Los cuatro mil hombres llegaron al puerto de Cádiz en los primeros días de enero. Aleramo Berti, del Partido Fascista, estaba allí, así como el embajador italiano recién nombrado y varios técnicos militares. El recibimiento que se les hizo fue apoteósico. Queipo de Llano, dueño del Sur, organizó los actos a la perfección. Cádiz se prestaba a ello, pues era ciudad brillante y clara, con pinceladas de ocre y rosa parecidas a las de muchas fachadas romanas. En los discursos abundó una palabra: «lazo». Los himnos ahogaron a las armónicas. Aparecieron flores brotadas de no se sabía dónde y las
ragazze
sepultaron a los italianos bajo una cascada de serpentinas con los colores de su bandera.
Los italianos tenían hambre y sed, y Cádiz los satisfizo. Querían desfilar, y Cádiz los satisfizo. E inmediatamente el general Roatta se reunió con los militares españoles y sonó entre ellos, con insistencia, el nombre de Málaga. Por otra parte, la cosa estaba decidida: aquél era sólo el primer destacamento. El día 14 llegarían otros seis mil camisas negras; a fin de mes, otros cuatro mil. Tantos cuantos hicieran falta. Hablar de «guerra larga» era suicida y revelaba un inadmisible sentimiento de inferioridad. El Duce aportaba su experiencia. Se acabó el guerrilleo. Italia, país de motores, de conductores, simbolizaba por naturaleza lo moderno. Entretanto, era preciso organizar determinados servicios en la región en orden al acomodamiento de los camisas negras. Plantar letreros que dijeran:
Commandamento, Corpo di guardia, Estafeta Legionaria, Posta.
Buscar buenos hoteles para la oficialidad y conseguir para los soldados voluntarios un clima amable y amistoso.
Entre la multitud que había acudido al puerto a recibir a los italianos, y que luego los vitoreó por las calles, figuraban Marta y su madre. Fue una feliz coincidencia. Las dos mujeres, que se vieron obligadas a permanecer en Tánger por espacio de unas semanas, debido a una inoportuna indisposición de la viuda del comandante Martínez de Soria, habían desembarcado en Cádiz unas horas antes que los camisas negras. Su emoción al besar, en el puerto, la bandera bicolor, por la que el comandante había dado la vida, fue indescriptible. Rodaron los ojos por todas partes, al igual que Mateo al apearse en Valladolid. Y al enterarse, nada más poner pie a tierra, que los italianos estaban a punto de llegar, se instalaron en el hotel más próximo, desde cuyo balcón pudieran asistir al acontecimiento y enronquecer gritando «¡Viva Italia! ¡Viva España! ¡Viva España! ¡Viva el Duce! ¡Viva Franco!»
Jamás olvidarían la emoción de su encuentro con aquellos hombres venidos de «la nación hermana» para defender a España. Los camisas negras les parecieron más vigorosos y autoritarios de lo que habían supuesto. A Marta le parecieron hasta guapos y, por supuesto, con más fantasía que los soldados españoles. Los había que se parecían a Ciano, y algunos a Mussolini. La madre de Marta, mientras los aplaudía con fervor, recordaba el viaje que el comandante había hecho en 1933 a Roma, para entrevistarse con el Duce…
Cuando, terminado el desfile, los italianos pudieron derramarse libremente por la ciudad, invadiendo las estrechas calles y los cafés y las tabernas, Marta y su madre salieron del hotel para, al igual que la población gaditana, mezclarse con ellos, estrecharles la mano, prenderles medallas en el pecho y decirles «gracias». La madre de Marta, pronto agotada, regresó al hotel; pero la muchacha, lamentando en el alma no disponer aún de una camisa azul, prosiguió deambulando. Su entusiasmo era hondo, sereno. Estimaba simbólico que la antiquísima Italia acudiera en ayuda de España a través precisamente de Cádiz, la más antigua ciudad de Europa, la Gades trimilenaria.
Sin saber cómo, Marta se encontró en el mostrador de un bar rodeada de rostros morenos que la llamaban
ragazza
y
signorina
y que le ofrecían tabaco. Marta estaba aturdida, hasta que uno de esos rostros se impuso a los demás. Pertenecía a un muchacho algo mayor que Ignacio. Muchacho que les dijo a sus camaradas:
Ciao…
! y que, una vez a solas con Marta, la invitó a sentarse en Un plácido rincón del establecimiento, ayudándola a despojarse del abrigo y acariciándole con arte la bufanda.
—Me llamo Marta.
—Yo, Salvatore.
—¡Salvatore! Bonito nombre.
—¡Bah!
—¿De dónde eres?
—De Roma.
—Yo, de Valladolid.
El camarero les sirvió café y, levantando las dos tazas, brindaron. Brindaron por Roma y por Valladolid, por España y por Italia. Brindaron por la camisa negra de Salvatore y por las camisas de todos sus camaradas. Se bebieron de un sorbo el café. ¡Y Marta fumó! Fumó un pitillo italiano, un pitillo fascista, que olía a puerto de Génova y a «Corpo di guardia».
Marta le contó a Salvatore que había huido de la zona «roja» en compañía de su madre. Salvatore ya sabía «que las españolas iban siempre con su madre…»
—En Génova nos han dicho…
respetar
. —Y el muchacho puso su mano, riendo, sobre la mano de Marta, la cual la retiró.
Salvatore entonces le contó que él quería ser buena persona, pero que Moscú se interponía en sus propósitos, que se interponían las guerras.
—Abisinia, primero… España ahora… Pero me gusta.
—¿El qué?
—Todo esto.
De vez en cuando, Marta pensaba en Ignacio. ¡Si él la viera en aquel momento! En Cádiz, en un café, fumando y bebiendo, con un hombre al lado que tan pronto se la comía con los ojos como miraba a su alrededor y preguntaba: «¿Por qué esa gente vive tan pobremente?»
Fue un encuentro afortunado. Marta se marcharía a Valladolid, pero se escribirían.
—¿Quieres ser mi madrina? En Ita…
—¡No faltaría más!
Marta le dijo a Salvatore que, en nombre de un botiquín que decía CAFÉ y que ella amaba mucho; en nombre de Falange y de España; en nombre de visiones horribles; en nombre del agradecimiento que ella sentía por quien adorando su patria la abandonaba para defender lejos una causa justa, sería su madrina, desde Valladolid y dondequiera que él se encontrase.
—Te escribiré y te mandaré tabaco.
—También me gusta mucho el chocolate…
* * *
Pocos días después, en el puerto de Hamburgo, un hombre extrañamente excitado, que vestía el uniforme del Partido Nazi Alemán, arengó a trescientos voluntarios, técnicos de servicios auxiliares de Aviación, que embarcaban para luchar en España.
«Camaradas: En nombre de vuestro Führer vais a dejar la tierra alemana. Para la travesía vestís uniforme civil, pero al llegar a vuestro destino recuperaréis vuestras insignias, presididas por la cruz gamada. Sois voluntarios del Führer en la lucha contra el comunismo y contra los Frentes Populares que las democracias protegen. Esta vez os toca luchar en un país de pasado glorioso, España. Luchar en las filas de la Legión Cóndor. El cóndor, la mayor de las aves que vuelan. ¡Que el Führer os proteja! ¡Que Alemania os proteja! España es plaza estratégica de primer orden y no debe ser abandonada al enemigo. Tened, como siempre, confianza ciega en los mandos, de los que iréis recibiendo cuantas consignas os hagan falta. Dos cosas hay sagradas en España para los españoles: la primera, el sentimiento religioso; la segunda, el recato de las mujeres. España es país católico: debéis respetar las ideas y las supersticiones de las gentes. España es país de tradición familiar: debéis respetar a sus mujeres, comportaros con la mayor corrección. Allí representaréis al pueblo alemán, que no acude en plan de conquista, sino para replicar adecuada mente a las Brigadas Internacionales que el comunismo ha enviado a España. El general Francisco Franco es ahora el jefe de los españoles que se levantaron contra Moscú. En cuanto lleguéis a vuestro destino, será, pues, vuestro jefe. Obedecedle, a través de vuestros mandos. Sus órdenes serán ley, lo mismo que las órdenes de vuestro general Von Sperrl. Tomad nota de que, oficialmente, “os vais de maniobras al Báltico”. Es voluntad del Führer que por el momento nadie, ni siquiera vuestras familias, sepan que os encontráis en España. De ahí que en la correspondencia evitaréis cualquier alusión que pueda delatar que os encontráis un país del Sur, a cuyos efectos se os entregarán cartas postales impresas a propósito. Asimismo, se os entregarán ahora el reglamento de la Legión Cóndor, un diccionario y una gramática. Esforzaos en aprender el idioma español y procurad no cometer errores. Lucharéis del brazo de voluntarios italianos, y es también consigna que evitéis el menor roce con ellos. Os consta el afecto que el Führer siente por el Duce. Ni un gesto que pueda traslucir un sentimiento de superioridad. Mucho tacto, también, en vuestras relaciones con las tropas moras. Tienen más supersticiones aún que los católicos: respetadlas. Uniforme limpio, regalad ramos de flores, sed especialmente amables con los mutilados de guerra, con los ancianos, con los niños. Nada más por hoy, y buena suerte. Estoy seguro de que seréis dignos soldados de la Legión Cóndor y que cumpliréis vuestro deber de alemanes. Nada más. ¡Heil Hitler!»
Trescientos hombres vestidos de paisano y con extraños casquetes se hicieron a la mar. El barco llevaba bandera de Panamá, pero al llegar a la altura de la costa francesa se izó el pabellón de Liberia. Se dirigían a Vigo, puerto gallego, ciudad de hermosas rías adentrándose en la tierra. Eran nazis, y por tanto dotados de una idea común, de una voluntad común. Que el cóndor fuera la mayor de las aves existentes, les gustó. Se habían acostumbrado al colosalismo, a valorar el tamaño de las cosas. Incluso sus cajas de cerillas eran robustas, y por ello les gustaba el mar, tan in menso, y por ello las banderas de Panamá y de Liberia se les antojaban caricaturales. También tocaban la armónica; pero, sobre todo, cantaban. Se pasaron la travesía cantando, bebiendo cerveza, estudiando la gramática española; una gramática exprofeso en la que figuraba toda la terminología militar, especialmente la del arma en que servían, así como términos de cocina, de aseo y de religión. Se les hacia raro pronunciar «Vaticano» y «Dios» en español. Les salía un Dios redondo y un poco colérico. El comandante Plabb era su jefe y les repitió hasta hartarlos que no debían mezclarse en la política interior española, de lo que se encargarían directamente los delegados del Partido. De los tres cientos voluntarios, más de la mitad tenían de la geografía de España una noción exacta, así como del descubrimiento de América y del reinado de Carlos V; pero imaginaban que casi todas las mujeres españolas eran morenas y que en el Sur había regiones enteras pobladas por gitanos. La predisposición afectiva era favorable. Sentían afecto por España, sin saber por qué. El general Von Sperrl ignoraba este detalle, pero no lo ignoraba Schubert, el miope Schubert, quien esperaba con el alma en un hilo la llegada de la Legión Cóndor. ¿Y por qué, si España era tan hermosa como les enseñaron en la escuela y en los recientes cursi ellos de preparación, se les obligaba a hablar del Báltico? «¡A sus órdenes!» ¡Qué remedio!… En cuanto a los italianos, ¿cómo evitar tomarlos un poco a risa? Abisinia fue bocado fácil y ellos eran unos fanfarrones. Sin embargo, la consigna estaba clarísima y el Führer era amigo del Duce. ¡Mutilados, ancianos, niños…!; de acuerdo. ¿Tendrían permiso para disparar alguna vez? El barco seguía su ruta. Entre aquellos trescientos voluntarios había alemanes de todas partes, de Prusia, de la Selva Negra. Si no bebían, reinaba la corrección. Se gastaban unos a otros bromas ingenuas y desde el mar miraban en dirección a las costas atlánticas guiñando un ojo, un ojo que parecía un faro. Admiraban a Franco, lo mismo que el doctor Relken, porque había tenido la idea de transportar por vía aérea las tropas de Marruecos. Discutían sobre aviadores rusos y franceses, que serían los enemigos directos. Según el comandante Plabb, los rusos no sabían volar con poca visibilidad y los franceses eran buenos pero excesivamente cautelosos. Los españoles debían de ser excelentes pilotos de caza; algo menos, de bombardeo… ¡Bueno! Todo esto se vería en tierra, cuando ocuparan sus puestos, con la cruz gamada en el pecho.
Los trescientos hombres llegaron de incógnito a Vigo e inmediatamente, en un tren nocturno, se trasladaron a Salamanca. En Salamanca los esperaban el embajador Von Faupel, el general Von Sperrl y el delegado del Partido, Schubert. Al día siguiente se organizó un gran desfile militar, en colaboración con las tropas. La población se mostró tan entusiasta como la de Cádiz al paso de los italianos. «¡Viva Alemania! ¡Viva Hitler! ¡Viva España!» Salamanca era hermosa, con piedras de color de la vejez humana… ¿Unamuno había muerto?… ¿Cómo murió, qué dijo…? No hacer preguntas… Uno, dos, el paso de la oca. Perfecto. Respetar el Vaticano y las supersticiones. Muchachas inquietas les colgaron de la solapa cintas con las banderas españolas. ¿Qué significaban aquellas boinas rojas? Monarquía, atraso, reacción… Lo que allí importaba era la Falange, aquellas camisas azules que hablaban de servicio y del Imperio.
En los balcones, aparte los rostros del embajador y sus colaboradores, habían otros rostros alemanes satisfechos. Eran comerciantes, llegados para negociar intercambios de materia prima y ara procurar cobrar en divisas el material suministrado por Alemania. Los cañones tenían su precio, pero ¿y las vidas? ¿Cuánto valdría una vida, una vida alemana segada en el aire o en la tierra? No se sabía. La peseta «rebelde», de Salamanca, empezaba a cotizarse en Londres más que la «roja». Los «rojos» habían abierto con ácido las cajas del Banco de España y esto, como Julio García predijo, llegó a conocimiento de la Bolsa Internacional. Por otra parte, Alemania podía imprimir por su cuenta una cantidad ilimitada de pesetas «rojas» y ponerlas en circulación en Barcelona o Madrid. O podía soltarlas desde un avión o abandonarlas, en cajitas impermeables, en la corriente del río…
La población aclamó a aquellos hombres disciplinados, provistos de postales bálticas, de canciones y de una gramática. Y entre las personas que con mayor entusiasmo gritaron ¡Heil Hitler!, figuraba ¡cómo no! el infatigable camarada Núñez Maza. El camarada Núñez Maza había llegado a Salamanca la víspera, con motivo de la inauguración de la Emisora Nacional, maravilla fabricada precisamente en Essen, que había sido utilizada en la Olimpiada de Berlín y cuyos estudios estaban situados en el edificio de San Bernardo. En la emisión inaugural había hablado Franco, por primera vez desde los micrófonos, y luego había cantado Celia Gámez. El entusiasmo del propagandista soriano Núñez Maza, al enterarse de que trescientos técnicos del país constructor de aquella emisora iban a desfilar al día siguiente, fue enorme. Núñez Maza admiraba Alemania tanto como Salazar. Y admiraba también el esquema del credo nazi: «Discriminación racial, obediencia, trabajo común y propósito de acabar con la influencia de los judíos.» «Quien no siga a esa gente —le dijo Núñez Maza a Mateo, en Valladolid— quedará retrasado doscientos años.» De ahí que en el desfile aplaudiera como un crío y contemplara a los voluntarios llegados de Hamburgo con la misma expresión de Cosme Vila el primer día que llegó a Gerona Axelrod.