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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (14 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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—Perdona, ¿tenéis algo para bebé que no sea rosa o azul?

—Sí, mira allí.

Y me indicó una estantería enorme con ropita multicolor.

—Sí, pero es que allí pone «A partir de tres meses», y esta niña tiene veinte días —dije, señalando a mi bebé, tú, que ibas de lo más moderna con tu ranita malva y tu chaquetita verde, todo un alegato indumentario en contra de los estereotipos sexistas, aunque me temo que tu abuela no hubiera estado muy de acuerdo conmigo y le hubiera dado un conato de infarto (otro) si te hubiese visto. (Es por eso por lo que cuando vamos a comer a casa de mi madre te llevamos vestida de blanco y rosa porque, como me dijo la pediatra cuando me recomendó la lactancia artificial, bastante estrés tengo yo en mi vida como para añadirle más.)

—Pues lo siento, señora. De talla de un mes sólo hay eso —me respondió muy seria la dependienta, como si la pretensión de vestir a un bebé de naranja o amarillo fuese algo tan descabellado como comer hamburguesas con salsa de chocolate.

Así que me marché de allí muy digna, empujando mi cochecito y sin llevarme nada de la tienda, refunfuñando para mis adentros y meditando sobre algo que leí hace tiempo: puedes vestir a una niña de azul, pero nunca vistas a un niño de rosa. Y sobre la posibilidad de abrir una tienda
Hip Bebé...
Pero algo en mi interior me dice que me arruinaría.

Eso sí, antes de presentar la demanda intenté por todos los medios llamar a David, porque sabía que mi reclamación perdería peso sin su apoyo. Nunca me respondió. Cuando llamaba a su móvil o a su casa me encontraba indefectiblemente con el contestador, en el que dejé varios mensajes que jamás obtuvieron respuesta. Y así, de un certero e irreversible corte de guillotina, se acabó una amistad que venía durando casi veinte años, desde los tiempos del instituto, cuando me enamoré de José Merlo, al que sabía un amor imposible no sólo porque me llevara veinte años o porque a él no le gustaran las mujeres, sino por la opresiva sensación de inferioridad que se apoderaba de mí cada vez que quedaba a tomar un café con él —se trataba de un educador de aquellos progres que animaban tertulias literarias y actividades culturales fuera de las paredes del aula, y que estaba siempre dispuesto a charlar con cualquier alumno después de clase— y éste, absorto en su propia fascinación literaria, se olvidaba de mi ignorancia y de mi incapacidad para seguir sus elucubraciones y se embarcaba en monólogos inacabables en los que iba salpicando nombres de autores y títulos de libros que yo no había leído o, peor aún, de los que jamás había oído hablar hasta entonces y, para colmo, haciendo pausas que parecían invitarme a que participara silenciosamente en sus pensamientos, invitación que forzadamente yo debía declinar pues ni remota idea tenía sobre lo que podía José estar pensando. Puede que fuera por eso por lo que me lié entonces con David, no tanto por darle en las narices a las pijas que babeaban por él y que nos miraban por encima del hombro a Sonia, a Tania y a mí porque no llevábamos Loden, como por restregarle en la cara mi conquista al profesor que secretamente la deseaba para sí, o quizá por sentir que me acercaba más a él, que algo de José Merlo conseguiría yo si besaba a quien él besaba en sus sueños nocturnos; si probaba su saliva, por muy imaginaria que fuera, en la saliva que con la suya se mezclaba por las noches y en su cabeza. Pero siempre me mantuve reservada, fingiendo que no era consciente de que nuestros morreos no eran sólo producto de la curiosidad sexual propia de la edad, de que los juegos estaban animados por algo más que por un acuerdo de exploración mutua sin ulteriores compromisos o por un muy particular concepto de extensión de la amistad, de que bajo aquellos juegos aparentemente irrelevantes latía un impulso de acercamiento más profundo por parte de David, demasiado orgulloso para expresarlo verbalmente, mientras yo permanecía desdeñosa, indiferente a sus insinuaciones, y aún hoy no sé decir con exactitud si era orgullo feroz el que mantenía inconmovible en mi postura (antes morir que liarse en seno con un chico que escucha a Los Secretos), o si se debía a que me estaba reservando para un futuro más brillante, o si no me comprometía, simplemente, porque, parafraseando a Groucho Marx, no quería ingresar en ningún club que admitiera a gente como yo.

El caso, decía, es que David nunca se puso al teléfono, y ni siquiera se dignó responder un solo mensaje y pararse a explicarme lo que yo ya sabía: que no quería, que no podía, que no pensaba ayudarme. Me dolió mucho darme cuenta de que ya no quería saber nada de mí, que su carrera estaba muy por encima de sus antiguas amistades, y ni siquiera me valía el consuelo de pensar que, por muy profundamente que me propusiera en adelante despreciar a David Muñoz, era casi seguro que él se despreciaría a sí mismo con mucha más virulencia aún.

18 de octubre.

En la planta baja del edificio en el que vivimos hay un karaoke cuya clientela es de lo más variopinta: a partir de las siete vemos a mucho viejecito que debe de ir a gastarse allí el cheque de la pensión mientras que, después de las diez, proliferan cantidad de gañanes con pinta de llevar el carnet del Atleti en la cartera, y bastantes guiris, sobre todo
hooligans
británicos. Hemos visto a más de uno sacarse muy ufano una foto con una titi en la puerta del establecimiento, supongo que para fardar después entre sus coleguillas de Manchester. ¿Fardar de qué?, te preguntarás. Pues fardar concretamente de la titi a la que han conocido en el local, porque el presunto karaoke en realidad no es otra cosa que un club de alterne bastante popular, que no llega a ser de alto
standing
pero que se precia de ser de los más famosos de la capital. El «negocio» cuenta con un portero que se aposta en la entrada desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Es un tiarrón negro-negro —vaya, que el tono de la piel le tira más al ébano que al chocolate—, formato armario ropero y debe de medir casi dos metros de altura y un metro de hombro a hombro. A mí me vino como caído del cielo: por fin podía llegar a casa de noche a la hora que quisiera sin pasar un miedo terrible al abrir la puerta del portal y sin tener que mirar por encima del hombro cada vez que viera a un tipo con pinta rara bajar por la acera, porque el barrio está plagado de individuos con pinta sospechosa: tenemos traficantes marroquíes y colombianos, yonquis, pastilleros y borrachos, bakalas rapados e incondicionales del Real Madrid. Sabedora de que nadie iba a intentar atracarme en el portal —como ya pasó una vez— mientras el negro cancerbero montara guardia a la puerta del garito, cada vez que entraba o salía de casa siempre le saludaba de lo más amable y le dedicaba una sonrisa agradecida. Al principio el portero me ignoraba soberanamente y ya te he dicho que cuando
Cita
me hizo famosa incluso me esquivaba la mirada. Lo cierto es que al tipo le tomó su tiempo devolverme el saludo —igual es que no sabía si yo estaba intentando ligármelo o qué— y al principio hacía como que no me oía. Después empezó a responderme con una escueta inclinación de cabeza y más o menos a los cuatro meses ya se dignaba a pronunciar entre dientes un «hola». Un día incluso me ayudó con las maletas cuando bajaba del taxi. Muy caballero pero muy frío, eso sí.

El caso es que este señor me ha estado viendo entrar y salir a diario durante meses y ha podido, por supuesto, verificar el avance de mi tripa. A veces yo pensaba si no le resultaría raro ver llegar a una embarazada de ocho meses a las dos y tres de la mañana (porque hasta el último día de embarazo yo he seguido saliendo y entrando cuando me ha dado la gana), pero me decía que, teniendo en cuenta su entorno laboral, el tipo ya debería de haber visto de todo y estar acostumbrado a cualquier cosa. Quizá eso justificase su indiferencia ante el mundo. Así que yo le seguía saludando al llegar, como siempre, fuera la hora que fuera, y él me respondía, como siempre, con un hola apenas mascullado y gélido.

Me lo encuentro el otro día al salir a comprar algunas latas de cerveza para Sonia la DJ (también conocida por
«Senseless
Sonia» por su afición a los éxtasis, repito, y te recuerdo que no has de confundirla con Sonia la guionista, también conocida como
«Suicide
Sonia» debido a su conducción temeraria, ni tampoco con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, también conocida como
«Slender
Sonia» por lo delgadísima que está, ni mucho menos con Sonia la actriz, también conocida como
«Sweet
Sonia» por lo cariñosa que es, y sí, ya sé que me repito más que el ajo, pero es que si no no te enteras tú y ni siquiera yo), que había venido a conocerte. Evidentemente, no podía agasajarle con psicotrópicos, pero tampoco podía ofrecerle un té con pastas a una chica como ella, así que tuve que bajar a por cervezas porque en la nevera no había.

—¿Ya has tenido al bebé? —me pregunta el negro.

—Sí —respondo sorprendida al comprobar que Super-negro sabe hilar más de dos palabras seguidas, pues a mí nunca me había dirigido más que el hola de rigor.

—¿Y es niño o niña?

—Niña.

—Ah, qué bien. Yo tengo cinco hijos, ¿sabes?

Y pasa acto seguido a contarme vida y milagros de sus hijos, para mi pasmo y asombro, pues nunca hubiera creído que Supernegro fuera un honrado padre de familia si hasta incluso dudaba de que fuera capaz de sonreír, ser amigable y enzarzarse en animada conversación con la vecina. Cuando acaba de darme el parte de la vida y milagros de sus retoños, acaba con el tópico de siempre: «Pues nada, ahora a criarla con salud.»

Sonia se fue de casa con tres hojas de maría recién arrancadas de la planta. Dice que ya encontrará la forma de prensarlas.

Paz presentó en mi nombre una demanda contra la revista
Cita
por intromisión en el derecho al honor, término técnico que venía a decir que yo quería dejar claro ante
Cita
y ante el país entero que no era una cocainómana ni una robamaridos.

Cita
contestó a la demanda sosteniendo que ellos nunca habían afirmado en su artículo ni que la demandante mantuviera una relación amorosa con David Muñoz ni que fuera adicta al consumo de drogas, por lo que —siempre según su contestación a la demanda— en modo alguno habían podido lesionar mi honor. Añadían además que no podía hacerse responsable de las interpretaciones, propias o individuales, que sobre el artículo pudiera hacer cada uno de los lectores.

Así que durante el juicio a Paz le correspondería demostrar que en el artículo no se dejaba nada a la interpretación del lector, sino que se afirmaba meridianamente que yo estaba enganchada a las drogas y también a David.

En fin, querida, al contrario que a la mayoría de los espectadores, a mí nunca me han gustado las películas de juicios, siempre me aburrieron soberanamente, así que no te voy a dar un informe pormenorizado de cómo transcurrió la vista porque fue tan aburrida como podría serlo una película, o más, puesto que ni tuvimos a Harrison Ford haciendo de fiscal, ni a Calista Flockhart interpretando a Paz, ni allí nadie era guapo ni iba bien vestido. Muy al contrario: los abogados de la parte contraria eran todos gordos y calvos, la jueza necesitaba urgentemente una
esthéticienne,
todo fue lento y tedioso e incluso la sala donde se celebró el juicio era poco cinematográfica. Estaba sucia y polvorienta, mal iluminada, olía a humedad y resultaba tan deprimente como para poder predecir sólo por su aspecto el resultado del proceso.

Intentando demostrar que yo nunca había sido adicta a la cocaína, Paz aportó, amén de los diferentes análisis de sangre que yo había tenido que hacerme por motivos varios a lo largo de los años (uno de ellos, las pruebas en las que se basó el ginecólogo para afirmar que resultaba altamente improbable que tú nacieras) y cuyo valor probatorio, a tenor del tiempo pasado, no hubiera resultado concluyente, unos análisis de cabello que tuve que hacerme pocos días antes, porque esa prueba capta el uso de cocaína hasta tres meses después de haberla consumido, mientras que el test de orina revela consumo sólo de dos a tres semanas previas.

Lo que yo no entendía era a qué venía tanta insistencia en demostrar que no tomaba drogas si en la contestación de la demanda los propios abogados de
Cita
ya daban por hecho que no, que no las tomaba. Pero, por supuesto, me quedé en mi rincón, contemplando todo aquello sin decir palabra, como me había recomendado Paz, calladita, monísima y como ausente en mi traje de chaqueta rosa estrenado para la ocasión (convenía dar imagen de chica formal), y cruzando una mano sobre la otra para que el temblor no delatara mi nerviosismo.

Me explicó Paz más tarde que aunque mi presunto consumo de drogas no fuera el tema de debate, pues lo que se venía a demostrar allí era si la revista me había
deshonrado
o no (cual si yo fuera una tierna doncella y
Cita
un truhán sin escrúpulos que de mí se hubiera aprovechado), teníamos que convencer a la jueza de que yo nunca tomaba drogas, para dejar claro que el artículo era del todo gratuito y malintencionado. Y no, yo no tomaba drogas, al menos no drogas ilegales, pero no porque estuviera más o menos de acuerdo con su consumo, sino porque cada cual tiene su droga de elección, la más importante, la que más le pone, aquella sin la cual no sabe vivir, y para mí ésa siempre fue el alcohol y, por tanto, consideraba la cocaína como un polvo caro para niñatos, nada que a mí me llamara demasiado la atención. Porque yo era una enganchada más, porque mi Otra se empeñaba en hundirme la vida dándome de beber y liándose con quien menos pudiera interesarme, porque como persona escindida y autodestructiva era una adicta, una drogadicta pero, eso sí, una drogadicta legal.

19 de octubre.

Ayer noche salí con Sonia, Sonia la actriz (ya sabes: no hay que confundirla con las otras Sonias), que me invitó al estreno de una obra de teatro. Me resultaba un poco extraño encontrarme allí, como una cucaracha en un plato de nata, entre todas las actrices, modelos, cantantes y artisteo en general que lucían sus mejores y más ajustadas galas para la ocasión mientras que yo iba vestida con uno de los tres únicos pantalones que ahora me caben y con una pinta de trapera que haría que, en comparación, cualquier mendigo colgado de su tetrabrik de Don Simón resultara un prodigio de distinción. Normalmente me preocupa un pimiento mi aspecto y ya tengo muy asumido que entre los muchos o pocos dones que se me concedieron al nacer no figuraba el de la elegancia, pero no es lo mismo llevar unas pintas horribles cuando eres una simple chica gordita pero todavía con un pasar que cuando eres una matrona recién parida con unas ubres que te caen hasta la cintura y unas caderas anchas como el olvido. Le pregunté de nuevo a Sonia, que ya ha tenido un hijo pero sigue teniendo un tipo estupendo:

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