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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (34 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Baja un poco —le grité.

—Creo que ya estamos bien abajo —me respondió—. Dos minutos más así y nos hundimos.

—Dos minutos más y ya nada importará.

Sentí mi vientre blando. Pensé en la forma de arrojar los patines al mar. Los nadadores estaban casi exactamente debajo de mí. Chase estaba o inconsciente o muerta. Su salvador hacía todo lo que podía para mantener su cabeza fuera del agua. Le flotaba una pierna en un ángulo irregular. Vi que se inclinaba y que de nuevo desaparecía en la turbulencia.

En ese momento me dieron ganas de matar a Quinda Arin.

El hombre seguía resistiendo. Chase tosió y echó la cabeza hacia atrás. Estaba viva, ¡por fin!

El hombre se hallaba al límite de sus fuerzas.

Le arrojé la soga. Aunque cayó bien cerca, como él tenía las manos congeladas no podía agarrarla. Traté de acercársela. Finalmente la tomó y la aseguró alrededor de Chase. Quinda apareció junto a mí de nuevo.

—Quédate a los mandos —le dije.

—Están en automático.

—No servirá de nada si el océano nos golpea de costado.

El hombre se agitó en el agua. Estaba bien.

Tiramos de la soga con fuerza. El océano la levantó hacia nosotros y luego cayó. Escuché a Hoch que nos animaba mientras Chase salía del agua.

Ambos estábamos ahora de rodillas, tratando de sacar ventaja de donde pudiéramos, mano a mano.

Los brazos de Chase le colgaban fláccidos a ambos lados y la cabeza se le caía sobre el hombro.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la alcancé y la sostuve con fuerza de la chaqueta. Tenía la cara pálida como una muerta y fragmentos de hielo en el cabello y las pestañas.

—Mírale la pierna —señaló Quinda.

La alzamos al ala del vehículo. Le quité la soga y la arrojé de nuevo al océano. Quinda se volvió a la cabina y yo pasé de un lado a otro de Chase.

—¡Pronto! —ordenó Hoch—. Vais a perder al otro. —Dejé que Quinda la acomodara y volví a buscar al salvador.

Él trataba de mantenerse a flote sin demasiado éxito. Hacía excesivo frío. Estiró un brazo débilmente hacia mí y se deslizó de nuevo hacia abajo.

Quinda había vuelto.

Le pasé el cabo de la soga. Ella iba a empezar a tirar, cuando meneó con escepticismo la cabeza.

—¿Cómo esperas que pueda remolcarlo yo, y a ti después?

—Tal vez deberíamos dejar que se ahogue —repliqué.

—Gracias —dijo con enojo. Y entonces, antes de que me diera cuenta de lo que intentaba, la perdí de vista. Se zambulló entre las olas, se hundió, salió, miró alrededor y bajó otra vez.

El hombre del bus emergió momentos después a la superficie. Quinda lo había alcanzado. El mar rompió con fuerza sobre sus cabezas. Cuando lo vi de nuevo, ella lo tenía.

Le arrojé de nuevo la cuerda. Ella la sujetó bajo sus brazos e hizo una señal. Tiré.

Era un peso muerto, y mucho mayor que el de Chase.

No tenía lugar donde afirmar mis pies. Cuando traté de subirla, me deslicé por la superficie del ala.

Volví a encaramarme a la cabina y probé desde allí. Pero no había modo de maniobrar. Él pesaba demasiado.

—¡Hoch! —grité.

—Ya veo el problema.

—¿Podrías hacer que tu gente abriera de nuevo la puerta?

—Es lo que están intentando.

—Quinda —apremié—. Cuélgate de él. Vamos a sacaros a los dos. —Até la soga al anclaje del asiento.

Ella meneó la cabeza. Aunque no podía oírla, advertí que señalaba la soga. No era lo bastante fuerte para ambos. Para enfatizar eso, ella se apartó de él y gritó algo más. Por encima del rugido del mar y del viento entendí:

—Vuelve a buscarme.

Me metí deprisa en la cabina e hice subir el deslizador.

Hoch giró su vehículo para completar mi maniobra. Un enorme círculo tibio de luz amarilla se abrió en su lugar. Detrás de mí, Chase emitió un ruido, más bien un quejido. Yo me puse encima del bus y comencé a bajar.

—Dime cuándo. Esto es como una lotería.

—Bueno —dijo ella—. Lo estás haciendo bien. Controla tu monitor. Ahora debes ver la imagen. Baja un poco en la misma dirección. Bien, sigue bajando…

En la pantalla, yo miraba por atrás a lo largo de la cabina del bus. Varios pares de manos se aferraban a los lados del vehículo alrededor de la puerta abierta.

—Un poquito más bajo —ordenó Hoch.

La soga se estiró en dirección a mi propia puerta y sobre el filo del ala.

Salieron los brazos del bus, agarraron al hombre de las piernas y, tan pronto como pudieron asegurarlo, lo metieron dentro.

—Bien —exclamó Hoch—. Ya lo tenemos.

—Necesito la cuerda de nuevo.

—Ahí la tienes.

La arrojé otra vez.

—Mantén la puerta abierta —le dije—. Tengo a otra persona en el agua. Hagamos otra vez lo mismo.

—De acuerdo —respondió Hoch y agregó sombríamente—: Rápido.

«Rápido.»

Cuando volví a situarme en el ala, ella ya no estaba. Permanecí de pie allí, estirando la cuerda, llamándola, sin estar seguro siquiera de dónde había estado, hasta que los vehículos de la patrulla circundaron el lugar y nos llevaron a la estación. Buscaron hasta el amanecer, pero sin ninguna esperanza.

18

«Poco importa que falte una tumba.»

Virgilio

Eneida, 11

Hubo una reunión para homenajear a Quinda en una colina a las afueras de Andiquar. Se organizó más bien como reconocimiento a su vida que como servicio fúnebre. Pusieron una mesa y contrataron una banda. Los invitados cantaron en voz alta, no del todo bien, y bebieron bastante.

Había allí unas doscientas personas, a algunas de las cuales pude reconocer como miembros de la Sociedad Talino. Brindaron enérgica y frecuentemente en su honor, y se intercambiaron recuerdos. El viento soplaba sobre el centelleo del gantner que los protegía del frío de la tarde invernal.

Chase y yo nos quedamos de pie, a un lado. Ella se reclinó sobre un sofá, en silencio. Cuando la mayoría de las vituallas habían sido consumidas, los invitados se reunieron alrededor de una mesa circular. Y uno a uno empezaron a resumir la vida de Quinda en frases convencionales: «Ella nunca le hizo mal a nadie», «Fue una amiga», «Fue optimista y de buen corazón», «Fue una hija ejemplar», «No habrá otra igual». Puros estereotipos. Yo recordé que era la mujer que había irrumpido dos veces en mi casa, sin importarle mi seguridad, que estuvo a punto de matar a Chase y que, finalmente, había muerto víctima de su insensatez.

Hacia el final, vi a Cole. El salvador de Chase y el hombre salvado por Quinda, que estaba de pie, en silencio junto a un árbol. Caminamos hacia donde se encontraba.

Un joven, que a todas luces era muy parecido a Quinda, se presentó (era su hermano) y nos agradeció la asistencia. Nos conocía. Sabía que habíamos estado con ella en los momentos finales. Me pidió que dijese algunas palabras en la reunión. Yo dudé. Mis principios parecían exigirme que no me prestara a tal hipocresía. Pero al final acepté y caminé a través del gentío para tomar lugar junto a la mesa. El hermano me presentó por mi nombre.

—Ya habéis oído todas las cosas importantes que hay que saber de Quinda —les dije—. La conocí al comienzo y la encontré de nuevo al final de su corta vida. Y tal vez lo único que puedo agregar a todo lo que aquí se ha dicho esta tarde es que ella no dudó en sacrificar su vida por salvar la de un hombre al que ni siquiera conocía.

Unos días después, en posesión de una orden judicial, visité a disgusto las habitaciones de Quinda acompañado por el albacea y busqué el archivo Tanner. No estaba allí.

No había pensado que sucedería tal cosa. Nunca supimos lo que hizo con él.

Pedí permiso al albacea y más tarde a la familia para poder revisar sus papeles privados. Por supuesto, era una petición difícil de hacer en virtud de la orden judicial que había sido usada antes. Ellos se negaron, comprensiblemente, y poco después quemaron sus documentos privados.

Sospecho que contenían cierta evidencia indirecta de sus intrigas: tal vez algún registro de la preparación de sus simulaciones falseadas. En cualquier caso, me consolé al saber que el dato de dónde estaba el artefacto no sería quemado. Obviamente ella no sabía de eso más que yo.

Esa tarde hubo dos noticias. Se intensificó el patrullaje en las áreas de disputa como consecuencia de otro incidente cerca del Perímetro. Algunos observadores sostuvieron que el pánico había sido promovido por un gobierno ansioso por incrementar el poder de los separatistas en toda la Confederación.

La otra noticia llegó en forma de mensaje de Ivana: la casa de Hugh Scott en La Pecera había sido vendida.

¡El monto de la venta había sido depositado en una cuenta en Dellaconda!

Qué más apropiado para el itinerante Scott que estar registrado en el mundo natal de Sim.

De nuevo me sentí desolado.

19

«La leyenda de que Maurina era apenas algo más que una niña cuando se casó con Christopher Sim es ciertamente falsa. Ella era, de hecho, su maestra de griego clásico y de filosofía platónica. La maestría en esas disciplinas difíciles en un mundo fronterizo no sugieren una extremada juventud.

La boda tuvo lugar a la sombra de esporádicas refriegas con el Ashiyyur. Y cuando esos encuentros se convirtieron en una guerra abierta, Christopher Sim la dejó para unirse a su hermano Tarien. Le dijo a su esposa que su regreso estaba solo en las manos de Dios.

Cuando los acontecimientos se precipitaron, ninguno de los dos hermanos volvió a ver los ventiscosos picos ni los anchos ríos de Dellaconda. Cuando, más de tres años después, llegaron las noticias del desastre de Rigel y de la pérdida de su marido, Maurina se dedicó a vagabundear por solitarios caminos de montaña. Nunca pareció haber perdido la esperanza de que él estuviera aún vivo y de que volviera. Incluso cuando la guerra terminó y los hombres y mujeres que habían peleado en ella, el puñado de supervivientes de Dellaconda, volvió a su hogar, ella persistió. Su familia y amigos perdieron la paciencia y con el tiempo la eludieron.

Se convirtió en una vista familiar para los caminantes nocturnos, quienes se asustaban de su figura delgada, que caminaba sobre la nieve amontonada bajo la fuerte luz de la luna, envuelta en una larga capa plateada.

Y como todos sabían que pasaría, llegó una noche en que no volvió. La encontraron en primavera, al pie de un acantilado que en la actualidad lleva su nombre.

Hoy, la gente de la ciudad dice que su espíritu continúa vagando en las alturas. Y más de un habitante del pueblo, al volver tarde a su casa, ha visto su adorable aparición, mirando hacia el cielo, y preguntado siempre lo mismo:

—Oh, amigo, ¿hay noticias del Corsario?»

Ferris Grammery

Fantasmas famosos de Dellaconda

Dellaconda es un mundo pequeño, denso, rico en metales, que gira en torno a la vieja estrella roja Dalia Minor. En tiempos relativamente recientes (hace unos veinte mil años), se cree que entró en colisión con otro cuerpo celeste, posiblemente con el que ahora es su luna.

Hoy describe una órbita errática alrededor de la luminaria central, en gran medida del modo en que su propio satélite se desplaza en una elipse total. (Se cree que la luna alcanzará su propia independencia en diez millones de años.) La órbita se corrige a sí misma poco a poco, y las estimaciones corrientes son que en varios cientos de miles de años ese mundo habrá adquirido un clima placentero.

Mientras, las partes habitables de Dellaconda sufren brutales inviernos, veranos calurosos y tiempo inestable continuamente afectado por tormentas impredecibles. La gente tiende a vivir en las zonas interiores, a resguardo de los vientos que azotan con regularidad las costas. Es un mundo de desierto y piedra, de vastas planicies heladas en la mayor parte del año, de bosques impenetrables y ríos infranqueables. Las ciudades están protegidas por campos gantner, aunque alguna gente dice que prefiere los viejos tiempos, cuando se sentía el cambio de estación.

Ahora todo es predecible, dicen ellos: todos los días hace veinte grados y el tiempo está templado. Eso echa a perder a los jóvenes. Pero los intentos por volver a lo anterior, que a veces llegan al Congreso, fracasan estrepitosamente.

Había ciento diecisiete personas en varias ciudades dellacondanas con el nombre «Scott, Hugh». Los llamé a todos. Si alguno era el Scott que yo buscaba, se negó a admitirlo.

Probé en el Gran Banco del Interior, donde estaba la cuenta con los beneficios de la venta de la casa. Me escucharon atentamente y me explicaron que lamentaban no poder darme ninguna dirección. Más aún, iba contra su política coger mensajes para sus clientes.

Así que quedé a mi suerte para encontrar en una población de treinta y tantos millones de personas a alguien que no quería ser encontrado. El lugar más indicado para comenzar parecía ser la casa de Christopher Sim, ahora desde luego convertida en museo. Es una modesta residencia de piedra de dos pisos ubicada en Cassanwyle, una montaña remota cuya población durante la Resistencia no pasaba de los mil habitantes. Hoy día no es mucho más grande, excluyendo a los turistas. Este conjunto de viejos aunque bien conservados edificios constituye la piedra angular de la Confederación. Los grandes símbolos están todos aquí: las arpías que visitan sus picos arbolados, la señal que resplandece en el piso alto de la casa de Sim y (en la modesta cabaña de Tarien cruzando el valle boscoso) un ordenador que todavía tiene en su memoria las primeras versiones de las frases que luego dieron forma al Acuerdo.

Llegué allí casi al anochecer. Para mantener el encanto de la vieja época, los dellacondanos habían sido reacios a erigir un escudo de protección sobre la vieja ciudad. Cuando yo la visité durante la primavera, en el año dellacondano 3231, estaba expuesta a las inclemencias del tiempo. Era un día desapacible, según recuerdo, con una temperatura que, a media tarde, no llegaría a los veinte grados bajo cero. Había una corriente de aire helado que cruzaba las montañas y los valles de Cassanwyle.

Pero pese a todo no dejaban de acudir los visitantes, devotos de los recuerdos de la Confederación. Los dellacondanos habían construido un refugio a varios cientos de metros debajo de la casa de Sim. Desde allí, la gente era conducida en autobús a contemplar los sitios históricos del lugar.

Pero la espera podía ser larga. Yo estuve allí casi una hora antes de que un grupo de unas veinte personas fuéramos llevados a nuestro destino por encima de un campo nevado.

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