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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Cada mes, Real Murders, una asociación de aficionados al crimen de Lawrenceton, Georgia, se reúne para discutir sobre un asesinato famoso. Sus miembros son de lo más excéntrico: Gifford Doakes, el especialista en masacres; Jane Engle, amante de las historias de terror victorianas; Perry Allison, fan de Ted Bundy…

Durante la noche de la última reunión, la bibliotecaria local, Aurora «Roe» Teagarden, descubrió el cuerpo mutilado de Mamie Wright en la cocina de la sede del club. Está segura de que el asesino pertenece a la asociación, ya que el crimen guarda un parecido escalofriante con el Asesinato del Mes.

Y como quiera que después tuvieron lugar otros asesinatos de imitación, el único móvil parece un aterrador y extraño sentido de la diversión …

Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales

Saga Aurora Teagarden 1

ePUB v1.0

Percas
04.04.11

Para mis padres

Capítulo 1

—Esta noche quiero hablaros de uno de los misterios de asesinato más fascinantes: el caso Wallace —le dije a mi espejo con entusiasmo.

Luego probé con más sinceridad; después con un poco de seriedad.

El cepillo tropezó con un nudo.

—¡Mierda! —exclamé, y lo intenté de nuevo—. Creo que el caso Wallace puede llenar el programa de la velada —declaré con firmeza.

Contábamos con doce socios permanentes que resultaban ideales para los doce programas anuales. No todos los casos daban para un programa de dos horas, por supuesto. El socio responsable de presentar el asesinato del mes, como lo llamábamos en broma, traía a un orador invitado; algún miembro del departamento de policía de la ciudad, un psicólogo especializado en criminología o el director de algún centro local de asistencia a mujeres violadas. De vez en cuando poníamos una película.

Pero la fortuna me había sonreído en el sorteo. Había material más que de sobra del caso Wallace, aunque no tanto como para sentirme precipitada a examinarlo. Habíamos programado dos reuniones sobre Jack el Destripador. Jane Engle había dedicado una a las víctimas y las circunstancias que rodearon los crímenes y Arthur Smith había dedicado otra a la investigación policial y los sospechosos. Con Jack no se puede escatimar.

—Los elementos del caso Wallace son los siguientes —proseguí—: un hombre que se hacía llamar Qualtrough, un torneo de ajedrez, una mujer aparentemente inofensiva, llamada Julia Wallace, y, por supuesto, el acusado, su marido, el propio William Herbert Wallace. —Recogí mi pelo en un montón marrón y me debatí entre hacerme un moño, una trenza o simplemente recogérmelo con una goma para que no me cayese sobre la cara. Opté por la trenza. Hacía que me sintiera artista e intelectual. Mientras dividía el pelo en mechones, mis ojos dieron con el retrato de estudio enmarcado de mi madre que ella misma me había regalado en mi último cumpleaños con un informal: «Dijiste que querías uno». Mi madre, que se parece mucho a Lauren Bacall, mide casi uno setenta, es elegante hasta la médula y arquitecta de su propio imperio inmobiliario. Yo mido uno cincuenta, llevo unas grandes gafas redondas de pasta y he cumplido mi sueño de infancia de convertirme en bibliotecaria. Y me puso el nombre de Aurora, aunque para una mujer bautizada a su vez como Aida, Aurora no debería resultar demasiado ultrajante.

Por sorprendente que parezca, adoro a mi madre.

Suspiré, como suelo hacer cuando pienso en ella, y terminé de recogerme el pelo con la velocidad que da la práctica. Comprobé mi reflejo en el gran espejo de pared: pelo marrón, gafas marrones, ojos marrones, mejillas rosas (artificial) y buena piel (real). Como a fin de cuentas era noche de viernes, me deshice de mi ropa de trabajo, una blusa sencilla y una falda, y opté por una cómoda camiseta de tirantes y unos pantalones holgados negros. Decidí que no era lo bastante festivo para William Herbert Wallace y me puse un lazo amarillo en el nacimiento de la trenza, a juego con el jersey que completaba el conjunto.

Una mirada al reloj me indicó que había llegado el momento de irse. Me pinté un poco los labios, cogí el bolso y troté escaleras abajo. Paseé la mirada por la zona que hacía las veces de guarida, comedor y cocina que ocupaba la mitad de la planta inferior de la casa. Estaba impoluta; odio volver a casa y encontrármela hecha una leonera. Me hice con mi cuaderno de apuntes y localicé las llaves mientras recitaba los hechos del caso Wallace. Había pensado en fotocopiar las borrosas fotografías del cuerpo de Julia Wallace para repartirlas y mostrar el escenario del crimen, pero pensé que quizá sería sensacionalista y, sin duda, irrespetuoso para con la señora Wallace.

Un club como el de Real Murders
[1]
ya parecía bastante extraño para la gente que no compartía nuestros intereses como para añadir ese grado de atrocidad. Intentábamos pasar desapercibidos.

Encendí la luz exterior mientras cerraba la puerta. Acababa de empezar la primavera y ya había oscurecido; aún no habíamos cambiado al horario de verano. Bajo la excelente luz de la puerta de atrás, mi patio, rodeado de altas vallas, presentaba un aspecto impoluto, las rosaledas a punto de florecer.

—¡Ayho, ayho, de crímenes voy a hablar! —canturreé desafinadamente, cerrando la verja tras de mí. Cada una de las cuatro casas adosadas cuenta con dos plazas de aparcamiento, y hay más al otro lado para visitas. Bankston Waites, mi vecino de dos puertas más abajo, también se disponía a meterse en su coche.

—Nos vemos allí —dijo—. Primero tengo que recoger a Melanie.

—De acuerdo, Bankston. ¡Hoy toca Wallace!

—Lo sé. Ya había ganas.

Arranqué el motor, dejando que Bankston saliera primero de camino a recoger a su bella dama. Tuve la tentación de sentir lástima por mí misma por el hecho de que Melanie Clark tuviese una cita y yo me viese en la situación de ir sola a Real Murders, pero no me apetecía ponerme triste. Vería a mis amigos y pasaría una noche de viernes estupenda, como de costumbre. Puede que hasta mejor.

Al dar marcha atrás, me di cuenta de que la casa junto a la mía tenía las luces encendidas y había un coche desconocido aparcado en una de sus plazas. Así que eso era lo que significaba el mensaje que mi madre me había dejado pegado en la puerta de atrás.

Me había estado instando a que me comprase un contestador automático, ya que los inquilinos de la casa (sus arrendatarios) podían necesitar dejarme a mí (la presidenta de la comunidad) mensajes mientras estuviese trabajando en la biblioteca. En realidad creo que mi madre quería saber que podía hablar conmigo aunque no estuviese en casa.

Me había encargado de limpiar la casa de al lado cuando se marcharon los últimos inquilinos. Estaba en perfectas condiciones para mostrarse, me aseguré a mí misma. Me presentaría al nuevo vecino al día siguiente, ya que el sábado libraba.

Conduje por Parson Road y pasé junto a la biblioteca en la que trabajo. Giré a mano izquierda para llegar a la zona de tiendas pequeñas y gasolineras donde se encontraba el Centro de Veteranos de las Guerras Extranjeras. No dejé de ensayar durante todo el camino.

Bien podría haberme dejado las notas en casa.

Capítulo 2

Los miembros de Real Murders nos reuníamos en el Centro de Veteranos a cambio de pagarles una pequeña suma por tal privilegio. El dinero iba a un fondo para la fiesta anual de Navidad del centro, así que todos estábamos contentos con el trato. Por supuesto, el edificio era mucho más grande de lo que un pequeño grupo como nosotros necesitaba, pero nos gustaba la intimidad.

Un oficial del centro solía quedar con uno de los socios media hora antes de la reunión para abrir el edificio. Ese socio era el responsable de dejar las estancias como las habíamos encontrado y de devolver las llaves terminado el evento. Ese año, le tocaba a Mamie Wright, ya que también era la vicepresidenta. Solía disponer las sillas en semicírculo delante del estrado y preparar los refrescos en una mesa. El encargo de llevarlos era rotativo.

Llegué temprano. Llego temprano a casi todas partes.

Ya había dos coches en el aparcamiento, que se encontraba escondido detrás del pequeño edificio y estaba bordeado por un espacio ajardinado de mirtos de crepé, aún grotescamente desnudos a esas alturas de la primavera. Las farolas del aparcamiento se habían encendido automáticamente al anochecer. Aparqué mi Chevette bajo la luz de una de ellas, la más cercana a la puerta trasera. Los aficionados a los asesinatos somos demasiado conscientes de los peligros de este mundo.

Al entrar en el pasillo, la pesada puerta de metal se cerró de golpe tras de mí. El edificio solo tenía cinco habitaciones; la solitaria puerta metálica de la izquierda conducía a la sala principal, donde celebrábamos nuestras reuniones. Las cuatro puertas de la derecha daban a una pequeña sala de conferencias, los servicios de hombres y mujeres y, al final del pasillo, a una pequeña cocina.

Todas las puertas estaban cerradas, como de costumbre, ya que mantenerlas abiertas requería de más tenacidad de la que ninguno de nosotros era capaz de desplegar.

El Centro de Veteranos había sido construido para resistir un ataque enemigo, dedujimos, y las pesadas puertas hacían que el edificio estuviese sumido en un profundo silencio. Incluso ahora, a sabiendas de que, por los coches aparcados fuera, había al menos dos personas más en el edificio, no se escuchaba nada.

El efecto de todas esas puertas cerradas en un pasillo tan despejado era inquietante. Era como un pequeño túnel beis apenas interrumpido en su uniformidad por el teléfono público adherido a la pared.

Recordé que una vez le dije a Bankston Waites que, si alguna vez sonaba, esperaría encontrarme con Rod Serling
[2]
al otro lado de la línea diciéndome que acababa de entrar En los límites de la realidad. Sonreí ante la idea y me volví para aferrar el tirador de la gran sala de reuniones.

Y el teléfono sonó.

Me volví de repente y di dos pasos titubeantes hacia el aparato, el corazón a punto de salirse de mi pecho. Todo seguía quieto en el silencioso edificio.

El teléfono volvió a sonar. Mi mano se cerró, reacia, sobre el auricular.

—¿Diga? —contesté suavemente, carraspeé y volví a intentarlo—. Diga —repetí con firmeza.

—¿Podría hablar con Julia Wallace, por favor? —dijo una voz susurrada.

Sentí que se me erizaban todos los pelos.

—¿Qué? —balbuceé.

—Julia —susurró la voz.

Y colgaron.

Aún sostenía el auricular cuando la puerta del baño de señoras se abrió y de él emergió Sally Allison.

Di un respingo.

—Jesús, Roe, ¿tan mal aspecto tengo? —dijo Sally, asombrada.

—No, no, es la llamada. —Estaba a punto de echarme a llorar, y eso me abochornaba. Sally era reportera del diario de Lawrenceton, y era tan buena reportera como mujer dura e inteligente a sus cuarenta años largos. Era la veterana de un precipitado matrimonio adolescente que acabó cuando nació el bebé esperado. Yo había ido a la escuela con ese bebé, llamado Perry, y ahora trabajaba con él en la biblioteca. Odiaba a Perry, pero Sally me caía muy bien, a pesar de que sus implacables interrogatorios en ocasiones me hacían retorcerme. Sally era una de las razones por las que estaba tan bien preparada para mi presentación sobre Wallace.

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