Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Los mutantes podían hacer androides, robots, coches eternos, hojas de afeitar interminables y muchos artilugios más, todos inventados para derruir el sistema económico de la raza que les había dado origen. Había logrado el carbohidrato por síntesis, tanto como alimento como para fabricar los cuerpos de sus androides, y poseían el arte de viajar entre un mundo y otro, por todos aquellos mundos que circulaban pisándose los talones por los corredores del tiempo. Eso era cuanto sabía de sus habilidades y sus obras. De todo lo demás no tenía idea: ni de lo que hacían, ni de lo que podían estar planeando.
"Usted es mutante", le había dicho Crawford, "un mutante sin desarrollar. Es uno de ellos". Pues Crawford tenía una máquina inteligente que sabía hurgar en el cerebro e informar a su dueño de lo que allí encontraba; pero la máquina era estúpida, al fin y al cabo, ya que no podía distinguir siquiera un hombre real de un fraude.
Él no era mutante, sino un cadete de los mutantes. Ni siquiera hombre, sino apenas una copia artificial.
¿Cuántos otros andarían por el mundo en las mismas condiciones, cumpliendo las tareas asignadas por el amo mutante? ¿A cuántos como él observaban y seguían los hombres de Crawford, sin sospechar que no seguían al enemigo sino a un mero producto fabricado por él? Eso daba una perfecta idea de la diferencia entre un hombre normal y un mutante: el hombre normal podía confundir a un espantajo con el adversario.
Los mutantes creaban un hombre, lo soltaban para observarlo y le permitían desarrollarse; también instalaban un pequeño mecanismo que llamaban ojoespía para vigilarlo, un ratoncillo mecánico susceptible de ser aplastado con un pisapapeles. Y a su debido tiempo lo impulsaban. ¿Para qué? Soliviantaban a sus conciudadanos para obligarlo a huir; ponían a su paso un juguete de la infancia y aguardaban el resultado de la asociación de ideas. Arreglaban las cosas de modo tal que estuviera conduciendo un coche Eterno cuando eso podía llevarlo otra vez al linchamiento.
Y una vez que habían impulsado al androide, ¿qué pasaba con él? ¿qué pasaba con los androides una vez cumplida su función?
Había prometido a Crawford hablar nuevamente con él cuando estuviera enterado de lo que ocurría. Pues bien, ya sabía unas cuantas cosas que podían interesarle mucho.
Pero sabía algo más, algo que se agitaba en su cerebro, como si burbujeara en el intento de brotar. Sabía algo más, pero no podía recordarlo.
Seguía caminando por el bosque, entre los grandes árboles y la hojarasca profunda, entre el musgo, las flores y el extraño silencio que lo llenaba de paz. Tenía que buscar a Ann Carter y explicarle lo que ocurría. Juntos podrían hacerle frente.
Se detuvo junto al enorme roble y alzó la vista hacia el follaje, tratando de aclarar su mente, de apartar el caos de sus pensamientos para comenzar de nuevo.
Dos cosas quedaron en claro por sobre todo lo demás:
Era necesario volver a la Tierra madre.
Era necesario buscar a Ann Carter.
Vickers sólo descubrió a aquel hombre cuando le oyó hablar.
—Buenos días, extranjero —dijo alguien.
El escritor giró sobre los talones. Allí estaba, a pocos metros de distancia. Era un hombre alto, fuerte y corpulento, vestido como los peones de campo o los obreros de una fábrica, pero con una boina garbosamente encasquetada y adornada con una pluma de brillantes colores. A pesar de sus toscas ropas no tenía el aspecto de los campesinos, sino un aire de alegre confianza en si mismo; al verlo Vickers creyó recordar algo que había leído en cierta parte, pero no llegó a establecer la comparación. El hombre llevaba un carcaj lleno de flechas colgado del hombro con una correa y un arco en las manos; del cinturón pendían dos conejos muertos, cuya sangre había chorreado por los pantalones.
—Buenos días —respondió Vickers, secamente, disgustado por aquella súbita aparición.
—Usted debe ser otro de ésos.
—¿De quiénes?
El hombre rió con alegría.
—De vez en cuando aparece uno de ustedes —respondió—. Alguien que ha pasado sin querer y no sabe dónde está. A veces me pregunto qué pasaba con ellos antes de que nos instaláramos aquí, o cómo se las arreglan cuando aparecen a mucha distancia de una colonia.
—No sé de qué me está hablando.
—Y tampoco ha de saber dónde está.
—Tengo una teoría —repuso Vickers—. Esta es una segunda tierra.
El hombre rió entre dientes.
—Anda bastante cerca —dijo—. Mejor que la mayoría. Los otros no hacen más que dar vueltas por allí, boquiabiertos; ni siquiera nos creen cuando les decimos que están en la Tierra Número Dos.
—Vaya, así que ésta es la Tierra Número Dos. ¿Y la Número Tres?
—Allí está, para cuando nos haga falta. Infinitos mundos que aguardan el tiempo en que los necesitemos. Podemos colonizarlos generación tras generación. Un mundo nuevo para cada generación, si hiciera falta, pero dicen que no es para tanto.
—¿Quiénes dicen? —le desafió Vickers.
—Los mutantes. Los de esta zona viven en la Casa Grande. ¿No ha visto la Casa Grande?
Vickers, cauteloso, negó con un ademán de la cabeza.
—Tal vez la pasó por alto al venir desde el barranco. Es una gran construcción de ladrillos rodeada por una cerca blanca y otros edificios que parecen graneros, pero no lo son.
—¿Ah, no?
—No —respondió el hombre—. Son laboratorios y cuartos de experimentación. Hay uno especialmente instalado para escuchar.
—¿Y por qué tienen un sitio para escuchar? Se me ocurre que uno puede escuchar casi en cualquier parte. Usted y yo podemos hacerlo sin necesidad de tener un edificio instalado para eso.
—Es que ellos escuchan a las estrellas —aclaró el hombre.
—Que escuchan...
Vickers recordó entonces lo que había dicho Flanders, sentado en el porche de su casa, en Cliffwood, mientras se mecía en la silla, había dicho que en las estrellas existían hondos pozos y reservas de sabiduría a disposición de quien las buscara, y que tal vez no hicieran falta cohetes para ir en su busca, tal vez bastaba con proyectar la mente; habría que tamizar esos conocimientos, pero gran parte sería utilizable.
—¿Telepatía? —preguntó Vickers.
—Eso es. En realidad no escuchan a las estrellas sino a quienes viven allá. Dígame si no es una verdadera locura: ¡escuchar a las estrellas!
—Tiene usted razón.
—Así consiguen muchas ideas. Creo que no hablan con esa gente; se limitan a escuchar. Captan algunas de las cosas que ellos piensan; a veces pueden sacarles provecho y otras veces ni siquiera les encuentran sentido. Pero es verdad, Dios lo sabe, señor.
—Me llamo Vickers, Jay Vickers.
—Encantado de conocerlo, señor Vickers. Yo soy Asa Andrews.
El hombre se adelantó con la mano extendida. Su apretón fue firme y enérgico. Y entonces Vickers recordó la comparación que se le había escabullido un rato antes: estaba ante un pionero americano, el que había llevado el largo rifle desde las colonias hasta las tierras de caza de Kentucky. Dotado de la misma apostura, de igual independencia buena voluntad y rápida reacción, de idéntica fe en sí mismo. Una vez más, en los bosques de la Tierra Número Dos, surgía el nuevo tipo de pionero, tozudo, libre, excelente amigo.
—Han de ser esos mutantes los que han puesto en venta la hoja de afeitar interminable y todos esos artículos que venden en los negocios de chismes —sugirió Vickers.
—Capta usted con mucha celeridad —respondió Andrews—. Mañana o pasado iremos a la Casa Grande y podrá hablar con ellos.
Pasó el arco a la otra mano y preguntó:
—Oiga, Vickers, ¿ha dejado a alguien allá? ¿esposa, hijos?
—A nadie —respondió el escritor—. Absolutamente a nadie.
—Bueno, mejor. En todo caso habríamos ido ahora mismo a la Casa Grande para que se encargaran de traer también a la familia. Es el único inconveniente que tiene este mundo. Una vez que se está aquí no hay manera de regresar. Aunque en realidad no sé quién podría tener ganas de volver. Que yo sepa, a nadie le ha pasado.
Entonces observó a Vickers de arriba abajo con una carcajada tironeándole de los labios.
—Está usted muy flaco —comentó—. No ha comido bien últimamente.
—Sólo pescado, un poco de venado que encontré y moras silvestres.
—Mi mujer ya tendrá listas las vituallas. Cuando usted se haya Llenado un poco la panza nos ocuparemos de esa barba; haré que los chicos calienten agua para que pueda tomar un baño. Después nos sentaremos a charlar. Tenemos mucho de qué charlar.
Tomó la delantera y condujo a Vickers por el bosque, bajando el barranco. Al cabo salieron a un campo despejado, verde el trigo en crecimiento.
—Allá está mi casa —dijo Andrews—, del otro lado de la hondonada. Donde está el humo, ¿ve?
—Buen trigal el suyo —observó Vickers.
—Para el día de la Independencia me llegará a la rodilla. Y allá está la casa de Jake Smith. Si tiene buena vista la puede distinguir. Detrás de la loma están los campos de John Simmons. Hay otros vecinos, pero desde aquí no se los ve.
Saltaron por sobre el alambrado de púas y cruzaron los sembrados, caminando por entre los surcos.
—Aquí es todo muy diferente a lo de allá, en la Tierra —comentó Andrews—. Yo trabajaba en una fábrica y vivía en una casa que parecía una pocilga. Después la fábrica cerró y me quedé sin dinero. Acudí a la gente de los carbohidratos y ellos se encargaron de alimentar a mi familia. Pero el propietario nos desalojó. Y los encargados de los carbohidratos parecían tan amables que fui a contarles todo, aunque no sabía de qué modo podrían ayudarme. Creo que no esperaba nada de ellos; ya me habían ayudado más de lo que podía pedir. Pero no tenía otro recurso, así que les conté mi problema. Uno o dos días después vinieron a hablarme de este lugar. Por supuesto, no me dijeron exactamente de qué se trataba. El hombre que vino me habló de una zona donde se necesitaban pobladores; dijo que era un territorio nuevo, recién abierto; que había tierra gratuita para quien la quisiera; que allí podría independizarme, ganarme la vida y hacerme una casa de verdad, no un departamento de dos por cuatro en un inquilinato asqueroso. Y acepté. Me advirtió que si iba no podría regresar y yo le pregunté quién tendría interés en volver, a menos que estuviera loco. Estaba dispuesto a ir, sin importarme dónde estuviesen esos campos. Y aquí estamos.
—¿Y nunca se ha arrepentido?
—Fue lo mejor que pudo pasarnos —respondió Andrews—. Aire puro para los chicos, toda la comida que uno quiera y una casa propia, sin propietarios que lo echen a uno. No hay impuestos ni cuentas a pagar. Como en los libros de historia.
—¿Libros de historia?
—Claro, como cuando se descubrió América y vinieron los pioneros. Había tierra para quien la quisiera, más de la que hacía falta. Aquí ocurre lo mismo. Y el suelo es tan fértil que con escarbarlo un poco y arrojar la semilla se tiene una buena cosecha. Hay tierra para cultivar, madera para el fuego y para construir... Por las noches uno puede salir a mirar el cielo. Un cielo lleno de estrellas, un aire tan puro que hace doler la nariz el respirarlo.
Andrews se volvió hacia su compañero con ojos centelleantes.
—Es lo mejor que pudo pasarnos —repitió, como invitándolo a contradecirlo.
—Pero esos mutantes —observó Vickers—, ¿no le hacen la vida imposible? ¿no son despóticos?
—Lo único que hacen es ayudarnos. Cuando necesitamos una mano envían un robot para colaborar; también tenemos un robot que vive con nosotros durante nueve meses del año para enseñar a los chicos. Un maestro robot para cada familia, ¿qué me dice? ¡Maestro privado, como si fuera uno de esos ricachones que contratan preceptores para darse tono!
—¿Y ustedes no se sienten resentidos contra esos mutantes? ¿No les molesta que sean superiores y sepan mas?
—Oiga, don —dijo Asa Andrews—, mejor que nadie lo oiga decir eso por aquí. Lo colgarían de un árbol. Cuando llegaron nos explicaron todo en los cursos de adoc... adoc...
—Adoctrinamiento.
—Eso, eso. Nos explicaron cómo eran las cosas y cuales eran las reglas. No son muchas.
—No tener armas de fuego, por ejemplo —arriesgó Vickers.
—Esa es una —admitió Andrews—. ¿Cómo sabía?
—Veo que caza con arco y flechas.
—Otra es que si alguien riñe con otro y no puede llegar a un acuerdo razonable debe ir con él a la Casa Grande para que ellos solucionen las cosas. Y si uno se enferma debe hacérselo saber en seguida para que envíen un médico y todas las medicinas necesarias. Casi todas las reglas son a nuestro favor.
—¿Y en cuanto al trabajo?
—¿Trabajo?
—Ustedes han de ganar algún dinero, ¿no?
—Todavía no —respondió Andrews—. Los mutantes nos dan cuanto necesitamos. No hacemos más que trabajar la tierra y cultivar los alimentos. Es lo que ellos denominan A ver, ¿cómo era la palabra? Ah, si, la etapa feudopastoral. ¿Alguna vez oyó palabra semejante?
—Pero deben tener fábricas —insistió Vickers, pasando por alto esa pregunta—. Locales donde se elaboren las hojas de afeitar y todo eso. Y han de necesitar hombres que trabajen allí.
—Emplean robots. Hace poco empezaron a fabricar un coche que dura eternamente. La planta está cerca de aquí. Pero todo el trabajo está a cargo de los robots. Usted sabe qué es un robot, ¿verdad?
Vickers asintió, agregando:
—Otra cosa: ¿qué pasa con los nativos?
—¿Qué nativos?
—La gente de esta tierra. Si es que la hay.
—No hay nativos —respondió Andrews.
—Pero es igual que la otra Tierra. Árboles, ríos, animales...
—No hay nativos —repitió Andrews—. Ni indios ni nada por el estilo.
Esa era la diferencia con respecto a la Tierra Número Uno. Mucho tiempo atrás se había producido un desajuste, algún pequeño detalle, que impidió la aparición del hombre. No hubo allí frotar de pedernales para hacer fuego, ni piedra convertida en arma, ni luces inquisitivas en el cerebro animal. No hubo dudas que más tarde se convirtieran en una canción, un cuadro o la estrofa de un poema.
—Ya vamos llegando —indicó Andrews.
Treparon el cerco que rodeaba los sembrados y cruzaron un prado en dirección a la casa.
Alguien lanzó un alegre chillido de bienvenida. Seis niños bajaron la colina a la carrera, seguidos por diez o doce perros alborotados. Una mujer asomó a la puerta de la casa, construida con troncos descortezados. Con una mano en la frente a modo de visera, miró hacia ellos y agitó una mano. Andrews respondió al saludo mientras niños y perros caían sobre ellos en alegre y bulliciosa confusión.