Liam y Conor enviaron dinero para la losa sepulcral de Finola. El menor de ambos, que había prosperado enormemente en Nueva Zelanda envió, además, lo necesario para hacer el tejado de la casita de pizarra. Por añadidura, Liam fue el primer hijo de Ballyutogue que encargó una ventana de cristal policromado para la iglesia.
Después de obligar al rezo de las oraciones finales del día, Brigid pasaba revista a su baronía y a todo negocio que hubiera quedado inacabado, antes de retirarse. Y todas las noches abría el cajón de la alacena y sacaba la descolorida carta que habían recibido de Conor mucho tiempo atrás. Era la carta que le anunciaba que Myles McCracken no regresaría a Ballyutogue. La carta contenía sólo unas pocas palabras que fuese capaz de descifrar por sí misma, pero se las sabía de memoria y había desgastado el papel de tanto doblarlo y desdoblarlo.
«Debido a varias circunstancias, Myles toma esposa aquí en Derry.»
—¿Cuáles son esas varias circunstancias? —le preguntó al padre Cluny la primera vez que le leyó la carta.
El cura le dijo que no lo sabía, pero que sería inútil saberlo, porque Myles se había casado ya y ella no debía volver a verle.
El corazón de Brigid sollozó por Myles cuando se enteró del incendio. Brigid acudió al sacerdote nuevamente pasado algún tiempo, para pedirle que escribiera a Conor. Quizá cuando hubiera transcurrido un año, pudiera ir a ver a Myles. Pero se había marchado de Derry y nadie sabía dónde estaba. El padre Cluny, muy servicial, fue personalmente a Derry y regresó con la triste noticia de que a Myles lo habían encerrado en el manicomio.
El ritual de la carta se hizo tan fijo e inalterable como el del rosario. Brigid la devolvía a la alacena, apagaba la linterna y se refugiaba en la cama que había ansiado toda la vida.
—Fuiste un tonto, Myles. Si hubieses esperado otros ocho años, nada más, ahora te acostarías conmigo.
Los ojos saltaban de acá para allá por el cansancio de dirigir la finca y del exceso de oraciones.
«Debido a varias circunstancias, Myles toma esposa aquí en Derry.»
¡La gira!
Ninguna visita regia habría originado tanta tensión ni un aire tan festivo como la fiebre del rugby. Los East Belfast Boilermakers figuraban entre los pocos equipos de solera que venían a este collar industrial de Lancashire y Yorkshire. El equipo tenía fama de estar lleno de salvajes luchadores irlandeses.
Bien venidos, Boilermakers, rezaba la bandera del Ayuntamiento. Los jerarcas y las bandas saludaban, los corredores de apuestas hacían estimaciones, la prensa local —de talla periodística minúscula— devoraba el acontecimiento. A éste se le concedía siempre los honores de la primera página, y no solía faltar la insinuación sobre algún inexistente escándalo en las apuestas o un rumor sobre una incursión de tipo erótico poco antes del alba. Las tabernas se abrían de par en par, y las damas amigas de hacer favores procuraban hacerse muy visibles.
La chimenea de sir Frederick vomitaba interminablemente una columna de incienso y de gloria en la esperanza de que su último modelo de «Red Hand», con Duffy O'Hurley en los mandos, alcanzara los ciento setenta kilómetros por hora. Él y Duffy y Calhoun Hanly se derretían de gusto cuando veían las hileras de colegiales aguardando para atisbar el interior de aquellos legendarios vagones particulares, y cuando él dirigía la palabra a grupos cívicos, sobre temas relativos a la potencia industrial del Ulster, el rugby, sus obras benéficas, y política unionista. Sir Frederick daba generosas fiestas a base de champaña y caviar para clientes y presuntos compradores en el segundo decenio de poner en escena los sueños de hadas que todos tuvimos en nuestra infancia.
Durante los días y semanas siguientes, Conor deseó muchas veces que Mick McGrath hubiese podido probar a qué sabía la gira aquélla, como lo estaba probando él, y así no se habría pasado la vida deseándola. La famosa gran gira era el gran engaño.
Aparte de las ciudades mayores (Bradford, Leeds, Hull) y del atractivo de los suburbios de Liverpool, las demás eran poblaciones de cincuenta a cien mil habitantes en un denso cinturón textil asquerosamente sembrado de una monotonía de olores, colores y mugre, y todas eructando el mismo desperdicio debilitante que Belfast. Los filetes de ternera que Mick McGrath soñaba despierto eran correosos, salados y requemados, y las lujosas habitaciones resultaban una serie de cuartos oscuros, agrietados, manchados de hollín en los hoteles de más baja categoría de las estaciones de ferrocarril. El aburrimiento y la añoranza se constituían en compañeros de los dolores consiguientes a los partidos.
¡Día de partido!
Allá salían ellos, trotando, con los uniformes verde, naranja y blanco, con la bandera del Ulster a la espalda y la «Red Hand» del Ulster en el pecho. Las tribunas vibraban bajo la ovación. Los campos de juego de Batley, Halifax, Swinton y demás poblaciones se transformaban en extrañas manchas verdes donde unas destrozadas tribunas sostenían como un milagro, en el aire, de diez a treinta mil exaltados hinchas revolcados en la inmundicia. Los corredores de apuestas pregonaban cotizaciones y desde el exterior los niños gritaban: «Eh, señor, páseme por encima de la valla. Por favor, señor, súbame por encima de la valla.»
DIOS SALVE AL REY.
Las agresiones empezaban en el campo al mismo tiempo que en las tribunas.
El deporte profesional era sobradamente libre. Una mancha de hombres precipitados, un choque de cuerpos, una maraña de miembros; allí te quedas, estirado y quieto, luego te revuelves a medida que poco a poco, muy despacio, recobras el conocimiento, y luego te estremeces otra vez al sentir ya las cuchilladas del dolor; la pelota se eleva y flota en el aire y luego baja a la deriva hasta dar en medio de una piña de gente; en la
melée
, dos murallas humanas chocan una contra otra, un placado brutal retuerce la cabeza de un defensa que corre y medio le decapita, pero él se levanta tambaleándose y vuelve a correr; codos y puños se acercan machacones; un corredor potente escapa y arrastra a los placadores, que hacen muecas de desconsuelo.
La angustia de Derek Crawford no conoce variaciones, excepto cuando la tapadera del pozo le estalla dentro del estómago. Doxie O'Brien está galopando continuamente a lo largo de las líneas laterales, gritando jugadas, maldiciendo a los árbitros, enseñando los dientes a la multitud.
El inventario se hace en los vestuarios de altísimo techo de debajo las tribunas donde la suciedad acumulada pregona un eterno gris mórbido. Los astillados bancos de madera se comban y mueven bajo el peso y el olor de los sudores de toda una generación que los empaparon para siempre. Los grifos abren las duchas de agua fría, y las toallas, del tamaño de sellos de correos, se amontonan, terrosas, por el suelo. Doxie O'Brien circula entre los jugadores, contando dientes rotos, desgarrones que requieren puntos, esguinces, narices aplastadas, costillas magulladas, rodillas retorcidas, livideces espantosas.
«Buen partido, muchachos», exclama sir Frederick, que entra pisando fuerte en aquella especie de depósito de cadáveres.
Una guinea, o un par, que un jugador ha merecido y otros doce chelines por barba, después de repartirse las ganancias que ha conseguido sir Frederick en sus apuestas. ¡Maldito dueño del equipo! No hay otro como él.
¡Ah, sí! Luego la camaradería. Después de haber hecho cada uno lo imposible por convertir a los demás en ruinas humanas, los adversarios se echan unos en brazos de otros para la larga noche de libaciones. ¡A beber, al acecho del manto de dolores que va descendiendo! ¡Ah, sí! ¡Las «pájaras»! Eso de alejarse contoneando con un bombón de damita antes de que el rigor mortis invada los músculos e imposibilite la última actuación del día…
Con Conor Larkin «el Herrero», aprendiendo su oficio en primera línea y aquellos dos «caballeros jugadores» manifestando el calibre de su equipo nacional, el East Belfast Boilermakers reconquista parte de su legendario prestigio en Lancashire, derrotando al Leigh, al Oldham, al Salford y al Runcorn en quince días. Y hacia Wigan, para un partido decisivo…
Wigan, una de las ciudades menores entre las que tomaban parte en la Liga Septentrional de Rugby, era, no obstante, una potencia inalterable. Cuando el cereza y el blanco pegaron contra el verde, el naranja y el blanco la lucha quedó indecisa, en un empate durante cerca de ochenta minutos en uno de los partidos más magulladores que pudieran recordarse.
En los últimos momentos, la fuerza física inclinaba la balanza. Siendo así que los muchachos del Wigan tenían que trabajar en sus respectivos oficios todos los días, se habría podido pensar que los del Boilermakers habían de estar en mejor forma. No obstante, además del cansancio de los largos días de entrenamiento y el sobrecargado calendario de partidos, los del Boilermakers venían recargados por las noches de jolgorio y el desordenado consumo de cerveza Guinness. Su poder de penetración quedaba anulado. Sólo el herrero conservaba energías para marcar un «ensayo» con su patentado poder de arrastre.
La bandera del Ulster ondeaba muy alta sobre el Lancashire. El Yorkshire contenía el aliento y se estremecía.
Argyle Dixon, una especie de oso desenjaulado en la zona de defensa ayudaba al herrero en el trabajo de «policía» de cuidar de que los adversarios no cayeran por dos veces en la tentación del juego sucio. Maltratar innecesariamente a uno del Boilermakers desataba una represalia instantánea. Entre los equipos de la Liga corrió la voz de que Argyle Dixon tenía un ayudante y que convenía andar con cuidado. Por las fechas en que el equipo llegó a Hull, la cuenta de partidos perdidos y ganados estaba nivelada, y faltaba jugar seis. Derek Crawford había lavado su honor, y sir Frederick vivía en un éxtasis.
Después de unos cuantos partidos, el grupo de los Hubble se dispersó. Lord Roger se desentendió rápidamente de los deberes familiares y se fue. Al cabo de un tiempo, Caroline fue a sumarse a la escena londinense. Mientras Roger permanecía en Londres, más o menos satisfecho, Caroline se sorprendía continuamente en un tren con destino al norte para presenciar el partido del sábado.
Durante este tiempo, Jeremy realizaba un esforzado intento por seguir las huellas de Conor Larkin, quien le trataba como si estuviera al cuidado de un aguilucho y no toleraba que se alejase demasiado del nido. Conor se alojaba con Robin MacLeod, pero teniendo a Jeremy al alcance de su voz, a quien permitía cierto consumo de bebida, pero mantenía alejado de la parte más delicada de los merodeos nocturnos. De este modo, Jeremy podía apoyar el pie en la barandilla del mostrador y hablar un poco a lo bruto con los jugadores, al mismo tiempo que permanecía esmeradamente apartado de posibles contratiempos. Entre conversaciones sobre mujeres, licor y rugby, se le permitía paladear cierta ilusión de masculinidad ruda, y el muchacho se sentía en la mismísima gloria.
Conor hizo una obra de arte con el muchacho, administrándole sutilmente dosis del amor que él sentía por la palabra escrita y el pensamiento inflamado. Jeremy adoraba a Conor en tal medida que se daba por entendido que si Conor amaba algo de verdad, los libros por ejemplo, es que ese algo era bueno, los libros habían de ser buenos. El tiempo era un artículo que poseían en abundancia, con lo cual sostenían largas conversaciones ante unos vasos de cerveza y trazaban programas sobre funciones teatrales y conciertos. A Jeremy le engolosinaban las descripciones sobre la belleza de Dublín y las diversiones que ofrecía, y así empezaba a esperar con ilusión las próximas temporadas que tendría que pasar en el Trinity College de dicha ciudad. A lady Caroline le maravillaban los ligeros pero hermosos cambios que se iban operando en su hijo. Era el verano en la cabaña del monte de Jeremy Hubble.
El Huddersfield se rindió ante el atronador Boilermakers lo mismo que el Brighouse, antiguo equipo de Derek, la victoria sobre el cual siempre llenaba de gozo al entrenador.
De pronto, y a pesar de hallarse todavía a finales de verano, llegó un amanecer frío. Era una de esas mañanas en que uno ve el vaporcillo del propio aliento. El tren particular rezumaba sobre el pardo y manso río Ayre y penetró en la estación de la ciudad de Leeds sin armar ruido en atención a lo temprano de la hora. El equipo desfiló fuera, encogidos los hombros, medio dormido, para cruzar la plaza y refugiarse en el hotel.
Los ojos de Conor se humedecían en aquella niebla cortante. Se sentía aterido, pero no de frío. Durante diez semanas había tratado de no acordarse de Bradford. Cuando le venía a las mientes esta palabra, se decía que faltaban ocho semanas, luego siete…, cuatro… y, al fin y al cabo, cuatro semanas eran un mes. Ahora ya sólo faltaba una quincena.
Próxima parada, Bradford.
Brendan Sean Barrett estaría en Bradford. Barrett le diría el resultado de la gestión cerca de Duffy O'Hurley. ¡Cuántas veces había bromeado con el maquinista y siempre preguntándose si ya le habían abordado! ¿Y cuántas veces había subido al tren, volviendo la vista hacia el tender?
En el interior de Conor Larkin había tenido lugar un fenómeno extraño. El alborozo por el plan para la entrada de armas había empezado a menguar. Conor no quería reconocerlo ante sí mismo, pero había llegado a un punto tal que secretamente deseaba que el plan abortase. ¿Quizá O'Hurley se negó cuando le abordaron? Quizá llegaran a Bradford y Barrett hubiera emprendido la huida, no pudiendo establecer contacto. Acaso Barrett se limitara a decirle que siguiera su camino. En Bradford todo quedaría solucionado.
¿Todo solucionado? ¿Qué quería que se solucionase?
Todos aquellos veranos de soñar que se sumaba a la lucha, de soñar en patriotas y en la liberación, todas aquellas noches de deambular por la cubierta de extraviados barcos recibirían su recompensa ahí en Bradford. El momento en que estrechara la mano de Brendan Sean Barrett señalaría el instante en que su vida se llenaría de significado, sería el primer paso del levantamiento. Pero ¿por qué dicho momento se estaba alejando de la esfera de sus anhelos?
Leeds…, después Bradford. Pero ya no era la madre Irlanda la que inundaba la mente de Conor Larkin. Era Shelley MacLeod.
Llovía.
Conor entró en la habitación del hotel, se sacudió el agua, abrió la puerta del cuarto contiguo y asomó la cabeza.
—¿Dónde está Jeremy?
—Con su abuelo —contestó Robin, levantando la vista de la reciente novela de James Grant que estaba leyendo,
Lettys Hyde's Lovers
.