Un mundo para Julius (22 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Por la avenida Salaverry, venía pensando en el serranito ese tan inteligente que restaura todo lo viejo a las mil maravillas, era un darling el hombrecito y tan conversador. Juan Lucas iba a estar encantado con la puerta, siempre le celebraba todo y ya lo veía copa en mano contándole a sus amigos, diciéndoles vengan a admirar la última adquisición de mi mujer, con la anterior realmente gozó: «¡Inútil pero precioso!», había exclamado cuando ella desempaquetó el violín firmado por un procer de la independencia. Susan llegó feliz al palacio y mandó llamar a Celso y Daniel, para que bajaran la puerta que traía atada al techo del automóvil. Ella los iba a dirigir, era preciso hacerlo con el mayor cuidado; se moría de asco de la puerta medio podrida e inmunda pero insistía en cargar un poquito también, déjeme coger de aquí... En ésas estaba cuando sintió un hincón terrible en el brazo y vio el alacrán antes de desmayarse.

Bobby y Carlos partieron como locos en la camioneta para traer al médico. Julius, que se había quedado al pie de Susan, la vio volver en sí rápidamente, pero le dolía demasiado el brazo y los mayordomos tuvieron que acompañarla a su dormitorio. Nilda apareció a gritos, dando toda clase de explicaciones sobre las picaduras de alacranes, señora, ¿recuerda cómo era el que le picó? Susan casi vuelve a desmayarse, no, no recordaba. Entonces Nilda dijo que había que actuar rápido y se ofreció a pegarle un mordisco en el lugar del picotón, también quiso traer una hierba del jardín que a ella le calmaba el dolor de muelas. Mientras tanto, Celso había ido a llamar al señor por teléfono. Juan Lucas mandó decir que venía volando.

Como la señora no se había dejado morder y se seguía quejando, Nilda consideró que tal vez la aliviaría trayendo a su hijo; a lo mejor, al verlo, la señora se alegra y se olvida un poco de su dolor. Lo cierto es que se apareció con la criatura horrible, diciéndole cuchi cuchi cuchi saluda a la señora. La pobre Susan, con tanta servidumbre rodeándola, más la criatura a punto de berrear, se sintió completamente abandonada, no tardaba en hinchársele el brazo, no tardaba en ponérsele horrible; para colmo de males recordó que mañana tenía un cóctel y entonces sí ya vio cómo su brazo empezaba a crecer morado; les pidió que se marcharan todos, ni más ni menos que si quisiera que la dejaran morirse sola. Pero en ese instante entraba Bobby moviendo los brazos a diestra y siniestra, como quien se abre paso entre la muchedumbre, heroico y violento empujándolos hasta por gusto, casi pisoteando al hijo de Nilda: venía con el médico a salvar a su madre. El médico examinó brevemente la picadura y pidió un termómetro, ante la mirada de Nilda pensando éstos son unos rateros, si me hubieran dejado morderla no le habría pasado nada. Julius apareció termómetro en mano y Bobby se lo arrancó para entregárselo al doctor, que acababa de decidirse por las inyecciones. «Se te va a hinchar un poco, Susan, le dijo, pero pierde cuidado que con estas inyecciones la hinchazón va a bajar muy pronto.» Era el médico amigo de la familia, se le notaba en la corbata y en el carrazo que había dejado estacionado afuera; uno de esos médicos que jamás mencionan, a los que jamás se les menciona el pago de las visitas, nada de ¿cuánto le debo, doctor? y faltas de fineza por el estilo; uno de esos que de repente te pasan un cuentón y que nunca están cuando se te muere tu tía pobre, la pobre.

Minutos después de la primera inyección llegó Juan Lucas, casi se podía decir que vestido para la ocasión, con una cara para la ocasión, en todo caso. Saludó a su amigazo médico y entró al dormitorio preocupado, aunque en el fondo convencido de que un alacrán no se atrevería jamás a interrumpir esa mezcla de negocios extraordinarios y de golf que era su vida, de ninguna manera podía ser una picadura grave; además, dónde se ha visto que alguien como Susan muera trágicamente, ¡cojudeces hombre!, eso pasa entre otra gente. Nuestra vida es feliz, parecía decirle, mientras la abrazaba dejándola desaparecer engreidísima en su pecho, haciéndose la del brazo hinchado para siempre. «Cosa de un par de días», explicó el medicazo, y Juan Lucas agregó burlón: «Susan y sus puertas.» Entonces sí ella le rogó que le dijera la verdad, que le dijera que estaba horrible toda hinchada y que se iba a divorciar de ese monstruo... «¡Jo-joy! ¡Mi envenenada linda! A ver, Celso, tráigase unas copas...» La servidumbre desaparecía sin mayor comentario, uno tras otro iban desapareciendo como si retornaran al cuartel por la noche de un domingo libre.

Julius se había impresionado bastante. Recién ahora se atrevía a acercarse a la camota y a romper esa especie de barrera que lo había mantenido distante, siguiendo toda la escena del dormitorio casi desde la puerta. Quiso enternecer a Susan, algo parecido a lo que intentó Nilda trayendo a su hijo, y se arrancó con la historia de sus clases de piano. Trataba de que ella sintiera la importancia de madre Mary Agnes, la de las pecas, le suena el rosario, que era tan nerviosa, pero la historia se le iba complicando cada vez más, se le iba mezclando con sus sueños y con lo que quería soñar esta noche, total que era dificilísima de contar, mejor contar simplemente que era el mejor alumno de la monjita pianista y que estaba aprendiendo un preludio de Chopin... «¡Mucha monja!, ¡mucho ama!», lo interrumpió Juan Lucas, impaciente porque no llegaban las copas, y él pudo ver la sonrisa comentariosa con que el médico agasajó la frase cortante; no había ambiente, se parecían más que sus corbatas, los fabricaban por montones contra su vida: un nudo en la garganta lo vencía, felizmente Susan lo trajo hacia su cuerpo para comprenderlo alegremente, lo protegió contra su pecho de otra broma: «Tu tío Juan Lucas nunca está de acuerdo contigo, darling... ¡Oh!, ¡este brazo horrible!, Juan...»

Al día siguiente vino a visitarla espantada la embajadora de Nicaragua; venía de la peluquería y se confesó horrible mientras besaba a Susan y le contaba que todas en el Golf se habían quedado abasourdies con la noticia del picotón y el veneno. Susan la recibió sonriente pero sufriendo. ¡Había que verla con sus mañanitas tejidas por unas monjitas de Oviedo! El cutis impecable, ni una gota de maquillaje y tan bien conservado; el pelo rubio, despeinado a la de mentira porque estaba enferma; todo oliendo a agua de colonia para adornar la mañana que se filtraba alegre por los ventanales. La embajadora de Nicaragua se sentó al pie de la cama, dijo que el dormitorio era el paraíso y le contó a Susan exactamente cómo le había picado el alacrán, el alacrán eran eran, el alacrán eran eran, entonó recordando probablemente alguna canción centroamericana o de por ahí. Se estuvo horas mezclando historias del Golf con otras de insectos y alacranes en el Cairo y en Guanajato, porque había viajado bastante la señora. Susan la escuchaba de memoria y se iba soplando tanto bla-blablá con sus palabritas en francés intercaladas de vez en cuando, parece que no siempre las usaba en su momento además. Susan no veía las horas de que se marchara para consultar el diccionario, tres palabritas tenía que le habían sonado raras.

Por la tarde vino Baby Richardson, cuyo hermano los había atendido tan bien cuando estuvieron en Londres. Baby llegó justo a la hora del té y Susan tocó el timbre para que Celso subiera trayendo el azafate y la mesita de los enfermos. Al instante apareció el mayordomo-tesorero con todo lo necesario para que el asunto fuera exquisito. El pobre se achunchaba un poco cada vez que entraba en el dormitorio de la señora, caminaba en punta de pies y parecía tonto. Pero Baby Richardson consideró que era un competent butler y preguntó si era un indian puro. En seguida anunció que las tostadas estaban perfectas y soltó un gritito entre delicioso e imbécil, al descubrir el platito en que venía la mermelada de naranja. Susan le contó la historia del platito, cómo lo había adquirido, etc.; ése fue el punto de partida de una larga conversación sobre antigüedades. Terminado el té, Baby abordó el tema de las picaduras de bichos y, medio en broma medio en serio, se arrancó con una explicación de lo más elaborada sobre los efectos de ciertas picaduras en determinados tipos de sangre, las más finas sufrían más, según ella. Susan se burló, «Esa historia no puede ser científica», dijo, pero había que verla comprobando a escondidas la hinchazón de su brazo, bajo la sábana de seda: lo sacó deforme para ofrecerle un cigarrillo a Baby. En ese momento apareció Julius, de regreso del colegio. Baby Richardson confesó haberse derretido al verlo tan gracioso, de ahí pasó a lo de que cada día está más grande... Julius se sopló el asunto bien tieso, con las manos pegadas al cuerpo, las puntas de los pies separadísimas y odiando a Baby Richardson. Ella insistió en que se quería casar con sus orejas y cosas por el estilo, la verdad es que en inglés no sonaba tan mal. Susan la interrumpió para preguntarle a Julius por amigos que no tenía y empezó a quedar pésimo ante su amiga, qué importaba. Además él ya ni la corregía, ya sabía cómo era su madre y la adoraba así, siempre linda y en las nubes. Por fin Baby Richardson decidió marcharse; casi se mata al ponerse de pie: confesó distinguidísima haber estado encantada, por eso no se había dado cuenta de que una pierna se le había dormido. Se fue diciendo que el platito de porcelana ese...

«A mala hora le picó el alacrán», pensaba Juan Lucas, sentado en el comedor del Golf, algo impaciente porque Susan le había dicho que por favor se apurara, no quería llegar tarde a la parroquia. También él tenía que estar temprano en la oficina; de lo contrario se hubiera burlado de la devoción de su mujer y en seguida hubiera tratado de echarle la culpa a Julius.

Y es que últimamente Susan andaba muy dada a los repartos parroquiales y esas cosas, a las familias del hipódromo, sobre todo. Ni más ni menos que si el alacrán le hubiese inyectado algunos gérmenes sagrados: Susan abandonó por completo la frivolidad de las antigüedades, ya no le quedaban muchas que comprar, es verdad, y se dedicó por entero a una vida más intensa. Sacrificaba su siesta y partía en su Mercedes, previa Coca-Cola helada más pastillita verde estimulante, sintiendo que se podía quedar dormida en el camino. Pero llegaba siempre y ayudaba mucho en lo del catecismo y en el reparto de ropa, víveres y medicinas a las familias del hipódromo.

El origen del asunto se remontaba casi a la primera comunión de Julius, por eso Juan Lucas culpaba al mocoso de haber metido a su madre en tanta vaina. Se equivocaba. Susan iba a la parroquia por iniciativa propia y se lo había tomado todo bien en serio y con mucho amor. Hasta había aprendido a poner inyecciones intramusculares y no le tenía asco ni a los pobres ni a los mendigos, qué te crees. Es cierto que fue a la iglesia accediendo a los ruegos de Julius, pero eso fue sólo porque no había quien lo llevara a misa antes de ir al colegio. Lo otro vino más tarde, cuando el padre ese tan austero la convenció y la confesó una mañana y a ella le encantó que le hablaran bajito con acento alemán desde atrás de una cortinita. Al terminar, mientras rezaba una penitencia francamente generosa, descubrió que las estatuas de la iglesia eran una maravilla, austeras hasta la prusianidad y luego, al salir, mientras se dirigía al Mercedes, donde Julius la esperaba impaciente porque iba a llegar tarde al colegio, notó que era realmente agradable estar en la calle sintiéndose tan buena de madrugada, se le llenaron de bienestar palabras como amanecer, alborada, maitines, tocan a maitines, el alba, al alba... Por supuesto que no era tan temprano pero había sido una misa de siete y la calle estaba desierta y ella sentía una frescura interior, algunos baños con sales le producían el mismo efecto... «No siempre», pensaba tres horas más tarde, gozando de frescura: «No siempre y, sobre todo, nunca su efecto dura más de una hora porque Lima es una ciudad muy húmeda... Hoy, en cambio...»

Tres días después hizo contacto con unas señoras más buenas todavía. Estas se llevaban su frescura y la derramaban por montones en las barriadas, se pasaban tardes enteras en las barriadas. Regresaban bañadas en sudor y con historias increíbles. Una contó que había curado a un borracho recién herido en una pelea, el hombre la había querido agredir y todo, pero ella nada, tranquilita y valientísima, le desinfectó la herida y lo curó mientras dos ayudantes se lo sujetaban para que no se le viniera encima. Susan, algo desarreglada y bajo el efecto de la pastillita verde estimulante, miró al párroco y tomó su decisión: ella también iría a una barriada. «¿No hay una que quede por el Golf?», preguntó, explicando en seguida que eso le ahorraría mucho tiempo y que así podría estar cerca a su esposo. La señora más gorda del grupo «Nosotras-vamos-a-las-barriadas» le contó que barriadas había por todas partes, por miseria no se quedará usted corta, señora. Susan aceptó ir desde la semana próxima.

Por la noche se lo contó a Juan Lucas. Julius saltó diciendo que él la acompañaría los sábados por la tarde, pero el golfista lo interrumpió mandándolo a bañarse y a dormir, mocoso del cuerno. En seguida le dijo a Susan que tomara la cosa con calma, ya hablarían, ¿qué tal si salimos un rato por ahí? Le pidió que se pusiera bien elegante y se la llevó a bailar hasta las cuatro de la madrugada. Se adoraron bailando. Y hablaron.

Tremenda convencida debió haberle pegado, porque al día siguiente Susan ya no quería ir a ninguna barriada. Las señoras del comité la vieron tan linda, tan fina y tan enamorada que le dieron toda la razón del mundo cuando ella les explicó que prefería no abandonar por las tardes a su marido. El párroco intervino y le dijo que podría venir, de tarde en tarde, cuando su marido estuviera ocupado, a ayudar en el reparto de los víveres. También podría encargarse de un grupo de familias del hipódromo, iría con una asistenta social, estaría siempre muy bien acompañada. Eso le gustó muchísimo a Susan, y Juan Lucas no tuvo más remedio que aceptar a regañadientes, cuando ella, despeinándolo y llenándolo de caricias, le explicó que estaría muy cerca a casa y que en el hipódromo la gente tenía que ser menos peligrosa que en las barriadas. «Bueno, bueno», dijo Juan Lucas, y le pidió un cognac a Celso, odiándolo.

Así empezó la vida intensa de Susan. Se levantaba muy temprano para llevar a Julius a misa y para comulgar ella también. Después volvía y tomaba desayuno con Juan Lucas, leyéndole el periódico en voz alta, en realidad leía casi para ella misma porque eran contadas las noticias que lograban interesarlo: algún ministro nuevo y amigo suyo, si Eisenhower continuaba jugando golf y las crónicas taurinas provenientes de España; las verdaderas noticias se las daban sus auxiliares, consejeros o amigos en la oficina. Susan dejaba pasar los noticiones, la muerte de algún señorón de Lima, por ejemplo; y es que él no toleraba nada desagradable mientras tomaba su jugo de naranja, claro que no lo decía porque era muy hombre, pero ella sabía muy bien que a un hombre tan elegante no se le cuenta que la gente sufre y se muere. Sin embargo un día trató de contarle de uno de sus pobres del hipódromo; inmediatamente Juan Lucas le hizo stop, con la mano, y ella sintió sus dedos finísimos incrustrándosele en la garganta. Una lágrima inesperada resbaló, instantes después, por la mejilla de Susan: era el momento para besarle los ojos, pero Juan Lucas tampoco toleraba el amor a las nueve de la mañana, frente a unas tostadas crocantes, cuya mantequilla se derretía sabrosa, no la había visto, además; sólita la lágrima cayó toe, en la hoja del periódico.

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