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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (26 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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Cambió de carril y puso la sirena.

—¿Te fijaste en la inscripción de la mano? —le preguntó a media voz con el tono de un niño que busca llamar la atención.

Trokic trataba de reconstruir los hechos mentalmente. Era ella quien había metido a Christoffer en esa manta y había llevado el cadáver a la laguna.

Isa Nielsen llevaba ropa oscura impermeable y apenas se le veía el pelo rubio por debajo de la capucha. ¿Oscura para camuflarse o impermeable para lavarla más fácilmente? A la corta distancia que los separaba veía la locura que palpitaba en sus ojos. ¿Por qué no se había dado cuenta antes?

Asintió recordando aquel miembro atrofiado y todas las cábalas a las que había dado pie. Presintió que, por alguna razón, aquella mujer había ido hasta allí a buscarla. La tenía en el coche.

—Así me gusta —dijo ella con una sonrisa.

Avanzó hacia él, le abrió la cazadora y le quitó el arma. A Trokic se le cayó el alma a los pies. Tras echarle un vistazo, Isa Nielsen se la guardó en el bolsillo.

Ya sabía de dónde había salido aquella mano.

—¿Dónde está tu padre, Isa?

—Aquí debajo, me pasé medio año excavando debajo de ese arbusto antes de que muriera.

Hubo una fría pausa.

—Fue el primero —añadió innecesariamente.

—¿Por qué?

—Ay, la clásica historia, el hombre que como ya no encontraba lo que necesitaba en la cama con la borracha de su mujer lo buscaba en mí —no había autocompasión en su voz, se limitaba a constatar los hechos—. Estuvo bien lo de la mano, ¿eh?

Intuyó que se sentía segura, demasiado segura después de tener a la policía en jaque durante varios asaltos. Su falta de pruebas técnicas, su búsqueda de un móvil y sus infructuosas investigaciones la habían aburrido, y si había ido dejando aquellas pistas crípticas y ambiguas había sido única y exclusivamente para su propio entretenimiento. A su modo de ver, ni siquiera las pistas extra habían conseguido arrancarlos de su incompetencia. El comisario tenía la sensación de que a la socióloga no le disgustaba el modo en que se había desarrollado el caso, de que consideraba que el mérito de que hubieran llegado tan lejos era suyo y sólo suyo, una señal inequívoca de su superioridad. Contestó a su pregunta con otra pregunta:

—¿Qué pasó con Christoffer, Isa?

—Yo sentía algo por él, claro, no era mi intención que las cosas acabaran así. Con él no. Era una buena persona… Fue un accidente. Gracias a él iba a salir de aquí, gracias al fruto de sus investigaciones —suspiró—. No creerías que pensaba quedarme aquí… en este agujero durante décadas, ¿no? Teníamos sueños, sueños en común… íbamos a vivir… lejos de esta mentalidad mezquina, de estos daneses insignificantes… Ahora tendré que hacerlo sola.

—¿Y entonces conoció a Anna?

Su rostro se crispó en una fea mueca y en sus finos labios se dibujó una sonrisa.

—Al principio no quería contármelo, me dijo que no tenía nada que ver conmigo, que solamente quería pasar un tiempo solo, pero yo me encontré sus bragas debajo de la cama. Los hombres son infinitamente primitivos —aseguró; luego añadió con aire pensativo—: Le llamé cuando estaba en Montreal e insistí en ir a recogerle a Copenhague, donde me esperaban para una reunión. Al principio no quería, prefería coger un avión antes que venir conmigo en coche, ¿tú lo entiendes? ¿Después de varios meses juntos? —meneó la cabeza—. Pero cuando le dije que estaba pensando en ir a hablar de sus investigaciones con Søren Mikkelsen cambió de opinión. Y allí estábamos, volviendo a casa desde Copenhague. Tenía que hacerle entender que estaba cometiendo una equivocación. Discutimos, se puso furioso, fue horrible. No conseguía centrarme en la carretera. Nos… nos salimos. Él no llevaba el cinturón.

—Los cristales…

—Sí. Tenía la cara… destrozada, me habría echado la culpa a mí. En ese momento me di cuenta de que había perdido la batalla.

—Ya veo, era mucho mejor matarle con un hacha —dijo asqueado.

—Cállate la boca —le ordenó con voz chillona.

Le apuntó con la pistola y de pronto se quitó la capucha dejando al descubierto su rubia melena.

—Sabía dónde solía guardar los informes. Una vez muerto, fui a su casa a buscarlos, no había por qué desperdiciar ese dinero, ¿no? Pero el informe con los últimos resultados no estaba.

Trokic pensó en lo que le había contado Lisa.

—Y lo encontraste en casa de su hermana.

—Era evidente, su hermana y él eran íntimos.

Rompió a reír con la cabeza un poco echada hacia atrás; su risa era un pequeño y fino burbujeo.

—Procticon me ha ofrecido un millón doscientas mil por ese informe.

—No es mucho, teniendo en cuenta que…

—Libras, mi querido comisario. Todas esas nobles ideas de Christoffer, esas ambiciones suyas de hacer crítica de la medicina, eran una estupidez integral. ¿Y qué si el entorno hace que los más débiles acaben siendo dependientes de esas pastillas? Ellos se lo han buscado. Si no saco tajada yo, lo hará otro; sólo es cuestión de tiempo.

—¿Y Anna? ¿Qué razón había para sacrificarla a ella también? Estaba embarazada, Isa. ¿Lo sabías? Y tenía un hijo pequeño.

Por un instante pareció pensativa, pero después continuó con un fingido tono de culpabilidad:

—Sí, qué feo estuvo de mi parte, ¿verdad? Pero entiéndeme, tuve una corazonada. Un buen día me llamó al despacho de forma totalmente inesperada y mencionó que tenía copias de los informes de todas las investigaciones de Christoffer. Por si acaso, dijo. Aseguró estar al tanto de mi contacto con Procticon. Puede que no fuera más que un farol, nunca lo sabré, pero no podía permitirme ningún error, así que la llamé desde una cabina y le pedí que se reuniera conmigo en algún sitio. Me ofrecí a pasar a recogerla. Para entonces yo ya sabía lo que iba a ocurrir. Me dijo que estaba a punto de salir a correr, así que le propuse que nos encontrásemos en el bosque. El resto ya lo conoces. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, se echó a llorar y me suplicó de rodillas con toda esa vehemencia suya. Después le quité las llaves de su casa y fui a recoger la copia que aseguraba tener. La busqué por todas partes, pero no estaba. No eran más que amenazas, una idiotez por su parte.

Trokic recordó el lugar donde encontraron el cadáver de Anna Kiehl, en el corazón del bosque, tan cerca de su novio. A Isa debió de hacerle gracia la ironía de que acabasen allí, juntos, como un par de compinches traidores. Claramente ilustrado todo ello con un ramo de cicuta; el hecho de que la planta tuviese manchas rojas, como de sangre, en el tallo y fuese usada por los antiguos griegos para las ejecuciones no hacía sino aumentar su valor simbólico a los ojos de la socióloga.

—¿Y Palle? —aventuró—. ¿También se atravesó en tu camino?

—No era más que un peón sin importancia. Fue alumno mío una temporada, estaba loco por mí. Algunas personas… —suspiró— tienen una función, es así de sencillo, no hay que darle más vueltas; y él cumplió la suya. Se excitaba con nada y no me olvidó ni siquiera en la secta, así que no me costó conseguir el ADN que necesitaba. Divertido lo de la cicuta, ¿no te parece?

Su expresión cambió de pronto y por un instante pareció perderse en un paisaje interior.

—Todo se arreglará —dijo casi en un susurro.

—Podrían ayudarte —probó.

La transformación no se hizo esperar. Una mirada punzante vino a reemplazar a aquellos rasgos dulces y reapareció la mujer llena de odio.

—¿Ayudarme a qué? ¿A convertirme en parte de esa sopa de coles, esa papilla temblona que es nuestra sociedad? La sociedad no existe, ¿lo sabías?

Observó que parte de su método consistía en desindividualizar a cuantos la rodeaban, una táctica militar llamada a justificar la aniquilación del enemigo, la misma que redujo a Palle a una cascara psicótica y vacía apta para que una secta religiosa la rellenara de nuevas verdades. Se sentía agotado, le preocupaba marearse y a veces oía ruidos de cuya realidad no estaba muy seguro. La falta de sueño y la fiebre empezaban a ganarle la partida. Necesitaba tumbarse, al menos sentarse un momento, descansar las piernas. Pero las palabras de Isa eran un presagio, no pensaba dejarle salir de allí con vida.

Capítulo 65

—¡Mierda!

Lisa iba furibunda en el coche. Al estar más familiarizada con la zona, conducía ella, pero el tráfico era denso y lento. El trato entre ambos volvía a ser profesional y estructurado, pero incluso así percibía el aroma suave y agradable de la piel de Jacob, una sensación que le encogía el estómago de miedo. Pero aún peor era la duda. ¿Qué ocurriría si la situación se complicaba e Isa Nielsen se negaba a marcharse sin plantar cara? Al fin y al cabo, ¿por qué iba a irse voluntariamente? ¿Y tendría ella los arrestos necesarios cuando se encontrara frente a frente con una mujer que estaba tan enferma que no vacilaría en matar? ¿Podría cubrir a sus compañeros? Ella misma había solicitado su ingreso en Homicidios y lo había conseguido, pero ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la soltaran por ahí con una asesina con personalidad múltiple cuyos planes no era capaz ni de intuir. El corazón le latía con violencia y el volante estaba bañado en sudor. Jacob se retorcía inquieto en el asiento de al lado.

—Súbete a la acera.

Señaló a través de la lluvia, que ahora golpeaba las ventanillas del coche con más furia todavía. Los limpiaparabrisas chirriaban sobre el cristal. Con una hábil maniobra, un cambio de marcha y un vistazo al retrovisor, montó el vehículo por el carril—bici y la acera y adelantó a una hilera de coches y autobuses. Vía libre al fin.

—Tú sí que sabes manejar un coche, joder. ¿Cuánto falta?

—Si no volvemos a atascarnos, podemos estar allí en cinco minutos.

Circulaba por el centro de la carretera de la costa adelantando a todo lo que fuera más despacio que ellos.

—Cinco minutos es mucho tiempo si está en peligro, voy a pedir refuerzos.

Se percibía el estrés en su voz.

—Sí, que envíen otro coche; sin sirena, pero rápido. Y hazles una descripción de la socióloga. No sabemos qué intenciones tiene, pero así estaremos más seguros si algo sale mal.

Capítulo 66

La menguante luz del atardecer se reflejaba en la orilla e iluminaba apenas el rostro de la mujer. Trokic intentó calcular el tiempo transcurrido desde su conversación con Lisa. Era consciente de que el ser que tenía delante había empezado a verse con el poder en sus manos, lo que daba paso a un juego en el que ni Goffman ni todos los teóricos de la interacción del mundo podían ayudarle en esos momentos; un juego en el que cualquier indicio de falta de carácter o engaño por su parte sería castigado.

—Tienes razón —admitió en un tono firme y decidido, pero con la dosis justa de resignación para ganar algo de tiempo—, pero Isa, necesito saber… para mí es lo primordial… ¿cómo conseguiste llevarle desde el área de descanso a la laguna con la distancia que hay?

Ella esbozó una sonrisa breve e inspirada, como si se encontrara frente a un alumno que acababa de plantearle una pregunta inteligente.

—Pero, Daniel, creía que te lo habrías figurado ahora que has visto la manta. Le arrastramos por el sendero.

—¿Le arrastrasteis? ¿Quiénes le arrastrasteis?

—Europa y yo. La verdad es que fue lo más difícil de todo, porque no paraba de gañir; no le gustaba el olor a sangre.

—¿Dónde está Europa, Isa?

—Al igual que yo, también ha emprendido un largo viaje. No podía acompañarme en el mío. Todos mis seres queridos mueren…

El comisario sintió que el bosque empezaba a desvanecerse a su alrededor. Llevaba largo rato de pie y sin moverse y empezaba a notar que le faltaba poco para perder el sentido. Ya no sabía si el zumbido que le envolvía lo causaba el viento o la furia enfermiza de la sangre que corría por sus venas. En un gesto mecánico, buscó apoyo a tientas en el árbol que tenía más a mano. Necesitaba distraer su atención, desarmarla.

—¡Si estás enfermo! —exclamó con la aliviada sorpresa de un niño al descubrir un animal herido—. Se me fue un poco la mano el día del apartamento.

Esas últimas palabras no eran sino una constatación más dirigida a ella misma que a él.

—Pero ya ves —añadió— que era necesario.

Guardó silencio. Por un instante la creyó perdida en su universo interior, pero luego reparó en la expresión concentrada de sus ojos. Estaba escuchando. El también se esforzó por oír algo a través de aquel zumbido hermético finalmente penetrado por un débil sonido. De lo alto, muy por encima de sus cabezas, sobre la abrupta pendiente, llegaba el bendito ronroneo del motor de un coche que se acercaba.

—Parece —dijo Isa— que ha llegado la hora de despedirse.

Capítulo 67

—Ahí está su coche —exclamó Lisa tan fuerte que prácticamente fue un grito.

Y ahí estaba, aparcado a escasa distancia junto a un Toyota azul. ¿De ella?

—Llegamos tarde.

—¿Por dónde? —preguntó Jacob; su mirada dulce y tímida se había convertido en un gesto duro y concentrado.

Lisa señaló hacia una escalera que había a su derecha. Era expuesto, pero no había otro modo de bajar la pendiente. La cazadora morada la hacía sentirse fosforescente, de modo que, aunque el viento soplaba con fuerza y la lluvia había arreciado, se la quitó y la arrojó a los pies de la escalinata. Miró hacia abajo. Había unos cien peldaños hasta la faja boscosa que los separaba de la orilla rugiente del mar. A ambos lados de la escalera crecía una vegetación bastante alta que se doblegaba al compás de las ráfagas de viento.

—Cuidado con los escalones, que resbalan —la previno Jacob, que bajaba por delante pisando muy despacio los viejos tablones que formaban la escalera.

Sin previo aviso, sin más ruido que un suspiro apenas perceptible, el hombre que la precedía se precipitó de repente. Ella gritó y bajó a la carrera el trecho que faltaba hasta el final, donde yacía encogido. Sólo una vez agachada junto a él comprendió qué había provocado la caída. Una mancha de sangre que salía de algún punto en medio del pecho le empapaba la ropa.

—Abajo —le indicó la voz traspasada de dolor de su compañero, que con la respiración acelerada intentaba desesperadamente mantener la cabeza erguida para localizar el peligro que aún les acechaba.

—¿Dónde? —preguntó enferma de miedo por él, por ellos.

Él señaló hacia el sureste, no hacia la orilla, sino en dirección a la última hilera de árboles antes de llegar al agua. En ese mismo instante, Lisa sintió el susurro de un nuevo proyectil que se perdía entre los arbustos a escasísima distancia. Esta vez alcanzó a oír débilmente el disparo y se volvió a la velocidad del rayo mientras sacaba su arma. No quedaba más remedio que dejarle allí.

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