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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (14 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—No nos lo pongas más difícil, Benny...

Los policías lo inmovilizaron con más firmeza, uno por cada lado.

—No toquen nada sin guantes —ordenó la comandante.

—No se preocupe.

Los agentes recogieron las pertenencias mundanas de Benny en bolsas de basura y las llevaron al exterior junto con su propietario. Yo los seguí con la linterna. La oscuridad de los pasadizos era un vacío silencioso que parecía tener ojos. Volví la cabeza con frecuencia, pero no vi más que una luz que creí proceder de algún tren hasta que, de pronto, se desvió hacia un lado. Después, se convirtió en un destello que iluminó un arco de hormigón bajo el cual distinguí la figura de Temple Gault. Era una silueta perfectamente recortada, envuelta en un abrigo largo y oscuro; su rostro era una mancha de blancura. Agarré de la manga a la comandante y solté un grito.

8

D
urante la noche, bajo el cielo encapotado, más de treinta agentes registraron el Bowery y sus subterráneos. Nadie sabía cómo había entrado Gault en los túneles; sólo estábamos seguros de que no los había abandonado después de matar a Jim Davila. Tampoco teníamos idea de cómo había logrado salir después de que yo le viera, pero lo había conseguido.

La mañana siguiente, Wesley se dirigió al aeropuerto de La Guardia mientras Marino y yo volvíamos al depósito. No encontré allí a la doctora Jonas y tampoco estaba el doctor Horowitz, pero me indicaron que había llegado la comandante Penn con uno de sus detectives y que los encontraría en la sala de rayos X.

Marino y yo entramos con el sigilo de una pareja que llega tarde a una película; después, nos perdimos en la oscuridad. Imaginé que Marino había topado con una pared, pues tenía problemas de equilibrio en situaciones así: era fácil, en aquella sala, quedar casi hipnotizado y empezar a tambalearse. Me acerqué a la mesa de acero, donde unas siluetas oscuras rodeaban el cuerpo de Davila mientras un dedo de luz exploraba su maltrecha cabeza.

—Querría uno de los moldes para establecer comparaciones —decía una voz.

—Tenemos fotos de las huellas del zapato. He traído algunas.

Reconocí la voz de la comandante Penn.

—Estupendo.

—Los moldes los tiene el laboratorio.

—¿El de ustedes?

—No; el nuestro no —dijo la comandante—. El de la Policía Metropolitana.

—Esta zona de abrasiones y contusiones con marcas, aquí, es del tacón. —La luz se detuvo bajo la oreja izquierda—. Las líneas onduladas son bastante claras y no veo ningún rastro de incrustaciones en la abrasión. También está esa marca de ahí. No puedo determinar de qué se trata. Esa contusión..., hum, esa especie de roncha con una pequeña cola. No tengo idea de qué puede ser.

—Podemos tratar de intensificar la imagen.

—Bien, bien.

—¿Y en la oreja? ¿También hay marcas?

—No es fácil determinarlo, pero la herida no parece obra de un objeto cortante. Los bordes desgarrados no muestran abrasiones y están conectados por puentes tisulares. Y, si me baso en esta laceración curva de aquí abajo —el dedo enfundado en látex señaló el lugar—, el tacón se estrelló en el pabellón de la oreja.

—Por eso lo tiene partido.

—Sí. Fue un único golpe, propinado con gran fuerza.

—¿Suficiente para matar al agente?

—Tal vez. Ya veremos. Imagino que tendrá fracturas en el parietal izquierdo y una gran hemorragia epidural.

—Eso mismo supongo yo.

Las manos enguantadas manipularon unos fórceps y la luz. Adherido al cuello ensangrentado del suéter, Davila tenía un cabello, negro y de unos quince centímetros. Mientras el posible indicio era recogido y guardado en un sobre, me abrí paso a través de las densas sombras hasta dar con la puerta. Dejé las gafas tintadas en una carretilla y abandoné la sala. Marino salió detrás de mí.

—Si ese cabello es suyo —comentó en el pasillo—, se ha vuelto a teñir.

—Es de esperar que lo haya hecho —asentí.

Evoqué la silueta que había visto la noche anterior. La cara de Gault me había parecido muy blanca, pero no podía decir nada de sus cabellos.

—De modo que ya no es pelirrojo...

—Por lo que sabemos, podría llevar el pelo de color púrpura.

—Si sigue cambiándoselo a este ritmo, puede que se le caiga.

—No es probable —repliqué—. Además, ese cabello tal vez no sea suyo. La doctora Jonas tiene el cabello oscuro y de esa medida, más o menos, y anoche estuvo inclinada sobre el cuerpo un buen rato.

Llevábamos puestos guantes, batas y máscaras y teníamos el aspecto de un grupo de cirujanos a punto de realizar alguna intervención delicada, como un trasplante de corazón. Varios hombres transportaban unas sencillas cajas de pino destinadas a la fosa común y, tras el cristal, habían empezado las autopsias de la mañana. De momento sólo había cinco casos, uno de ellos un niño con evidentes señales de muerte violenta. Marino apartó la mirada.

—Mierda —murmuró, casi amoratado—. Vaya manera de empezar el día.

No respondí.

—Davila sólo llevaba casado un par de meses.

No pude hacer comentario alguno.

—Hablé con un par de tipos que lo conocían.

Los efectos personales del adicto al crack llamado Benny habían sido amontonados sin miramientos sobre la mesa número cuatro y decidí ponerlos más lejos del niño muerto.

—Siempre quiso ser policía. Es lo que oigo cada maldita vez...

De las bolsas de cachivaches de Benny, cerradas con nudos, escapaba un olor pestilente. Empecé a trasladarlas a la mesa ocho.

—¡Dígame por qué ha de querer nadie hacer algo así! —exclamó Marino, cada vez más furioso. Cogió una bolsa y me siguió.

—Nosotros pretendemos marcar una diferencia —respondí—. Queremos, de algún modo, que las cosas sean mejores.

—Exacto —asintió en tono sarcástico—. Fíjese en Davila: ¡vaya si ha marcado una diferencia! ¡Vaya si ha logrado que las cosas sean mejores!

—No le prive de eso, Marino. El bien que hizo en vida y el que pudo haber hecho es lo único que ha dejado.

Se puso en marcha una sierra de Stryker, corrió el agua con un tamborileo y los rayos X desnudaron balas y huesos en aquel teatro de público silencioso cuyos actores eran muertos. Al cabo de un momento, entró la comandante Penn, con una mirada de agotamiento sobre la mascarilla. Iba acompañada de un joven moreno al que presentó como el detective Maier. Este nos mostró las fotos de las huellas de pisadas obtenidas en la nieve de Central Park.

—Están prácticamente a tamaño real —explicó—. Reconozco que serían mejor los moldes, si pudiéramos tenerlos.

Pero éstos los guardaba la Policía Metropolitana y habría apostado a que nunca llegarían a poder de la Policía de Tráfico. Frances Penn no se parecía en casi nada a la mujer que yo había visitado la noche anterior, y me pregunté cuál habría sido la auténtica razón de que me invitara a su apartamento. ¿Qué confidencia me habría hecho si no nos hubieran llamado urgentemente al Bowery?

Empezamos a desatar bolsas y colocar el contenido sobre la mesa, salvo las fétidas mantas de lana que habían constituido el hogar de Benny y que procedimos a doblar y apilar en el suelo. El inventario de objetos era una lista extraña que sólo tenía dos posibles explicaciones: o Benny vivía con alguien que poseía un par de botas de hombre del número treinta y nueve, o había adquirido de algún modo las pertenencias de alguien que tenía un par de tales botas de hombre del número treinta y nueve. Según nos dijeron, Benny calzaba un cuarenta y cuatro.

—¿Qué nos cuenta Benny esta mañana? —preguntó Marino.

—Dice que las cosas de esa pila aparecieron sobre sus mantas de repente —fue la respuesta del detective Maier—.

Dice que salió a la calle y, cuando volvió, allí estaba todo, dentro de la mochila.

Señaló una mochila de lona verde manchada de tierra que tenía muchas historias que contar.

—¿Cuándo fue eso?

—Verá, Benny no es muy concreto en estas cosas. De hecho, no es muy concreto en nada. Pero cree que fue en estos últimos días.

—¿Vio quién dejaba la mochila? —preguntó Marino.

—Dice que no.

Coloqué una foto junto a la suela de una de las botas para comparar las marcas: el tamaño y el cosido eran idénticos. De algún modo, Benny había adquirido las pertenencias de la mujer atacada salvajemente (creíamos que por Gault) en Central Park. Los cuatro permanecimos un rato en silencio mientras empezábamos a revisar cada uno de los objetos que, a nuestro entender, habían pertenecido a la víctima. Al iniciar la reconstrucción de una vida a partir de un silbato de latón y de unas prendas harapientas, me sentí mareada y agotada.

—¿No podríamos llamarla de alguna manera? —propuso Marino—. Me irrita que no tenga nombre.

—¿Cómo le gustaría llamarla? —preguntó la comandante Penn.

—Jane.

El detective Maier miró a Marino.

—Muy original. ¿Y qué apellido quiere ponerle? ¿Quizás uno igual de corriente?

—¿Hay alguna posibilidad de que las lengüetas de saxofón sean de Benny? —intervine.

—No lo creo —respondió Maier—. Según él, todo eso estaba en la mochila. Y no tengo noticia de que Benny muestre inclinaciones musicales.

—A veces toca una guitarra invisible —apunté.

—Usted también lo haría, si fumara crack. Y es lo único que hace ese tipo: pedir candad y fumar crack.

—Antes de que se dedicara a eso debía de hacer algo... —apunté.

—Era electricista y su mujer le dejó.

—Eso no es razón para trasladarse a las alcantarillas —dijo Marino, cuya esposa también le había abandonado—. Tiene que haber algo más.

—Drogas. Terminó internado en Bellevue. Allí se desintoxicó y lo soltaron. Siempre lo mismo, una y otra vez.

—¿Es posible que hubiera un saxofón junto a las lengüetas? Tal vez Benny lo llevó a alguna casa de empeños...

—No tengo manera de saberlo —respondió Maier—. Él me ha asegurado que no había nada más.

Pensé en la boca de la mujer que ahora llamábamos Jane y en el desgaste de los dientes incisivos que el dentista forense había atribuido a fumar en pipa.

—Que Jane tuviera un extenso historial de intérprete de clarinete o de saxo —apunté—, quizás explicaría la deformación de sus dientes.

—¿Qué me dice del silbato? —preguntó la comandante Penn.

Se inclinó para examinar más de cerca un silbato de metal dorado con boquilla roja. Era de la marca Generation, hecho en Gran Bretaña, y, por su aspecto, no era nuevo.

—Si lo hacía sonar mucho, es probable que contribuyera al desgaste de los dientes —respondí—. También es interesante que las lengüetas sean de saxo alto. Es posible que nuestra Jane tocara el saxo alto en algún momento de su vida.

—Antes de la lesión en la cabeza, tal vez —apuntó Marino.

—Tal vez.

Continuamos revolviendo las cosas de la mujer, interpretando su significado como si fueran hojas de té. Le gustaban la goma de mascar sin azúcar y la pasta de dientes Sensodyne, lo cual resultaba lógico a la vista de sus problemas dentales. Había un par de vaqueros negros de hombre, talla treinta y dos de cintura y treinta y cuatro de largo, que eran viejos y tenían el extremo de las perneras enrollado, lo cual apuntaba a que los había recuperado de la basura o los había conseguido en alguna tienda de ropa de segunda mano. Desde luego, eran desproporcionadamente grandes para la talla que tenía Jane al morir.

—¿Seguro que estos pantalones no son de Benny? —pregunté.

—El tipo asegura que no. Lo que ha reconocido como suyo está en esa bolsa.

Maier señaló una abultada bolsa, tirada en el suelo.

Cuando introduje la mano enguantada en un bolsillo trasero de los téjanos, encontré un distintivo de cartón rojo y blanco idéntico a los que nos habían dado a Marino y a mí cuando visitamos el museo de Historia Natural. Era redondo, del tamaño de un dólar de plata, y llevaba atado un cordel. Por un lado tenía impreso «Colaborador» y por el otro, el logotipo del museo.

—Habría que buscar huellas dactilares en esto —comenté mientras colocaba el resguardo en una bolsa para pruebas—. Probablemente, la mujer lo tocaría. O quizás lo hizo Gault, si es cierto que él pagó la entrada a las exposiciones.

—¿Por qué guardaría el distintivo? —se preguntó Marino—. Normalmente, uno se lo quita de la solapa y lo tira a la basura cuando sale.

—Quizá lo puso en el bolsillo y se olvidó —intervino la comandante Penn.

—Podría ser un recuerdo —apuntó Maier.

—No tenía aspecto de coleccionista de recuerdos —indiqué—. De hecho, parece muy minuciosa respecto a qué guardaba y qué no.

—¿Insinúa que podría haber conservado el cartón para que alguien lo encontrara?

—No lo sé —fue mi respuesta.

Marino encendió un cigarrillo.

—Eso me lleva a preguntarme si ya conocía a Gault —dijo Maier.

—Si es así-repliqué—, y si sabía que corría peligro, ¿por qué accedió a entrar en el parque con él, en plena noche?

—Exacto. Eso no encaja.

Marino, con la mascarilla bajada, exhaló una gran vaharada de humo.

—No encaja si Gault era un completo desconocido para ella —dije.

—Entonces quizá le conocía —comentó Maier.

—Quizás —asentí.

Rebusqué en los demás bolsillos de los pantalones y encontré ochenta y dos centavos, una lengüeta de saxofón con señales de haber sido masticada y varios pañuelos de papel perfectamente doblados. Además de los vaqueros, había una sudadera azul de talla mediana, vuelta del revés y tan descolorida que lo que llevaba escrito en la parte delantera resultaba ilegible.

La mujer también tenía dos pantalones de chándal grises y tres pares de calcetines deportivos a rayas de diferentes colores. En un compartimiento de la mochila había una foto enmarcada de un galgo de pelaje manchado, sentado bajo las sombras moteadas de unos árboles. El perro parecía sonreír a quien estaba tomando la foto mientras, en el fondo de la instantánea, una figura miraba a la cámara.

—Hay que analizar esto para buscar huellas —dije—. De hecho, si se sostiene oblicuamente, se aprecian huellas en el cristal.

—Apuesto a que el perro es de ella —sugirió Maier.

—¿Se puede determinar en qué parte del mundo fue tomada la foto? —intervino la comandante Penn.

Estudié la instantánea con más detenimiento antes de responder:

—Parece un lugar llano. Y soleado. No observo vegetación tropical alguna. Tampoco parece un desierto.

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