Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
Si Sujov hubiera podido echar al menos una mirada a esos tapices...
En los campos y cárceles, Sujov se había quitado la costumbre de devanarse los sesos sobre lo que pudiese ocurrir mañana, o dentro de un año, y cómo hacer para alimentar a la familia. Todo el trabajo de pensar se lo ahorran a uno los superiores, y así es sin duda más fácil. Y aún se pasaría encerrado un verano y luego otro invierno y otro verano. Pero lo de los tapices le daba mucho que pensar.
Una ganancia fácil y rápida, claro. También era fastidioso ser menos que los demás vecinos del pueblo... Pero, con todo, la cosa de los tapices no terminaba de gustarle. Se necesitaba descaro, frescura, para endilgárselas a éste o al otro. Sujov ya llevaba cuarenta años vegetando en este mundo, le faltaban la mitad de los dientes, su cabeza era calva. Nunca había endilgado nada a nadie, ni tomado nada. Ni en el campo aprendió a hacerlo.
El dinero fácilmente obtenido no pesa, no tienes la sensación de habértelo ganado. Decían bien los viejos: «Lo que no pagas, no lo has comprado.» Sujov aún tiene buenas manos, fuertes. ¿No iba a encontrar trabajo como fumista, carpintero o fontanero cuando estuviese en libertad? Pero como ha perdido todo derecho, nadie querrá emplearle, ni le dejarán volver a su casa. Entonces, por Dios, que vengan los tapices, cuando llegue el momento.
Entre tanto, la columna había llegado, antes que los vigilantes, a la extensa obra, haciendo alto. Algo antes, al llegar a la zona de trabajo dos vigilantes con sus pieles se habían destacado y trotaban a campo traviesa hacia sus torres de vigilancia. Hasta que no ocupaban todas las torres, no dejaban entrar a nadie. El jefe de la escolta se dirigió a la guardia con la metralleta terciada. El humo brotaba en inacabables voluntas de la chimenea del cuarto de guardia. Allí estaba de vigilancia un civil, toda la noche, para que no sacaran tablas ni cemento.
Como sumergido en la niebla, un gran sol rojizo luce a través del portal alambrado, corta todo el terreno de la obra y la alambrada del otro lado, en la lejanía. Junto a Sujov, Alioska contempla el sol y se alegra; una sonrisa retoza en sus labios. Las mejillas hundidas, no cuenta más que con la ración. No tiene ninguna ganancia extra..., ¿de qué se alegra? Los domingos se les ve secreteando con los demás baptistas. Estar en el campo les tiene sin cuidado.
El trapo que protege el rostro durante la marcha se ha empapado durante el camino por la respiración, convirtiéndose en una costra helada. Sujov se lo apartó de la cara y volvió la espalda al viento. No le había perjudicado mucho; sólo en las manos tenía frío, por los malditos guantes, y los dedos del pie izquierdo estaban insensibles. Esto era a causa de la bota de fieltro, chamuscada y remendada dos veces.
Tenía retortijones en el pecho y la espalda, hasta en los hombros. ¡Tiene que trabajar ahora!
Se volvió, y su mirada tropezó con el brigadier, que había ido en la hilera de cinco de atrás. El brigadier tiene los hombros fuertes, es recio como un armario. Se queda parado y te mira, sombrío. Por lo que se refiere a su brigada, no ahorra denuestos, pero en cuanto a la comida, no hay queja de él. Procura que las raciones sean mejores. Es la segunda vez que está enchiquerado; el favorito de la comandancia del campo, conoce las costumbres de aquí al dedillo.
El brigadier lo es todo en el campo: un buen brigadier te regala una segunda vida, pero uno malo te lleva a la tumba. Sujov ya conocía a Andrei Prokofievitch desde Ust-Ishma, pero allí no estuvo en su brigada. Cuando, por el artículo 58, pasaron a los condenados del campo corriente a éste de castigo, Tiurin le echó aquí el guante.
Sujov no tiene nada que ver con el jefe del campo, la plana mayor, los aparejadores ni los ingenieros. En todas partes, el brigadier responde por él; el brigadier tiene el pecho de hierro. Por eso mueve sólo las cejas o hace un signo con el dedo: «¡Vamos, adelante!» En el campo engaña a quien quieras, menos a Andrei Prokofievitch, y seguirás con vida.
Sujov querría preguntar al brigadier si trabajarán en el mismo lugar que ayer o si cambian de puesto de trabajo, pero tiene miedo de turbar el curso de sus elevados pensamientos. Precisamente acaba de ahorrarles la «Sozkolonie» y está calculando los porcentajes de los que depende la comida para los próximos días.
El brigadier tiene toda la cara picada de viruelas. Se mantiene erguido contra el viento, sin torcer el gesto, la piel de la cara como corteza de encina. Todos los de la columna se golpean con los brazos, patean el suelo. ¡Qué viento más terrible! Los seis zoquetes parecen estar ya en sus torres, pero aún no los dejan entrar en la obra. Exageran la vigilancia.
¡Por fin! El jefe de escolta y el controlador salen del cuarto de guardia, se apostan a ambos lados de la puerta y abren.
—¡En fila de a cinco! ¡Primera! ¡Segunda!
Como en el desfile, a paso de marcha, empiezan a entrar los presos. Ahora, a la zona de obras; allí, que nadie nos diga lo que hemos de hacer.
La oficina viene a continuación del cuarto de guardía. Allí está el aparejador y hace señal de acercarse a los brigadieres, que de todos modos ya se dirigían hacia él. También Derr se acerca, jefe de década y preso como nosotros, un bandido redomado que acosa a sus compañeros peor que un perro.
Las ocho y cinco minutos (acaba de sonar la sirena). La dirección de la obra teme que los presos puedan perder tiempo, desperdigarse por los cuartos de calefacción, a pesar de que el día es largo para ellos y el tiempo alcanza para todo. Todos los que están en el terreno de la obra se inclinan: una astilla por aquí, otra por allá. Fuego para nuestra estufa. Comienzan a meterse en sus agujeros.
Tiurin ordena a su ayudante Pavlo que le acompañe a la oficina. También Zesar se desvía hacia allí. Zesar es rico, recibe paquetes dos veces al mes, siempre pasa algo al que le hace falta, y trabaja de listero en la oficina, como ayudante del calculista de normas. El resto de la brigada 104 se hace a un lado y... a empezar.
El sol, rojo y neblinoso, sale sobre la obra vacía. Las piezas de madera de las casas prefabricadas están cubiertas por la nieve; aquí se empezó un muro, se hizo un fundamento y se dejó; aquí hay una cuchara de draga, rota, allá un cubo, más allá un montón de chatarra; un canal de desagüe a medio hacer, fosos excavados; los talleres de reparación de automóviles terminados sin el techo; la central de fuerza, sobre la colina, se comenzó por el primer piso.
Todos se han esfumado. Sólo los seis vigilantes están en sus torres, y en las oficinas corren de un lado para otro. ¡Ese es nuestro momento! Todas las veces que el aparejador responsable amenazó con asignar las brigadas ya la noche anterior —se dice— fue un fracaso. Porque entre ellos desde la mañana a la noche todo va de cabeza.
¡Ha llegado nuestro momento! Hasta que la dirección de la obra haya puesto sus cosas en claro, métete donde hace más calor, agáchate o siéntate, que ya te doblarás la espalda trajinando. Es bonito estar cerca de la estufa y poder volver y calentar un poco los trapos de los pies. Pero también está bien aunque no haya estufa.
La brigada 104 ha pasado al gran taller de reparación de autos, que tiene vidrios desde el otoño, y en el que la brigada 38 moldea planchas de hormigón. Algunas planchas están dentro de los encofrados, otras están dispuestas verticalmente; allí hay acero para las armaduras. Una nave alta, suelo de tierra. Aquí no hará calor, pero al menos caldean esta nave un poco, no ahorran el carbón. Incluso hay un termómetro, y hasta en domingo, cuando por el motivo que sea el campamento no sale a trabajar, un civil se queda encargado de caldearla.
Naturalmente, nadie ha ordenado a la 38 acercarse a la estufa. Ellos mismos se han sentado alrededor y se secan los trapos de los pies. De acuerdo, nos decidiremos por ese rincón de ahí.
Con el trasero de su pantalón de algodón ya muy desgastado, Sujov se acomodó al borde de un encofrado, apoyando la espalda en la pared. Al resbalar un poco, le aprietan la chaqueta enguatada y el chaleco y siente algo que le oprime en el lado izquierdo del pecho, sobre el corazón. Ese algo duro es la esquina de la corteza de pan, la mitad de la porción de la mañana, reservada para el mediodía. Siempre se llevaba al trabajo la misma cantidad, sin tocarla antes de mediodía. Por lo demás, siempre comió la otra mitad por la mañana, menos hoy. Y Sujov comprendió que no había ganado nada con ello. Ahora era presa del deseo de comerse la ración allí mismo, al calor. Hasta el mediodía quedaban aún cinco largas horas.
El dolor de los lomos había pasado ahora a las piernas. Se sentía vacilante, ¡si al menos pudiese acercarse a la estufita!...
Sujov puso los guantes sobre sus rodillas, desabotonó la chaqueta, desanudó de la nuca el helado protector de la cara, lo dobló un par de veces y se lo metió en un bolsillo. Luego sacó la mísera corteza de pan del trapo blanco y, manteniendo el trapo en el bolsillo superior, para que no se desperdiciase ninguna miga, comenzó a masticar muy lentamente, a bocados pequeños. Como había llevado el pan bajo dos prendas de vestir calentándolo con el calor de su propio cuerpo, no se había helado.
En los campos, Sujov recordaba alguna vez lo que solían comer en el pueblo: patatas —sartenes llenas de ellas; puré— a ollas enteras, y antes aún, carne, en buenos trozos. Y sobre todo eso, atiborrándose de leche hasta reventar. Hay que comer con todo el pensamiento dedicado a la comida. Así mismo, como ahora comes este pequeño bocado, estrujándolo con la lengua y chupándolo en el carrillo, qué aromático te parece ese pan negro y mojado, que Sujov lleva comiendo desde hace ocho años, y quizás aún un noveno año más. Nada que decir. Y además trabaja. ¡Y cómo!
Así estaba Sujov, ocupado con sus doscientos gramos, mientras cerca de él, al mismo lado, estaba toda la brigada 104.
Dos estonianos estaban sentados juntos, como hermanos de sangre, sobre una baja plancha de hormigón, pasándose el uno al otro una triste colilla de cigarrillo. Esos estonianos eran ambos muy rubios, muy altos, muy delgados. Y ambos tenían largas narices y grandes ojos. Estaban tan unidos, como si el uno no tuviera suficiente aire para respirar sin el otro. El brigadier nunca los separaba. Compartían la comida a medias y también la litera superior. Y cuando estaban en fila esperando a salir, y cuando se echaban a descansar, hablaban todo el rato entre ellos, siempre en voz baja, calmosamente. Pero no eran hermanos, sino que se habían conocido aquí, en la brigada 104. El uno, se decía, era un pescador de la costa; el otro fue llevado por sus padres a Suecia de pequeño, cuando la ocupación de los soviets. Ya mayor, volvió por su propia decisión, para terminar la carrera en Estonia. Luego dicen que la nacionalidad no significa nada, que en todos los países hay malvados. Pero, de tantos estonianos como había conocido Sujov, nunca encontró ninguno malo.
Todos estaban sentados: éste sobre las planchas, el otro sobre el encofrado de madera, otros en el suelo, simplemente. Por la mañana, la lengua no se inclina a conversar; cada cual seguía el hilo de sus pensamientos y callaba. Ese chacal, Fetiukov, había recogido colillas de algún lugar (no le importaba pescarlas de la escupidera). Ahora las deshacía sobre las rodillas y echaba los restos de tabaco en un papel.
Antes Fetiukov era padre de tres hijos. Desde que estaba encerrado, todos le habían repudiado, y su mujer se casó con otro. De modo que no recibía ninguna ayuda.
Buinovski miraba de reojo a Fetiukov durante todo el rato, y finalmente ladró:
—¿Por qué diablos recoges toda esa porquería de microbios? ¿Es que quieres agarrar la sífilis? ¡Deja eso!
El capitán de fragata está acostumbrado a mandar. Cuando habla con la gente, es como si diera órdenes. Pero Fetiukov no depende de Buinovski para nada, y el capitán tampoco recibe paquetes. Por ello replica, torciendo en una sarcástica sonrisa su boca casi desdentada:
—¡Espera, capitán, a estar ocho años encerrado, y tú también las recogerás! Ya hemos tenido gente más orgullosa que tú en el campo...
Fetiukov juzga según su propia experiencia, pero el capitán quizá no doble la cabeza...
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Senka Klevschin, que no oye bien, no lo ha cogido todo. Piensa que hablan de cómo por la mañana, al salir, Buinovski montó en cólera.
—¡No vale la pena alterarse! —movió la cabeza, abatido—. Todo termina por olvidarse.
Senka Klevschin es un pobre tonto. Ya se le rompió el tímpano en 1941. Por este tiempo fue hecho prisionero, escapó, volvieron a echarle el guante y le encerraron en Buchenwald. Allí escapó a la muerte de milagro. Ahora cumple su condena resignadamente: si sales de tus casillas, estás perdido.
Eso es cierto; gime y aguanta. Si te rebelas, te pierdes. Alexei tenía la cara oculta entre las manos y callaba, rezando.
La porción de Sujov se había quedado en nada; de todos modos, se guardó un trocito roído de la corteza redonda del trozo de pan. Pues con ninguna cuchara puede aprovecharse todo el puré de la escudilla tan bien como con el pan. Envolvió la mísera corteza otra vez en el trapo blanco, para la ración del mediodía; guardó el envoltorio en el bolsillo interior, bajo el chaleco, se abotonó la chaqueta a causa del frío y se dispuso a trabajar. Claro que sería mejor si aún esperara un poco.
La brigada 38 se puso en pie, dispersándose. Este a la máquina mezcladora, el otro a por agua, el otro a las armaduras. Pero ni Tiurin ni su ayudante Pavlo se dejaban ver de su brigada. Y aunque la 104 llevaba sólo veinte minutos esperando, y la jornada invernal abreviada era hasta las seis, a todos les parecía una gran felicidad, como si no faltase ya mucho hasta el anochecer.
—¡Ah! ¡Hace mucho que no hay tormenta de nieve! —suspiró el sonrosado y bien alimentado letón Kilgas—. ¡En todo el invierno, ni una sola tormenta de nieve! ¡Eso no es invierno ni es nada!
—Sí..., tormentas de nieve..., tormentas de nieve... —suspiró toda la brigada.
Cuando había tormenta de nieve el temor no era de salir a trabajar, sino simplemente de traspasar la puerta del barracón. Pues si del barracón de los dormitorios al del comedor no han tendido un cable, uno se pierde. Si un preso se hiela en la nieve, mal rayo lo parta. Mas, ¿y si se las pira? Ya pasó. Durante las tormentas, la nieve es como polvillo y se adensa durante la nevisca como si alguien la apisonara. Precisamente durante una de esas tormentas, al quedar la alambrada cubierta de nieve, se largaron algunos. Claro que no llegaron muy lejos.