Un millón de muertos (63 page)

Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
10.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, mucho.

Ezequiel, que cada mañana al levantarse se hacía unas inhalaciones de eucalipto, metiendo la nariz en un cazo humeante, se sonaba todavía, con un gran pañuelo.

—Anda, vámonos. Tomaremos el mismo tranvía.

Media hora después, Ignacio se presentaba en la calle de París, don Carlos Ayestarán. En el balcón, un inmenso letrero con la Cruz roja decía escuetamente: «Sanidad». Todo el personal vestía bata blanca, como en un hospital, e Ignacio recordó la observación de Julio: «La manía de don Carlos Ayestarán es la higiene. Si quieres ganártelo, procura que te sorprenda lo menos tres veces al día lavándote las manos».

Don Carlos Ayestarán lo recibió con exquisita corrección. A Ignacio no le pareció tan nervioso como Julio se lo había descrito. Llevaba cuello duro y era verdaderamente calvo, con calvicie brillante, propia de quien se frota a diario con alcohol. Ignacio sabía que aquel hombre había organizado en Cataluña y Aragón una red sanitaria eficaz, que por desgracia iba malográndose progresivamente a medida que los puestos establecidos se cercaban a la línea de fuego. Al estrecharle la mano, Ignacio pensó: «Nadie diría que es masón». Don Carlos dijo para sí: «Nadie diría que este chico fue seminarista».

—Julio me dijo que te presentara a mi sobrino Moncho. En tos días no lo tengo aquí. Se ha ido con permiso, pero regresará lunes. Será tu jefe. ¡Bueno! A trabajar… y espero que seas prudente.

Ignacio le agradeció mucho a don Carlos esta frase y el tono amistoso con que fue pronunciada.

—Don Carlos, si en algún sentido puedo serle útil, ahora u otro día, estoy a sus órdenes.

Oficina de Sanidad… Pese a la actitud de don Carlos, el trabajo constituyó para Ignacio, desde el primer momento, motivo de desasosiego. Aquello no era el Banco Arús, donde trabajar significaba ganar un sueldo y ayudar a la familia. La sensación de que «colaboraba» con el enemigo lo acosó con más fuerza que a la propia Pilar en la Delegación de Abastos. ¡Escribir «Milicias Antifascistas», «Ejército del pueblo», «Columna Carlos Marx»! Insoportable crispación, que acaso diera al traste con su buena voluntad y lo llevara a cometer algún disparate.

Por las mañanas le fue asignado trabajo de archivo y por las tardes debería atender a los milicianos sanitarios que se presentaban con hojas de pedido, a veces con simples vales. Ignacio debía controlar y legalizar estos pedidos y llevarlos a la firma, con cuyo requisito los milicianos se presentaban en el almacén de Pompeya a retirar la mercancía.

La correspondencia que archivaba por las mañanas lo ponía de mal humor. ¡Donativos de Inglaterra, de Francia, de Estados Unidos! Vengan ambulancias y desinfectantes, sueros y botiquines… ¿Qué era lo que las grandes democracias querían curar? ¿El dolor de estómago de Cosme Vila? ¿El ojo ciego de Axelrod? ¿Las enfermedades venéreas de los milicianos? Ignacio no se hacía la idea de que todo aquel material desfilara ante sus ojos sin quo él pudiera destruirlo. Le sorprendió que los donativos enviados por la Cruz Roja fueran tan escasos. Don Carlos Ayestarán estaba indignado. «La Cruz Roja nos está fallando. Muchas listas de desaparecidos, pero material, nada.» A don Carlos esto le enfurecía tanto como el hecho de que el ministro de Sanidad fuera la comadrona Federica Montseny, de la FAI. «¡Un anarquista, ministro de Sanidad! ¡Una comadrona!»

En cuanto a su trabajo de tarde, atender a los milicianos, ponía un insoportable nudo en la garganta de Ignacio. Y siempre temía que entrara alguno que lo conociera, el Cojo o Ideal. Ni un principio, supuso que todos los milicianos le repugnarían por igual, pero la experiencia le demostró que no. Algunos anarquistas resultaban hasta simpáticos, por la luz ingenua de su mirada y por la lógica correlación entre sus ideales y su actitud. En cambio, los comunistas… ¿Qué hacían con los sueros y con el esparadrapo? ¿Lo mandaban todo a Moscú? ¿Infectaban a los milicianos que no eran del Partido? También le repugnaban los: seudointelectuales de Estat Català. Hablaban con énfasis, sobre cargando de sentido y emotividad cada palabra, como a poco que se descuidaran les ocurría a David y Olga. A veces Ignacio se quedaba clavado en el sitio: cuando el «miliciano» era una mu chacha hermosa y entraba saludando con el puño en alto. Ignacio no lo podía remediar. Se le hacía cuesta arriba admitir que una mujer hermosa levantase el puño. Él no lo levantaba nunca, tampoco decía: «Salud». Siempre se las ingeniaba para simular que tenía tos, que estornudaba o que alguien lo llamaba de otro sitio.

Tocante al personal, a sus compañeros de oficina, era muy vario. Había lo menos una docena de mecanógrafos repartidos por el piso, piso que perteneció a un prohombre de la Lliga Catalana. A las cuarenta y ocho horas, Ignacio hubiera podido establecer sin error posible la filiación de cada cual. Bastaba para ello con analizar el léxico que empleaban, el tono de voz con que correspondían a los saludos, la manera como echaban la primera mirada a los periódicos, a las banderas o se ponían al teléfono. Cuatro lo menos de estos mecanógrafos eran «fascistas» sin lugar a dudas. Apenas si hablaban. El resto, se comunicaba noticias sin parar y bromeaban sobre Madrid y Guadalajara.

Una muchacha llamó en seguida la atención de Ignacio: la encargada de la centralilla telefónica. Enclenque, ensimismada, pálida como la nieve. Vivía en perpetuo susto, daba la impresión de que esperaba que de un momento a otro le ocurriera una catástrofe. Varias veces la mirada de la chica se cruzó con la de Ignacio y ambos sintieron la clandestina complicidad.

En la vertiente opuesta, también había alguien que obsesionó a Ignacio más que los demás; el conserje. Un miliciano ya de edad, sin piernas, de la FAI. Se arrastraba por la oficina sobre un carrito de ruedas. A veces parecía un sapo; sin embargo, era alegre y tenía la cabeza mayor de lo normal. Se llamaba Gascón. Cuando sonaba el teléfono, pegaba un increíble salto para alcanzarlo. Llevaba un gran correaje con dos pistolas. Cada mañana; después de leer el periódico, decía lo mismo: que el sitio ideal para él sería la torreta de un tanque. «Allí, sin piernas y con una ametralladora ¡sus y a por ellos!» A Ignacio lo miró esquinadamente desde el primer momento. «¿De Gerona eres tú…? ¿Qué mosca te ha picado…?»

Cuando quería desaparecer unos minutos, Ignacio se daba una vuelta por el inmenso piso y se encerraba en el cuarto de baño. Un cuarto de baño con azulejos negros, obsesionantes, en el fondo de cuya seca bañera yacían dos cornucopias. En vez de papel higiénico había una pila de folletos farmacéuticos ensartados en un alambre. La literatura de tales folletos era precisa y optimista. Todo lo curaban, incluso las hondas dolencias del ser. Ignacio confiaba en que cualquier día le curarían la angustia de tener que escribir cada mañana «Milicias antifascistas».

El primer sábado le dijeron: «Mañana te toca guardia en Pompeya». ¡Santo Dios! A las ocho de la mañana se fue a la iglesia convertida en almacén, en el que entró como si entrara para oír misa. Nunca había estado allí. El templo estaba abarrotado, al igual que el de San Félix en Gerona, pero en él, en vez de sacos de garbanzos y de cereales búlgaros, había pirámides de cajas de madera que decían: «Frágil» y montañas de paquetes agradables al tacto, con inscripciones en todos los idiomas. En el altar mayor había vendas y gasas para cubrir todas las heridas de la tierra; en la pila bautismal, estricnina y aspirinas. Aquello era un laberinto. ¡Y estaba solo! ¿Qué ocurriría si fuera a la sacristía y abriera los grifos? El agua empezaría a deslizarse hasta salir por la puerta de la calle… Sin embargo, las gasas no eran espoletas. Las gasas y medicamentos servían para curar, y el dolor humano era siempre respetable. ¡Al diablo con los escrúpulos! ¿Y un incendio? No acertaba a decidirse. Hasta que oyó un extraño ruido. Dos chasquidos y luego algo que se arrastraba. Salió de la sacristía y por entre los pasillos interminables vio al mutilado Gascón, el conserje, avanzando con su carrito.

—Salud, camarada…

Ignacio lo miró. Ignacio llevaba un lápiz en la oreja y este detalle le infundía seguridad.

—¡Hola!

Gascón continuó:

—Pasaba por aquí y me he dicho: Voy a entrar un momento a ver al curita ese que está de guardia.

—¿Curita? —Ignacio parpadeó.

—¡Bueno! Es un decir. —Gascón empezó a liar un pitillo, sacándose la petaca y el librillo de debajo los muslos—. De todos modos, ¡qué quieres! Me emperraría en creerte de los nuestros y no podría. ¡Palabra! No podría.

—No te entiendo.

—¡Bah! Ni falta que hace. ¿Quieres fumar?

* * *

Ignacio se guardó el miedo para sí; en cambio, su deseo de inutilizar de algún modo aquellas pilas de medicamentos le produjo tal escrúpulo que aquella misma noche, después de cenar con Ezequiel y mosén Francisco, antes de acostarse en el camastro que habían habilitado para él, llamó aparte al vicario y le explicó lo que ocurría. Mosén Francisco fue tajante:

—Sería una canallada. En la guerra, los medicamentos son sagrados, incluso perteneciendo al enemigo.

—Monsergas. Esto es una guerra civil.

—Ignacio…, cálmate. ¿Me oyes? No pierdas la cordura.

Ignacio torció el gesto. Luego sonrió. Porque el vicario le estaba diciendo esto ¡con la cabeza convertida en sagrario, con la cabeza vendada, vendaje que no se quitaba nunca por temor a un brusco registro en la casa! «¡No pierdas la cordura!» ¿Es que no la había perdido él, mosén Francisco? ¿Acaso era cuerdo seguir confesando en los parques y en los cines, asistir a los moribundos del barrio, vagar en torno a la Cárcel Modelo y los cuarteles por si alguien necesitaba de sus servicios?

—Es otra cosa, Ignacio. Reconoce que lo que yo hago es otra cosa.

—De acuerdo, sí. Pero es que yo no puedo confesar ni dar la comunión. Y algo he de hacer.

—Cuando puedas, pásate a la España nacional.

¡Mosén Francisco! La integridad del sacerdote a veces asustaba al muchacho. Se daba cuenta de que debía aprovechar aquellos días para sacar de su compañía el máximo fruto. Porque aquello duraría poco… Lo presentía, como el comandante Campos presintió, al incorporarse y partir para el frente de Teruel, que moriría en la guerra.

Mosén Francisco ejecutaba los más atrevidos actos con una alegría y una inconsciencia desconcertantes. Ezequiel decía siempre: «Sí, ya sé. Nos llevará a todos al paredón, y encima tendremos que estarle agradecidos».

Mosén Francisco e Ignacio tomaron por costumbre dialogar un rato antes de acostarse. Ignacio esperaba la llegada de Moncho, el sobrino de don Carlos Ayestarán, pero Moncho no llegaba. Así que el vicario era su amigo, además de Ezequiel. Ezequiel era todo un hombre. Pese a la desmesurada longitud de sus brazos, conocía sus límites. Cuando advertía que sin él la conversación podría remontar el vuelo, desaparecía en el acto, pretextando sueño o lo que fuere. Manolín, a veces, se quedaba con el gato en brazos, absorto, procurando retener las palabras que brincaban en la mesa. Y continuamente pensaba: «Aquí Marta hubiera dicho esto y lo otro». «Aquí Marta hubiera saltado como un tigre.» Manolín le tenía celos a Ignacio, aunque no comprendía que a una persona se le pudiera tener celos y al mismo tiempo quererla como él quería al muchacho.

Una noche especialmente benigna, el vicario e Ignacio decidieron subir a la azotea. La luna los atrajo, la luna y el rutilante firmamento. Se llevaron una silla cada uno. Mosén Francisco se cubrió con el capote que le dieron en el cuartel «Carlos Max», Ignacio le había pedido a Rosita una manta. Se acomodaron en las sillas. Planeaba un hondo silencio sobre Barcelona. Se presentía, lejano, el puerto, y más allá del puerto, el mar. A intervalos llegaban a sus oídos unos como golpes de azadón; debían de estar construyendo por el barrio algún refugio antiaéreo. También, intermitentemente, de la cima de Montjuich o del Tibidabo brotaban poderosísimos haces de luz que tanteaban el cielo, sin duda ejercitándose por si aparecían aviones.

Después de comentar durante un rato las noticias de la jornada —se hablaba de que los «nacionales» iban a iniciar el ataque a Bilbao—, mosén Francisco se hundió debajo del capote como si éste fuera una casulla y le preguntó a Ignacio:

—¿A que no sabes qué día es mañana?

—¿Mañana…? —Ignacio parpadeó—. Jueves…

—Exacto… —El vicario marcó una pausa y añadió—: Jueves Santo.

El corazón le dio un vuelco a Ignacio. ¿Cómo había podido olvidarlo?

—La verdad…

—No te apures. —Mosén Francisco cambió el tono de la voz—. ¿Te acuerdas, en Gerona, en estas fechas? De la subida al Calvario, de la procesión…

Ignacio se emocionó. Se arrebujó con la manta.

—Claro que sí… Me acuerdo de todo. —Marcó otra pausa—. Me acuerdo de mi madre…

—Eso es. De tu madre. —El vicario repitió—: De Carmen Elgazu, subiendo el Calvario…

Ignacio tardó un rato en contestar.

—Subiendo… y cantando…

—Eso es. Cantando…

Guardaron un silencio largo, que llegó hasta el mar.

Entonces el vicario le dio a Ignacio una noticia increíble: con un grupo de amigos había decidido celebrar la procesión del Viernes Santo, a pesar de las circunstancias. En principio habían encontrado la solución. «A veces el Espíritu Santo se acuerda de que existo.» Vestidos cada cual a su manera, de paisano, de militar, las mujeres vestidas de milicianas o de enfermeras, en la tarde del Viernes Santo se concentrarían con disimulo, sin mirarse unos a otros, en la puerta de cualquier iglesia y a la misma hora que en los años anteriores empezaba la procesión echarían a andar, más o menos en comitiva, siguiendo cualquier itinerario tradicional.

—¿Comprendes, Ignacio? Tenemos que defendernos. Seremos un par de docenas. Yo iré delante con la cabeza vendada. Es decir, llevaré a Cristo en la frente. Y siguiendo mis pasos, Ezequiel y Rosita y Manolín y otros amigos del barrio, un poco desordenados, confundiéndose adrede con los transeúntes. Muchas monjas querrían acompañarnos, pero se los he prohibido; incluso a las que ya pueden prescindir de la peluca. ¿Comprendes, Ignacio? Me agrada esto, de veras. ¿Tú crees que alguien sospechará? Yo creo que no. ¿Quién podría imaginar que un miliciano herido, con una pistola en el cinto, encabeza una procesión?

Ignacio contuvo la respiración. Estaba a punto de sollozar. «¡Cuente conmigo!», quiso gritar. Pero se contuvo. «Nadie, nadie sospechará», dijo para estimular a mosén Francisco. Pero él tenía miedo, tal vez porque aquello era muy grande. ¿Y si pasaba Axelrod? ¿No habría instruido a su perro para que olfateara las procesiones clandestinas? ¿Y si pasaba Gascón o mosén Francisco de pronto rompía a cantar: «¡Perdónanos, Señor…!»?

Other books

Mrs. Million by Pete Hautman
Gruffen by Chris D'Lacey
Kaspar and Other Plays by Peter Handke
Fangtooth by Shaun Jeffrey
By His Desire by Kate Grey
Serving Pride by Jill Sanders