, y, como llevaría un par de chelines en el bolsillo, podría empezar a beber en las tabernas. Terry trabajaba entre muchachas en flor, planchadoras que tendrían sus mismos años poco más o menos. Terry había experimentado secretos anhelos con respecto a unas cuantas, pero no estaba en situación de expresar sus sentimientos. Antes de poder trabar una amistad auténtica con ellas, parecía que cada una de las candidatas corriese a subir a un piso más alto, pasando a encargarse de una máquina de coser. Por su parte, llegar a cortador significaba que podría empezar a cortejar a una chica, si así lo deseaba.

Había sido una etapa larga y cruel, y durante los meses del verano, Terry había pensado más de una vez que aquel calor le mataría; pero ahora, llegado el ascenso, lo daba todo por bien empleado. Antes de las doce, la rutina del tercer piso consistía en limpiar cenizas y residuos de las estufas que calentaban las planchas y bajarlas a los recipientes del exterior. Terry Devlin se arrodillaba ante las estufas que tenía a su cuidado, una tras otra, abría la portezuela de debajo de la reja, y con una pala, echaba la basura dentro de un par de cubos. Cuando los tenía llenos, gimoteaba bajo su peso y los sacaba de la sala.

Terry acomodaba prestamente los ojos a la oscuridad en que se hundía de repente, porque las pilas de camisas que llegaban cerraban el paso a la luz de gas del vestíbulo. Hoy había dos mil camisas acumuladas allí, de modo que casi no dejaban paso. Terry inspiró con miedo. En aquella oscuridad se hacía difícil divisar exactamente el hueco del ascensor, que no tenía puerta ni nadie que lo vigilase. Con el transcurso de los años, varias personas habían hallado la muerte cayendo en aquel pozo, y entre estas personas se contaba el mejor amigo de Terry. Otras habían quedado tullidas al quedar atrapadas entre las paredes del hueco y el ascensor que bajaba.

Terry andaba de puntillas, ágilmente, pero de pronto perdió el equilibrio al tropezar con una pila de camisas que no había visto, y las cenizas de los cubos se derramaron. El muchacho se levantó presa del frenesí, y lo primero que se le ocurrió fue que había ensuciado las camisas. ¿Qué hacer? ¿Tratar de limpiarlas de cenizas y escabullirse para abajo antes de que se fijara nadie? ¿Intentar encender luz y ver cómo estaba aquello? No, le verían. Pero la oscuridad era demasiado profunda para poder hacer nada…, acaso debía abrir las puertas de la sala… No…, no…, le verían. Si se enteraban de su torpeza, aquella falta podía costarle el sueño de toda su vida: llegar a ser cortador.

Terry permanecía inmóvil, temblando, gimoteando y mordiéndose un dedo. Sus ojos se abrieron de pronto, muy redondos, al ver una brasa caída del cubo que se hundía en una pila de camisas. El aro encarnado que se había formado en la tela se ensanchaba y ahondaba, mandando al aire pequeñas volutas de humo. Terry se abrió paso a través de la masa de prendas hasta un estante vecino del retrete donde guardaban un cubo de agua. ¡Cogió el cubo y quiso arrojar el líquido sobre las camisas! ¡Estaba vacío; el orín se había comido el fondo! El muchacho quedó completamente aturdido, en aquel momento, y mientras giraba en todas direcciones buscando un remedio, las pilas de camisas se le echaron encima como los tentáculos de un pulpo. Levantó las manos para apartarlas, dio unos pasos atrás… y el pie le resbaló por el hueco del ascensor. Terry Devlin cayó al fondo, con un alarido que nadie oyó, porque la sirena del mediodía lo ahogaba.

Al oír el silbido de la sirena, Peg y Maud abandonaron las máquinas prestamente. Un instante después, Deirdre se reunía con ellas. Si estaban de suerte, si las escaleras no se hallaban demasiado atiborradas, tardarían cuatro minutos en subir al terrado y tres en bajar. Así que podrían pasar diecisiete minutos enteros allá arriba.

Los días buenos, los cortadores del piso superior dejaban que las muchachas disfrutasen del terrado. Ellos ya tenían la ventaja de trabajar con luz natural y disponer de buena ventilación. Eran tantas las muchachas que intentaban trepar las cuatro escaleras de hierro y meterse a través de la trampa que habría sido injusto aumentar la congestión a menos que uno tuviera novia y aquello le brindase la oportunidad de pasar unos minutos juntos. Aparte de la galantería, uno podía atisbar así un poco debajo de las faldas, ayudando a las chicas, a petición de las interesadas o por propia iniciativa exclusivamente, a subir o bajar por las escalas.

A su vez, cada una de las mujeres gritaba de gozo al recibir en la cara el chorro de luz y aire. En pocos segundos, el terrado sostenía a sesenta o setenta mujeres que devoraban los almuerzos al mismo tiempo que contemplaban el panorama siempre espléndido del río, que describía un ancho arco.

Sólo Maud McCracken miraba al Bogside. Desde allí casi podía divisar la fragua de Lone Moor Road. La semana estaba a punto de terminar, gracias a Dios. El domingo cogerían el tren y se irían a Convoy a ver la herrería. Acariciaba la idea de dejar el trabajo. Esta semana lo había pasado terriblemente mal, y sabía muy bien que en las sucesivas no iba a pasarlo mejor. Hoy apenas pudo subir las escaleras y ahora, al mediodía, estaba a punto de desmayarse. Peg tenía razón. Debía parar. Si caía y tenían que llevarla a casa sólo habría conseguido llenar a Myles de inquietudes. Sería magnífico que el lunes se despertara sin tener que venir hasta que hubiera alumbrado al hijo.

—Peg —dijo impulsivamente—, creo que mañana será el último día que venga.

Su hermana sonrió y le dio unos golpecitos en la mano.

Durante los quince minutos últimos de conversación telefónica con Belfast, lord Roger se vio interrumpido continuamente por una sucesión de conmociones en el exterior. El desbarajuste empezó con el toque de la sirena. Como tenía la oficina en la parte trasera, lord Roger no podía ver qué ocurría. La voz del otro extremo del hilo se apagaba más que de costumbre, aumentando su malhumor. A las doce veinticinco, toda posible idea de continuar la conversación quedó eliminada por el ruido de la brigada de bomberos que subía a la carga por Abercorn Road. Roger gritó a sir Frederick que trataría de llamarle más tarde, cuando las cosas se hubieran sosegado, y colgó.

En aquel momento, Kermit Devine abría precipitadamente la puerta.

—¿Qué demonios pasa ahí fuera, señor Devine?

—Se ha declarado un incendio en la fábrica —respondió Devine, abriendo la puerta de doble hoja que comunicaba con la sala de reuniones, desde la cual se veía un trecho de Abercorn Road hasta el edificio de Witherspoon & McNab. Los dos hombres contemplaron el cuadro de los obreros derramándose fuera del edificio por ambos costados y dispersándose por la calle en una atmósfera que parecía semicarnavalesca.

Desde varias direcciones aparecían carretas de enrolladas mangueras y de productos químicos, tiradas por caballos, seguidas al cabo de un momento por las de garfios y escalas y de bombas de vapor contra incendios, tiradas éstas por yuntas de bueyes. Un vehículo del
Constabulary
vació a sus ocupantes, los cuales despejaron el espacio suficiente para poder luchar contra el incendio y formaron una cuerda.

—No parece muy grave —murmuró Roger, señalando hacia la delgada espiral de humo que salía del tercer piso.

—En el terrado, milord, ¡mire!

—Dios mío —murmuró entonces Roger, cogiéndose a las cortinas. Se sintió desfallecer; luego volvió a recobrar el dominio. Allá arriba había mujeres; gritaban. Si pasaba algo malo, podía convertirse en una gran calamidad. Roger se dijo que tenía que pensar. ¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa! No era momento de perder la cabeza—. Señor Devine, conviene que conservemos las facultades bien despiertas.

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