Un secreto bien guardado (14 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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Para asombro de Amy cuando llamó a la puerta de la casa de los Burns en Amethyst Street, fue Cathy quien abrió.

—Hola, Amy —dijo alegremente—. Entra, entra. Acabo de terminar de hacer las maletas.

—¡Las maletas! —Amy se sintió aún más asombrada.

Cathy la llevó a la sala de estar, donde ardía un cálido fuego y el guardafuegos estaba cubierto de calcetines secándose así como de un surtido de medias y bragas, que asomaban a través de la tela metálica. La habitación apestaba. Las chicas se sentaron en mecedoras a ambos lados de la chimenea.

Cathy parecía sumamente complacida.

—Me he alistado en el Servicio Territorial Auxiliar, el ATS. ¿No te lo ha contado tu madre? Pensé que habías venido a despedirte. Me voy a Yorkshire a primera hora de la mañana, a un lugar llamado Keighley.

—¡Te has cortado el pelo!

La larga y lisa melena de Cathy le llegaba ahora hasta un poco más abajo de las orejas.

—Te queda bien el flequillo —dijo Amy—. Hace que tus ojos parezcan más grandes.

—¡Bah! —Cathy sacudió la cabeza—. No me apetecía uno de esos peinados en forma de salchicha sobresaliéndome por debajo de la gorra. Están muy de moda. ¿Preparo un poco de té?

—Sí, por favor. ¿Qué vas a hacer en el ATS? —gritó Amy cuando Cathy se fue a la cocina.

—Sólo voy a ser administrativa, pero será mucho más interesante que en Woolies. Puede incluso que me manden al extranjero. Estoy deseándolo.

—Estoy segura —dijo Amy envidiosa.

—¿Qué estás haciendo por la guerra? —Cathy se quedó en el umbral mientras esperaba que hirviera el calentador—. Te aburrirás muchísimo sentada allí sola en el piso, aunque tu madre dice que es muy bonito.

—He estado buscando algo que hacer —repuso Amy vagamente—. Me alistaría en el Ejército como tú, pero entonces apenas vería a Barney.

—Siempre puedes conseguir trabajo en una fábrica, como ha hecho tu madre —sugirió Cathy—. En el trabajo alguien dijo que a las mujeres solteras y a las casadas sin hijos las obligarán a trabajar, quieran o no. Deberías buscar un trabajo mientras tengas dónde escoger. Si no, puede que te manden a un sitio espantoso.

Quizá fueron las palabras «casadas sin hijos» las que provocaron que Amy estallara en lágrimas.

Cathy abrió la boca.

—Pero ¿qué pasa, cielo? —y se arrodilló junto a ella, haciendo llorar aún más a Amy.

—Perdí ayer el bebé que estaba esperando —sollozó—. Estaba embarazada de diez semanas. Fui a ver a la madre de Barney y ella fue tan grosera conmigo que me provocó escalofríos. Me llamó zorra católica.

—¿Qué? —explotó Cathy—. ¡Jesús, María y José!, Amy, ¿con qué clase de familia te has emparentado? Parece que estuviera completamente loca.

—Lo está, lo está. Pero el padre de Barney es amable, y muy guapo. Y Harry está bien. Bueno, tú ya lo conoces.

Cathy dijo severamente:

—No deberías estar levantada y andando por ahí si tuviste un aborto ayer. Me pareció que estabas un poco pálida cuando abrí la puerta. ¿Y no tienes ropa de más abrigo que esta? —Amy llevaba una chaqueta blanca sobre un vestido ligeramente más grueso.

—No tengo abrigo de invierno. Iba a comprar uno esta tarde. Y me siento bien, Cathy, de verdad. —Lo cierto era que no se sentía bien. Aún le temblaban un poco las piernas y tenía ganas de vomitar.

—¿Qué le pasó a tu abrigo verde oscuro? —preguntó Cathy—. Lo compraste en Paddy's Market el día que yo me compré la falda azul marino. Parecía en perfecto estado la última vez que te lo vi puesto.

—Sigue en casa; es decir, en casa de mamá. —Había olvidado por un momento que la casa de Agate Street ya no era su hogar—. Me dejé casi toda la ropa allí cuando me mudé —explicó—. Supongo que ese me servirá hasta que me compre otro. —Al pensarlo se dio cuenta de que no le apetecía ir al centro. Prefería pasarse la tarde en la cama—. Lo recogeré luego, cuando vea a mamá. Esta semana trabaja por las tardes; debe de estar haciendo la compra, porque cuando fui, no estaba.

—¿Esa es la razón por la que has venido a verme, porque tu madre no estaba? —A Cathy se le escapó una sonrisa seca—. Sólo querías que alguien te resguardara del frío mientras ella volvía.

—Mamá nunca cierra la puerta de atrás con llave, ¿verdad? —Amy dudaba entre sentirse indignada o ponerse a llorar—. Podía haber esperado dentro si hubiera querido. Y, además, no sabía si ibas a estar en casa. Pensé que estarías trabajando e iba a dejarle esto a tu madre.

—¿Dejarle qué?

Amy le mostró la bolsa de Selfridges que contenía la blusa.

—La compré en Londres, pero me olvidé de dártela. Supongo que no te servirá de mucho en el Ejército.

—¡Oh, Amy, es preciosa! —Cathy sostuvo en alto la blusa sujetándola por los hombros—. Me la llevaré. No tengo que vestir de uniforme todo el tiempo. —Se le puso la cara rosada y parecía a punto de llorar—. Siento haber dicho que sólo habías venido porque tu madre no estaba.

—Soy yo la que lo siente —repuso Amy en voz baja—. Me porté fatal dándote de lado cuando conocí a Barney. No podía pensar en nadie más que en él, ¿sabes?

—¿Sigues sintiendo lo mismo?

—Sí, pero él ya no está aquí —dijo Amy quejumbrosa—. Puedo pensar en él, pero no puedo estar con él. Tengo que encontrar algo en lo que ocupar mi tiempo, pero lo único que hago es estar tumbada en la cama comiendo galletas de mantequilla y mermelada.

Cathy le dio un abrazo y Amy supo que volvían a ser amigas.

—Apuesto a que el agua se ha consumido. —Se había olvidado del té—. Esta noche vamos a ir a tomar una copa al Green Man de Marsh Lane, donde trabajaba tu madre. Para desearme buena suerte. ¿Por qué no vienes? Si te apetece, claro. Puede que el cambio te siente bien, como suele decirse.

—Lo haré —prometió Amy.

Al cabo de un rato volvió a Agate Street; mamá ya había vuelto de sus compras y se sintió encantada de verla, aunque comentó que parecía un poco pachucha. Echó más carbón al fuego para que Amy pudiera sentarse ante él con un gran tazón de cacao. Era maravilloso que se ocuparan de una. No habló del aborto. Cathy había prometido no decir una sola palabra sobre ello.

A la una, mamá se marchó a trabajar y Amy subió a buscar su abrigo verde. Lo encontró en el armario de la que había sido la habitación de Charlie, lo sacó y lo colgó de una percha detrás de la puerta. Parecía perfectamente respetable y serviría mientras reuniera la energía para comprar uno nuevo.

La cama de Charlie estaba hecha, y no pudo resistirse a tumbarse en ella envuelta en el edredón. Pasó la tarde medio dormida, medio despierta, y les dio a sus hermanas el susto de su vida cuando volvieron juntas de trabajar y la oyeron bajar. Las tres se sintieron muy contentas de volver a verse.

Después de compartir el guiso que mamá había dejado en una olla listo para calentar, Amy fregó los cacharros, se puso el abrigo verde y regresó a casa de Cathy.

El Green Man tenía serrín en el suelo y una escupidera en el rincón. Un hombre tocaba un piano desafinado con la gorra puesta del revés y un cigarrillo pegado al labio inferior. Todo el inundo cantaba a pleno pulmón.

Amy se dio cuenta de que había olvidado sus raíces. Bootle era la ciudad donde había nacido y crecido, el lugar al que realmente pertenecía, no a una gran casa en Newsham Park con un capitán retirado de la Marina Real alojado en el primer piso. Pero seguiría viviendo en ese lugar porque allí había vivido los días más felices de su vida con Barney; días que nunca olvidaría si llegaba a vivir cien años. Allí estaría cuando Barney volviera a casa definitivamente.

7.- Pearl

Mayo, 1971

—Me ha parecido fabulosa —dijo Hilda Dooley cuando salimos del cine—. No me importaría verla de nuevo algún día.

Yo asentí.

—A mí tampoco.

—Normalmente, no me gustan las persecuciones de coches, pero esta era muy emocionante.

—Sí que lo era. ¿Te apetece tomar un café? —Yo habría preferido irme a casa. Hilda me estaba poniendo nerviosa, pero sabía que eso iba a ocurrir. Nunca me había gustado; aun así, era justo que rematase la velada, no que saliera corriendo inmediatamente después de haber visto
The French Connection,
con Gene Hackman.

—Me encantaría tomar un café —suspiró Hilda—. ¿Adónde vamos?

—Conozco un sitio. —Emprendí la marcha hacia Le Beats, el café junto a The Cavern donde me había llevado Rob Finnegan el sábado anterior. Ahora volvía a ser sábado y me había dado pena de Hilda cuando comentó pensativa en la sala de profesores el día anterior lo mucho que le apetecía ver
The French Connection.

—A mí también me gustaría —dije.

—¿Vamos mañana? —propuso Hilda enseguida.

—De acuerdo. —Sabía que me arrepentiría de mi precipitada sugerencia, aunque me gustaba la idea de tener algo que hacer, aunque fuera con una mujer. Me estaba compadeciendo de mí misma, no sólo de Hilda. Había algo en la noche de los sábados que me hacía sentir como si tuviera que ir a alguna parte, y quedarme en casa se me antojaba un fracaso social. Yo era un fracaso social, pero estaba tratando de disfrazar ese hecho saliendo con una mujer a la que no soportaba.

—Se está bien aquí —comentó Hilda al llegar a Le Beats. Podíamos estar en algún sitio como París. ¿Has estado alguna vez en el extranjero, Pearl?

—No. ¿Y tú?

—Fui una vez a Francia con mi madre. Hacía muchísimo calor, y mamá se intoxicó. Estuvo la mayor parte del tiempo en el baño. Lo pasamos fatal. —Para mi sorpresa, Hilda soltó una risita, mostrando unos dientes enormes y húmedos—. Me río por no llorar. —Se frotó los ojos como si estuviera a punto de llorar—. ¿Qué edad tenías cuando falleció tu madre, Pearl?

—Cinco —contesté—. No recuerdo gran cosa de ella —añadí rápidamente, esperando que eso evitara más preguntas.

Pensé que uno de aquellos días le diría a la gente la verdad. No me avergonzaba de mi madre. No iba a ponerme a gritar desde los tejados que era una asesina, pero tampoco estaba preparada para seguir mintiendo. Recordaba que Hilda había dicho que mi madre debía haber sido ahorcada. Cuando estaba sola, no era tan ruidosa ni molesta como lo era en la escuela.

—Quizá algún día podamos ir juntas al extranjero —dijo tímidamente.

—Quizá —sonreí vagamente. La idea me horrorizó. Pero ¿de qué me asustaba? ¿Era porque ser vista con alguien tan patético como Hilda era otra señal de fracaso, de mi incapacidad para encontrar amigas de mi edad, por no hablar de un hombre? No es que quisiera un hombre, me recordé a mí misma. Al menos, eso creía.

—Aún vives con tus tíos, ¿no? —asentí y Hilda continuó—. ¿No has pensado en buscar un apartamento para ti sola?

—Estoy muy bien donde estoy. —¡No iría Hilda a sugerirme que viviéramos juntas!

—A mí me encantaría marcharme de casa —dijo Hilda, nostálgica—. Me encantaría vivir sola, ir adonde me apeteciera, hacerme la comida, ese tipo de cosas. Mi madre es un poco exigente —suspiró—. Bueno, muy exigente. Me considera su mejor amiga. Se puso como una fiera esta noche por dejarla sola, aunque no es que quisiera ver
The French Connection.
Sólo le gustan las películas que la hacen reír.

—Lo siento —dije, sinceramente—. ¿Es muy mayor tu madre?

—Sólo tiene sesenta años, y una salud de caballo. —Hilda volvió a suspirar.

—Dado que tu madre es capaz de cuidarse por sí misma, no hay razón por la que no puedas marcharte de casa —observé para animarla. De pronto, parecía importante que Hilda le sacase algo de felicidad a la vida—. Si quieres, te ayudo a buscar un apartamento donde vivir.

—¿De verdad? —Hilda parecía encantada.

—Iré contigo a buscar piso. Supongo que estarás buscando un piso, no una casa, ¿no? Imagino que los anunciarán en el
Echo.

—Bueno, sí. A veces leo los anuncios. Podría permitirme fácilmente alquilar un piso; es más, podría comprar uno. Puedo mirar en el periódico el lunes. La verdad, mamá se va a poner furiosa. La última vez que insinué que me iba a marchar de casa, explotó literalmente.

—Hola —dijo una voz—. Tenía el presentimiento de que estarías aquí.

Alcé la vista. Rob Finnegan me estaba mirando desde arriba. Me alegré tanto de verlo que me ruboricé, y luego rogué para que no se notara. ¿Me habría estado buscando realmente?
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—Siéntate —le dije, y luego a Hilda—. No te importa, ¿verdad?

—No —contestó Hilda rígida, claramente molesta. Quizá pensara que yo esperaba encontrarme con Rob, que de algún modo la había utilizado.

Los presenté rápidamente.

—Hilda, este es Rob Finnegan. Su hijo Gary está en mi clase. Nos conocimos en Owen Owen hace unas semanas, cuando Rob le estaba comprando a Gary ropa, y volvimos a coincidir la semana pasada delante de The Cavern. —Rob extendió la mano—. Hilda enseña a los niños de tres años en St Kentigern —le expliqué.

Hilda pareció ablandarse al estrecharle la mano.

—Encantada de conocerte —dijo con una sonrisa.

—Igualmente. —Él le devolvió la sonrisa con sincera calidez.

Vaya, qué agradable es, pensé. Esa noche vestía vaqueros y un grueso jersey gris sobre una camisa azul marino, no llevaba chaqueta.

—Vengo de The Cavern —declaró.

—¿Quién tocaba? —quise saber.

—Kansas Hook y Perfumed Garden. No eran precisamente los Beatles, pero no estaban mal. ¿Os apetece otro café? —preguntó.

—Sí, gracias —contesté enseguida.

Hilda negó con la cabeza.

—No quiero más café, gracias. Me voy a marchar enseguida.

—¿Estás segura? —Rob miró su reloj—. No son todavía las diez. Venga, vamos —dijo con una sonrisa cálida—. Tómate otro.

—De acuerdo. —Hilda se había ruborizado. Pensé que le incomodaba estar en medio.

Rob se fue a pedir los cafés. En cuanto estuvo fuera del alcance de nuestras voces, Hilda susurró:

—Es majo. ¿Está casado?

—No, es viudo.

—Le gustas, me he dado cuenta. No lo dejes escapar.

Me reí.

—Lo dices como si fuera un animal salvaje que he conseguido atrapar. Apenas lo conozco. —No sabía si me interesaba Rob Finnegan o no. Me había gustado verlo, pero no quería implicarme.

Él volvió y dijo que la camarera traería los cafés enseguida.

—¿Dónde habéis estado? —quiso saber.

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