Una tienda en París (2 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

BOOK: Una tienda en París
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Qué poco se parecía ella a su hermana, qué poco se parecía a mi madre.

El tiempo parecía haberse detenido en ella y en su forma de ser conmigo. Siempre estaba pendiente de mí, de lo que hacía y de cómo lo hacía. La vida me había convertido en un espejo de lo que ella quería ser y crecí aterrorizada a improvisar, porque los ojos de mi tía siempre se volvían… hacia mí. Me acostumbré a crecer así, paralizada, incapaz de ser yo si no era con la decisión de ella.

Tenía una mirada de esfinge. Gozaba al hablarme desde lo alto de las escaleras, apoyada con una mano en el pedestal y con un inquietante aplomo. Entonces —cómo somos los humanos— habría dado todo por tener su forma de caminar, deslizándose tan erguida por los pasillos que parecía levitar como colgada desde las molduras del techo.

—Es la hora del piano, Teresa… Vamos.

Eso significaba cambiarse de ropa, estirarse mucho más la coleta tirante desde la frente y quedarme con ella en la biblioteca. Aquella sala desmesurada en la que las arañas del techo eran lo único articulado que imponía más que la presencia de mi tía. Sacaba de la consola unas partituras y las desplegaba en el atril.

—Venga, adelante, Teresa.

El piano sabía de mi miedo, cada una de las teclas sabía bien de mi temblor. Mi tía, vestida con uno de sus trajes oscuros, me observaba desde uno de los sillones de cuero dándome la espalda para que no viera cómo rellenaba la copa de coñac sobre su mesa una y otra vez, pero la sentía moviendo los brazos como una directora de orquesta. La cabeza delicadamente apoyada en el respaldo, siempre erguida para no estropear su pelo, y con los ojos entornados en una duermevela demoníaca.

Así me quedé, así crecí. Dirigida por ella, como una partitura más. Exagerando su delicadeza, sus gestos y su disciplinada feminidad que debía reflejarse en mí. Y por eso también me apunté a clases de pintura.

—En estas primeras clases solo usaremos el negro del carboncillo y todos sus matices. No hace falta que les explique, son ustedes señoras muy atentas. Por eso, cuando se equivoquen solo subsanaremos el error agrisando las zonas necesarias. Pasen la yema por encima para modificar la línea. Veamos —insistía—. Difuminen, difuminen todo error…

¿Qué hubiera pensado Laurent? Él me habría hablado del color de otra manera, con aquella fuerza tan suya de expresar las palabras con grandes gestos. Sin medias tintas, sin matices. No disfruté de él tanto como cuando pensaba en él. Esas cosas que tiene la vida y que he tardado tanto en entenderlas. En este caso era mejor seguir la clase de pintura y olvidar lo que pudo ser. Aceptar. Ese verbo que aparece tan pronto en el diccionario y que tarda tanto en irse.

«Difuminen, difuminen…». Sus palabras hacían que todas a la vez asintiéramos con la cabeza gacha como mecidas por la brisa en un campo de arroz.

—No es un gran problema —decía mientras abanicaba los dedos torcidos por la artrosis—. Los pequeños errores pueden corregirse. Si es grande volvemos a empezar. Empezar. Em-pe-zar.

Vaya con la lógica. Odiaba tener que volver a empezar. Durante toda mi vida he preferido estar difuminando mis fallos antes que romper el papel y ponerme a dibujar de nuevo. La génesis de las cosas me parecía la cosa más pesada del mundo. Digamos que, sinceramente, esto es lo que más me define. Cuando iba al colegio, antes de morir mis padres y permanecer en casa de mi tía en aquella eternidad de desayuno, colegio, piano, misa y fiebres, detestaba empezar a recitar las tablas una y otra vez. Esperaba hasta aprenderlas de cabo a rabo para entonces saltar a la pizarra y soltarlas afinadamente, sin mácula de fallo con tal de no empezar.

Empezar, empezar, empezar. No, no, no.

«Debería retomar usted el poema partiendo de cero», dijo una de las profesoras en una de aquellas clases previas al verano en las que todo era alargar el tiempo para llegar al final del junio escolar.

Con un aplomo increíble respondí tranquilamente.

—No.

Me quedé de pie y ella se quedó de piedra apoyada en la pizarra. Empezaron a temblarme las piernas por si aquella negativa llegaba a oídos de tía Brígida. La profesora compuso una sonrisa hipócrita y dijo en voz alta delante de todos: «Eres imposible». Era imposible. Así pues, crecí imposibilitada para embarcarme en cosas que merecieran empezar de nuevo. Por lo visto, ese miedo no era extraño y exclusivo en mí. Tampoco iba a ser exclusiva ni necesitaba serlo. Hay gente que, paralizada como yo ante un proyecto, encarna todo tipo de reacciones, desde palpitaciones, urticarias, sudoración y, sobre todo, silencio. Aprendí que callar tampoco estaba tan mal.

—El difuminador sirve para diluir un error o para aclararlo. Jueguen ustedes con su matiz e intenten dar volumen aprovechando la metedura de pata. ¿Y bien? ¿Qué tal?

Se dirigía a mí. Logré articular unas palabras como mentira.

—Me gusta como está quedando.

—Eso no es cierto, no le gusta. Pero ahí sigue usted, erre que erre metida en faena con su ir y venir de carboncillo. Arranque a pintar de nuevo.

—Me da pena desperdiciar el papel.

Rio dulcemente.

—¿A qué espera? —dijo con toda la tranquilidad del mundo—. ¡Rompa el papel!

Estaba totalmente desencajada con la situación. Su presencia detrás de mí invitándome a empezar de nuevo. Ese hombre tenía una fuerza desde la calma que paralizaría un ejército de lanzas viniendo en bloque hacia la fortaleza. «Sufres por no borrar y sufres mucho en lo más profundo de ti —dijo sosegado— por no empezar». Se acercó a mí lentamente y notó mi temblor a cuatro dedos de distancia. Sentí latir la sangre en mis sienes, que comenzaron a dolerme. Alargó el brazo delante de mi cara y arrancó el papel en mis narices.

«¡Ras!»

—Me siento humillada —le dije.

—No, se siente aliviada. Usted es incapaz.

Me quedé inmóvil. El aire que respiraba me parecía nuevo porque alguien había tomado la decisión por mí. No era la primera vez. Recibí un verdadero golpe el día en que el veterinario nos dijo que había que dormir al perro. Lo de dormir era otra forma de difuminar la realidad, lo tenían que matar. Me dijeron que decidiera yo. El veterinario había luchado por mantener vivo a mi compañero de vida, un teckel de pelo duro que había sobrevivido a un tumor y una caída desde la ventana, un golpe que amortiguaron las hojas de un árbol, pero que le dejó convaleciente con las dos patitas traseras rotas y reventado por dentro. Por las noches, cuando venía a darme un beso a la cama antes de dormir, ya no me reconocía, pero debía tranquilizarle porque se quedaba dormido a mis pies, envuelto en una manta que mi tía dejaba bajo la cama. Yo habría dado mi vida por él, tenía tanta energía cuando huíamos escaleras abajo que verle ahora pasar las horas de espera en esa farsa que había inventado el veterinario era horrible, no había manera de retener la esperanza. A partir de aquel momento, mi desesperación se convirtió también en mi prioridad. Yo me marchaba al colegio pensando que al volver estaría muerto. Pero cuando regresaba, el pequeño teckel seguía marchito en su dolor a la espera de que yo diera la funesta orden de «vamos». Yo triunfaría si hacía fracasar al médico evitando la muerte con una muerte casual. Creo recordar que un día, al llegar, me encontré a mi perro tirado en el pasillo en medio de un charco de pis y me alegré, me tranquilizó haberme liberado de la decisión.

—¡Está muerto! ¡Lupas se ha muerto!

Mi tía salió al pasillo maldiciéndome por los gritos que profería y le dio un golpe suave con el mango de la escoba. El olor a pis parecía el olor de la muerte. Fue en vano.

—Está en las últimas. Deberías paralizar el sufrimiento del pobre animal —decretó ella dándose media vuelta.

Me fui corriendo a mi habitación porque mi perro seguía todavía vivo. Cuando más tarde vino arrastrándose con su dolor habría querido matarlo de una patada, pero solo pude llorar al verle desde el suelo pidiéndome el adiós. Sus pupilas grises eran ya una defunción anunciada, apenas podía verme entre sus cataratas y aun así me quería besar. Creo que se dio cuenta de que yo era la persona encargada en la casa de poner fecha y hora para acabar con su angustia.

—Ya está bien. Así no puede seguir —sentenció inflexible tía Brígida.

A la mañana siguiente, en la mesa de la biblioteca me encontré su correa de piel con la chapita de su nombre grabado. Mi tía había madrugado para llamar al veterinario antes de mi desayuno y había tomado la decisión por mí. Yo me enteré de su muerte en ese momento, al llegar a casa. No dije nada. Me había quedado huérfana por segunda vez. Y sí, yo no había podido tomar la decisión.

CAPÍTULO 3

Aquella tarde afortunadamente salí de la clase sin mi carpeta grande porque no tenía ganas de seguir el dibujo en casa. La dejé junto a las carpetas de las otras aprendizas en el mirador en el que el viejo pintor tenía todos los materiales; apoyada en la peana rectangular en la que a veces alguna de nosotras se subía, se quedaba sentada y las demás sufríamos lo indecible buscando una perspectiva con la que retratar a la compañera. Era la parte más ridícula de las clases, sentirse mirada con tus complejos y ver que con el carboncillo negro todas esas inseguridades podían ser peores en el papel a la vista de los demás. El primer día causaba risas, el segundo ira, el tercero silencios, el cuarto ya daba todo igual: salir gorda, fachosa, malcarada, imperfecta, horrible, extraña y, sobre todo, salir siendo otra que no eres tú.

Todo esto sucedía bajo el manto de la cúpula del mirador del edificio en el que teníamos el aula, muy por encima de los gigantes plátanos que crecían inmensos en la acera par y que cuando se movían creaban tormentas de hojas y ramas golpeando contra los balcones. El mirador del viejo pintor era el remate caprichoso del esquinazo de un edificio modernista de siete plantas que estaba capitaneado a modo de faro en la ciudad por una cúpula octogonal de pizarra brillante sobre columnas alternadas con ventanas amplias y altas que dejaban entrar la luz todo el día, desde el amanecer hasta que el sol se escondía por la sierra, visible siempre desde el aula. Bello y espantoso a la vez. Una sala en la que había un tufo intenso a aguarrás, a óleos y a aceite de trementina guardado en latas que se acumulaban en un pequeño mueble bajo el ventanal sur y que a mí me gustaba curiosear. Igual que hacía con el tocador de mi tía, escudriñar cuando no estaba ella para encontrar algo que la hiciera humana. Amén de alguna botella de coñac empezada, encontraba rosarios con olor a rosas. Era su manera de bendecirse a sí misma.

Amén. Quedaba así escondida su personalidad. Bajo la influencia de las novenas a la santa de la familia y del perfume embriagador que salía de cualquiera de sus cajones, abrigos, pañuelos y guantes. Cada centímetro de sus armarios lo tenía registrado. Con el corazón en un puño me adentraba en su habitación para saber qué misterio ocultaba tras la rigidez corrompida por los años y ese mal carácter. Mientras metía las manos entre los montones ordenados de sábanas bien plegadas mi pulso se aceleraba de forma endiablada. Era un riesgo que debía correr. Cuando creía que aparecía un billete, resultaba ser una estampa. Cuando notaba algunas bolitas, eran rosarios otra vez.

El alto espejo de su habitación, lleno de marcas del azogue picado, creaba una visión fantasmagórica y deforme cuando penetrabas en la estancia. Era una locura entrar. Te lo encontrabas de frente, como un vigilante chivato. Ella solo utilizaba uno pequeño que apoyaba siempre en diagonal en la consola dorada de pies esculpidos en mármol para, como ella decía, marcarse «el negro de los ojos como dos azabaches». Yo imaginaba cucarachas.

No creo que se hubiera mirado nunca de cuerpo entero.

Luchando hasta el extremo contra el miedo, abrí uno de los cajones en los que guardaba los broches y las joyas. «Hazlo deprisa, corriendo», me decía a mí misma. Tiraba de los cajones y deslizaba la mirada dentro de las cajitas aterciopeladas en las que estaban los anillos y los pendientes… de mi madre. Todo lo guardaba ella.

«Deprisa».

Aceleré y saqué rápidamente los pendientes que siempre llevaba mamá. La casa estaba en un silencio angustioso y temía que mi tía llegara de un momento a otro. Cuando toqué las dos gemas sentí el peso de las manos de mi madre sobre mis hombros tranquilizándome. Mi corazón empezó a latir y se me humedecieron los ojos. Recordaba perfectamente la fecha en que se fue por lo dolorosa que… Incluso la hora. Y la forma en que mi tía me dijo: «Vas a tener que ser fuerte y no llorar cuando llegue la familia…», la familia.

Me abalancé sobre ella para buscar abrigo. Tan solo me tuvo así medio minuto. «Vas a arrugarme el vestido». Me separé, me separó y acabé por internarme todo aquel día en mi habitación, encerrada, sumida en la penumbra, callada, vencida por los acontecimientos y secándome una y otra vez la cara para que no me viera llorar. Mi tía entraba cada cierto rato, encendía la luz, me miraba y la volvía a apagar. Mi corazón se paró por primera vez. Habría más.

Los óleos del viejo pintor eran tubos grandes arrugados que se ordenaban sin control en una caja que tenía la tapa siempre abierta y sucia como si también hubiera sido usada a modo de paleta; te asegurabas una mancha si intentabas coger uno de los envases porque los aceites hacían que unos estuvieran casi pegados a otros formando una masa pringosa. Yo moría por los nombres de los colores. Colores de la marca Charvin que evocaban lugares como el tierra, el siena, el naranja indiano, el añil, el esmeralda, el rojo rubí, el magenta quinacridona, el azul turquesa, el azul royal, el flor de lino, el bermellón carmín, el bizantino, la tierra de cassel…

—Estoy cansada del blanco y negro. Necesito color —le dije una tarde que mis compañeras salieron primero.

—El color hay que ganárselo. Y para ello hay que saber utilizarlo bien. No es fácil mezclar unos colores con otros. Iremos poco a poco. Primero los básicos, luego rebajamos con blanco, después introducimos tierras, cielos, verdes, anaranjados… —se paró en seco señalando a un cuadro que había colgado en uno de los pilares, uno pequeño, de apenas veinte por veinte centímetros—. ¿Ese óleo sabe de quién es?

Observé el lienzo quieta sobre la baldosa donde me había quedado soldada como un cazador esperando la presa.

—¿De su hijo? —dije.

Frunció el ceño.

—No, Teresa. Ese lienzo es el primero que hice, yo debía de tener catorce años y tenía todo lo necesario para pintar.

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