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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (38 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Porque, desde luego, ellos eran Dios: me ofrecían la transformación a cambio de un acto de sacrificio y de fe. Pero yo no estaba preparado para realizar tal acto.

La otra experiencia religiosa de mi juventud fue igual de frustrante y desdichada. Me refiero al Judaismo reformista: y aunque el Dios Jehová, el Dios de la Ira y la Fuerza y la Justicia hablaba por boca de Charles Atlas, se le consideraba completamente fuera de lugar en el Templo de Sinaí.

A los rabinos los llamábamos «doctor», se tocaba la trompeta en lugar del
shofar
, entonábamos los antiguos cánticos hebreos en escenarios Victorianos, íbamos a la escuela dominical en lugar de al
shul
. Todas estas adaptaciones de la tradición no tienen nada de malo, con excepción de una cosa: todas se realizaban en una atmósfera de vergüenza.

Los jóvenes, que no habíamos recibido ninguna formación religiosa, nos formábamos un concepto del devoto como revisionista. Nuestras prácticas no se realizaban «en ayuda de», sino «en reacción a». La persistente lección de nuestra Escuela Dominical era que debíamos ser mejores, más racionales, más modernos y, en definitiva, más
americanos
que lo que había habido antes. Y lo que había habido antes era el
judaismo
.

El judaismo, en mi templo de los años cincuenta, se veía como una especie de Buena Ciudadanía Americana (de cuyo credo podíamos sentimos orgullosos) con algunos Lamentables Toques Asiáticos, que no íbamos a ser tan cobardes como para
negar
. No, estábamos resueltos a cargar con el peso de nuestro estigma… de nuestra condición de judíos. Éramos tan buenos ciudadanos que
aunque no era culpa nuestra
que nuestros padres y abuelos fueran patéticos askenazíes, «la escoria supersticiosa de Europa Oriental», no pensábamos cortar públicamente nuestra conexión con ellos. Nosotros, los Judíos Reformistas íbamos a ser tan valerosos, tan Americanos, tan no-judíos, que estábamos dispuestos a Jugar el Juego. Nos hacíamos llamar judíos, aunque en todos los demás aspectos de nuestra vida religiosa éramos Unitarios. Nuestra religión no era más que un credo colectivo, y nuestro credo colectivo era una evasión. Consistía en lo siguiente: Somos Judíos y estamos Orgullosos de ser Judíos. Expresaremos nuestro Judaismo comportándonos, en todos los aspectos posibles, exactamente igual que nuestros hermanos cristianos, porque lo que ellos tienen es mejor que lo que tenemos nosotros.

A mi me parecía que el Judaismo Reformista de mi infancia no era más que un deseo de «pasar», de colarse sin que te vieran en la comunidad no judía, de no hacer nada que pudiera llamar la atención y, por consiguiente, las iras de la Norteamérica oficial.

¿Por qué el llamar la atención significaba necesariamente incurrir en su ira? Muy fácil: porque éramos judíos y no valíamos nada. Éramos todo lo malo que se decía de nosotros, ni siquiera teníamos ya una verdadera religión, habíamos renunciado a ella para aplacar a la comunidad no judía, para escapar de su ira.

¿Y qué pasaba con la Ira de Jehová? También a El era mejor dejarlo a un lado si pretendíamos dejar de ser judíos.

Pues entonces, ¿en qué consistía ser judío? Dios nos libre de que consista en formar parte de una raza, y aleje de nosotros la miserable imagen de pieles oscuras, voces chillonas, narices ganchudas y manos peludas.

¿Consistía en formar parte de una religión? ¿Y en qué consistía dicha religión? Todos los aspectos de su observancia se habían desvirtuado. ¿Quién de nosotros, judíos reformistas (lo cual, por supuesto, significaba y significa
reformados
, es decir, cambiados para mejor e, implícitamente, arrepentidos) se acordaba de los nombres, y no digamos ya de los significados, de aquellas fiestas sin alegría que intentábamos celebrar? Aquellas ocasiones —el
sabbath
, los
bar mitzvahs
y demás festividades— se celebraban con un miedo y una vergüenza enfermizos. Y no era vergüenza de haber traicionado nuestra tradición, sino vergüenza de no haberla traicionado lo suficiente.

Despreciábamos y envidiábamos a la vez a Kissinger, Goldwater y otros como ellos, que, aunque habían renunciado a la fe de sus padres, al menos tenían el valor de sus convicciones.

La lección que aprendí en mi Templo Reformista fue que la metafísica no es más que superstición, que Dios no existe. Y todos los domingos celebrábamos nuestra huida del Judaismo. Celebrábamos nuestra autonomía, nuestra ruptura con Dios y con nuestros antepasados; y, como es natural, teníamos miedo.

Con el tiempo, mis correligionarios y yo buscamos al Dios que se nos había negado. Buscamos a Dios en la Cienciología, en Judíos por Jesús, en Estudios Orientales, en grupos de expansión de la conciencia… que no eran más que intentos de relacionar el Uno con el Todo, nuestra indefensión y la Fuerza del Universo. Buscábamos a Dios mediante sistemas no muy diferentes de la Tensión Dinámica, en los que el alfeñique indefenso, una vez iniciado en los Misterios, era capaz de vencer al Bravucón (el Juggernaut, el Mundo) y así restaurar el orden en el universo.

Lo que pregunto es: ¿Por qué resultaba tan vergonzoso desear un físico mejor?

¿Por qué aquella información tenía que llegar en un discreto envoltorio marrón?

¿Por qué la Compañía Charles Atlas sabía que semejantes actividades tienen que hacerse a escondidas?

La respuesta es que el deseo de un físico mejor no tenía nada de vergonzoso, pero nosotros, los
solicitantes
, sí que éramos vergonzosos e intrínsecamente indignos, y la mera idea de que debiluchos como nosotros deseáramos adquirir fuerza y belleza era tan risible que lo natural era que quisiéramos mantener nuestras aspiraciones en secreto.

Por eso, las cartas apremiantes daban resultado. Nos amenazaban con revelar, no que no hubiéramos pagado nuestras facturas, sino que teníamos la audacia de desear una vida mejor.

Y así fue también mi experiencia infantil con el Judaísmo Reformista. Era una religión que venía en un discreto envoltorio marrón, una religión cuyo truco para vender consistía en no avergonzarnos.

Treinta años después continúo indignado con la Compañía Charles Atlas y con el Templo de Sinaí. Ninguno de los dos me dio lo que podía y debía haberme dado; pero lo más importante es que no tenían derecho a infundir en un niño aquella sensación de vergüenza.

Treinta años después, sigo sin estar completamente satisfecho de mi físico. Me siento orgulloso de ser judío y cada vez soy más consciente de la realidad de Dios. Mi mensaje para la Compañía Charles Atlas (sin duda, desaparecida tiempo ha) es: Deberíais avergonzaros. Mi mensaje para los dirigentes del Templo Reformista es: ¿De qué os avergonzabais?

Mujeres

Un tipo telefoneó para pedirme que escribiera un artículo sobre las mujeres. Mi esposa me preguntó para qué habían telefoneado. Le contesté que querían que escribiera sobre las mujeres, pero yo nada

sobre las mujeres. «Eso ya lo sé», dijo mi esposa. Así que escribo esto por un desafío.

Lo primero que advertí a propósito de las mujeres es que «también son personas». Esto ocurrió en los años de mi primera juventud, todos los cuales me los pasé, en el habla coloquial, intentando tirármelas y sin tener la menor
pista
de cómo conseguirlo. Yo me crié con la Filosofía de Playboy de Hugh Hefner y James Bond. Bond iba por la vida impresionando a la gente con su pistola y Hefner iba por la vida en albornoz, y lo mejor del asunto era que, de los dos, Hefner era el que en realidad existía.

«¿Qué son las mujeres?», me preguntaba, y un día llegó la respuesta: «También son personas.» «Pero entonces», concluí, «¡también deben tener pensamientos y sentimientos!» Y me he pasado los últimos veinticinco años tratando de averiguar cuáles son esos pensamientos y sentimientos.

La dificultad, naturalmente, es que uno siempre
quiere
algo de las mujeres —atención, sexo, consuelo, compasión, perdón—, y que muchas veces lo quiere con la suficiente intensidad como para enturbiar la propia percepción de lo que
ellas
quieren. Y, en cualquier negociación, nunca es buena idea perder de vista lo que quiere el oponente.

¿Es que todas las relaciones con las mujeres son negociaciones? Sí. Si esta respuesta parece inadecuada es sólo porque no conozco una palabra más enfática que «sí».

A las mujeres, en mi opinión, les gusta saber quién está al mando. Y, si no pueden estar ellas, les gustaría que estuvieras tú. El problema es que «al mando», en este caso, puede definirse como «quien dirige a los dos hacia ese objetivo que ambos han acordado es correcto». Llegado aquí, voy a comparar los tratos con mujeres a los tratos con niños o animales. Esto no quiere dar entender que las mujeres sean, en modo alguno, inferiores, sino únicamente que los niños y los animales son más espabilados que los hombres.

Los hombres tienen mucho que aprender de las mujeres. Los hombres son los perritos falderos del universo. Los hombres pierden el tiempo persiguiendo lo absolutamente inútil por la sencilla razón de que todos sus iguales hacen lo mismo. Las mujeres, no. Ellas tienden legítimamente a orientarse hacia un objetivo, y sus objetivos son, en su mayor parte, sencillos: amor, seguridad, dinero, prestigio. Son unos objetivos buenos, directos, significativos, sobre todo en comparación con los objetivos, más masculinos, de la gloria, la aceptación y el ser apreciado. A las mujeres les importa un pimiento ser apreciadas, y eso significa que no saben transigir. Se entregan ocasionalmente a la persona que aman, luchan hasta haber vencido, evitan un enfrentamiento en el que no puedan vencer, pero nunca transigen.

La transacción, el pacto, es una idea masculina, y tiene que ver con el «ser apreciado». Transigir significa: «En el futuro volveremos a encontrarnos en otras circunstancias, conque ¿no le parece buena idea que
ambas
partes saquemos algún provecho de esta negociación?» La respuesta femenina es «no».

Lo cual quiere decir que no es muy divertido hacer negocios con una mujer.

George Lorimer, director del
Saturday Evening Post
, escribió en 1903 que nunca hay que hacer negocios con las mujeres: si van perdiendo, mezclan su sexo en el asunto; si van ganando, lo dejan al margen y te tratan con más dureza que cualquier hombre.

Pues bien; en mi negocio, que es el teatro y el cine, he comprobado que esto es indiscutiblemente cierto. La conducta más fría, más cruel y más arrogante que he visto en mi vida profesional corresponde —y corresponde
de manera persistente
— a productoras de cine y de teatro. He visto a mujeres hacer cosas que el peor de los hombres ni siquiera podría pensar en serio. No pretendo decir que se lo impediría su conciencia, pero sí se lo impediría el temor a la censura, lo cual nos lleva de nuevo a la incapacidad de transigir.

La mujer dice: «Voy a ganar
esta
batalla y ya me preocuparé por la
próxima
batalla cuando llegue el momento.»

Las mujeres lo tienen difícil. Nuestra sociedad se ha hecho pedazos y nadie, hombre o mujer, sabe qué papel le corresponde. El hombre suele resolver este problema acudiendo a sus superiores, pero no tiene que pensar en dar a luz.

¿Tener hijos es una opción, una necesidad, un mandamiento divino o qué? Esta debe de ser una de las preguntas más difíciles de la vida, y la mitad de la gente no tiene que planteársela y mucho menos resolverla.

Me parece a mí que las mujeres se pasan la mayor parte de sus años de maternidad sintiéndose culpables. Cuando se dedican a una carrera tienen la sensación, probablemente correcta, de que están vendiendo muy baratos sus hijos, o la posibilidad de tenerlos. Cuando tienen hijos y los crían sienten que la arena del reloj que mide su progreso profesional se les escapa inexorablemente. Es un aprieto en el que no me gustaría hallarme, pues tanto una carrera como un hogar son deseos y motivaciones muy poderosos. Las revistas populares explican a la Mujer Moderna que puede tener ambas cosas en toda su plenitud, pero no he conocido a una mujer que lo creyera.

Las mujeres quieren creerlo, pero mi triste conclusión es que no pueden, así que la mujer trabajadora siempre tiene algún aspecto de la opinión popular por el que reprocharse,
elija lo que elija
.

Este dilema merece la condolencia de los hombres. Los hombres, empero, no pueden permitirse esta condolencia, porque nos sentimos un tanto culpables por lo mucho que nos alegra no tener este problema.

Los hombres
en general
esperamos más de las mujeres que de nosotros mismos. Tenemos la impresión, basada en demostraciones constantes, de que las mujeres son mejores, más fuertes, más veraces que los hombres. Podéis considerarlo sexismo, o sexismo invertido, o lo que queráis, pero tal es mi experiencia.

La gobernadora de mi estado se negó a enviar la Guardia Nacional a América del Sur, un acto que exigía auténtico valor y convicción. No esperaba menos de ella.

Y creo que los hombres suelen sentirse tranquilizados por la presencia de mujeres en cargos hasta ahora exclusivamente masculinos.

Tengo la sensación de que una gobernadora, piloto de líneas aéreas o doctora será menos propensa a sufrir distracciones que un hombre, y me siento agradecido por ello. ¿Acaso no hay mujeres
malas
? Sí. Ya he citado antes el caso de las «productoras». Sé que hay mujeres delincuentes, pues trabajé durante algún tiempo en una cárcel femenina. Las presas solían llorar mucho, cosa que me pareció una respuesta muy apropiada a la situación; en general, me parece que las mujeres suelen ser más conscientes que los hombres de lo que ocurre a su alrededor.

Con el paso de los años, he llegado a confiar por completo en la capacidad de mi esposa para juzgar el carácter de las personas, y estoy empezando a confiar en la capacidad de mi hija para valorar correctamente una situación. El otro día, mi hija se clavó una astilla en el pie. Yo fui en busca de unas pinzas, me acerqué y me detuve delante de ella, y entonces ella comenzó a llorar ruidosamente. «¿Por qué lloras?», inquirí. «Ni siquiera te he
tocado
todavía…» «Estás pisándome el pie», contestó ella.

¿Podemos ampliar esta imagen de las mujeres con astillas en los pies, y los hombres, sus supuestos salvadores, aumentándoles el malestar? Las mujeres, como todos sabemos, son en gran medida ciudadanos de segunda clase en este país.

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