Viaje a Ixtlán

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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En el tercer libro sobre su iniciación como hombre de conocimiento, Castaneda desanda camino hasta los primeros tratos con su maestro, el brujo yaqui don Juan, y añade al recuento de prodigios las arduas lecciones de disciplina física y mental que, desde un principio, lo preparaban para un acto decisivo de poder: parar el mundo, suspender la percepción ordinaria, situarse entre esta realidad y la otra, la inculcada por el maestro.

Esa realidad aparte, eje de las enseñanzas anteriormente reveladas, cobra así nuevo sentido como punto de apoyo, y el centro se desplaza hacia la mística del guerrero, el hombre sin rutinas, libre, fluido, imprevisible, que, fiel a su esencial naturaleza terrena, vive una vida impecable.

El tema cierra con el relato del viaje al que alude el título, intimación dramática de la soledad y la áspera nobleza de tal vida.

Carlos Castaneda

Viaje a Ixtlán

ePUB v1.0

silente
04.07.12

Título original:
Journey to Ixtlan

Carlos Castaneda, 1973

Traducción: Juan Tovar

Editor original: silente

ePub base v2.0

INTRODUCCIÓN

El sábado 22 de mayo de 1971 fui a Sonora, México, para ver a don Juan Matus, un brujo yaqui con quien tenía contacto desde 1961. Pensé que mi visita de ese día no iba a ser en nada distinta de las veintenas de veces que había ido a verlo en los diez años que llevaba como aprendiz suyo. Sin embargo, los hechos que tuvieron lugar ese día y el siguiente fueron decisivos para mí. En dicha ocasión mi aprendizaje llegó a su etapa final.

Ya he presentado el caso de mi aprendizaje en dos obras anteriores:
Las enseñanzas de don Juan
y
Una realidad aparte
.

Mi suposición básica en ambos libros ha sido que los puntos de coyuntura en aprender brujería eran los estados de realidad no ordinaria producidos por la ingestión de plantas psicotrópicas.

En este aspecto, don Juan era experto en el uso de tres plantas:
Datura inoxia
, comúnmente conocida como toloache;
Lophophora williamsii
, conocida como peyote, y un hongo alucinógeno del género
Psilocybe
.

Mi percepción del mundo a través de los efectos de estos psicotrópicos había sido tan extraña e impresionante que me vi forzado a asumir que tales estados eran la única vía para comunicar y aprender lo que don Juan trataba de enseñarme.

Tal suposición era errónea.

Con el propósito de evitar cualquier mala interpretación relativa a mi trabajo con don Juan, me gustaría clarificar en este punto los aspectos siguientes.

Hasta ahora, no he hecho el menor intento de colocar a don Juan en un determinado medio cultural. El hecho de que él se considere indio yaqui no significa que su conocimiento de la brujería se conozca o se practique entre los yaquis en general.

Todas las conversaciones que don Juan y yo tuvimos a lo largo del aprendizaje fueron en español, y sólo gracias a su dominio completo de dicho idioma pude obtener explicaciones complejas de su sistema de creencias.

He observado la práctica de llamar brujería a ese sistema, y también la de referirme a don Juan como brujo, porque éstas son las categorías empleadas por él mismo.

Como pude escribir la mayoría de lo que se dijo al principiar el aprendizaje, y todo lo que se dijo en fases posteriores, reuní voluminosas notas de campo. Para hacerlas legibles, conservando a la vez la unidad dramática de las enseñanzas de don Juan, he tenido que reducirlas, pero lo que he eliminado es, creo, marginal a los puntos que deseo plantear.

En el caso de mi trabajo con don Juan, he limitado mis esfuerzos exclusivamente a verlo como brujo y a adquirir
membrecía
en su conocimiento.

Con el fin de presentar mi argumento, debo antes explicar la premisa básica de la brujería según don Juan me la presentó. Dijo que, para un brujo, el mundo de la vida cotidiana no es real ni está allí, como nosotros creemos. Para un brujo, la realidad, o el mundo que todos conocemos, es solamente una descripción.

Para validar esta premisa, don Juan hizo todo lo posible por llevarme a una convicción genuina de que, lo que mi mente consideraba el mundo inmediato era sólo una descripción del mundo: una descripción que se me había inculcado desde el momento en que nací.

Me señaló que todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen. De acuerdo con don Juan, no guardamos recuerdo de aquel momento portentoso, simplemente porque ninguno de nosotros podía haber tenido ningún punto de referencia para compararlo con cualquier otra cosa. Sin embargo, desde ese momento el niño es un
miembro
. Conoce la descripción del mundo, y su
membrecía
supongo, se hace definitiva cuando él mismo es capaz de llevar a cabo todas las interpretaciones perceptuales adecuadas, que validan dicha descripción ajustándose a ella.

Para don Juan, pues, la realidad de nuestra vida diaria consiste en un fluir interminable de interpretaciones perceptuales que nosotros, como individuos que comparten una
membrecía
específica, hemos aprendido a realizar en común.

La idea de que las interpretaciones perceptuales que configuran el mundo tienen un fluir es congruente con el hecho de que corren sin interrupción y rara vez, o nunca, se ponen en tela de juicio. De hecho, la realidad del mundo que conocemos se da a tal grado por sentada que la premisa básica de la brujería, la de que nuestra realidad es apenas una de muchas descripciones, difícilmente podría tomarse como una proposición seria.

Afortunadamente, en el caso de mi aprendizaje, a don Juan no le preocupaba en absoluto el que yo pudiese, o no, tomar en serio su proposición, y pro­cedió a dilucidar sus planteamientos pese a mi opo­sición, mi incredulidad y mi incapacidad de com­prender lo que decía. Así, como maestro de brujería, don Juan trató de describirme el mundo desde la primera vez que hablamos. Mi dificultad para asir sus conceptos y sus métodos derivaba del hecho de que las unidades de su descripción eran ajenas e incompatibles con las de la mía propia.

Su argumento era que me estaba enseñando a «ver», cosa distinta de solamente «mirar», y que «parar el mundo» era el primer paso para «ver».

Durante años, la idea de «parar el mundo» fue para mí una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo durante una conversación informal, ocurrida hacia el final de mi aprendizaje, llegué a advertir por entero su amplitud e importancia como una de las proposiciones principales en el conoci­miento de don Juan.

Él y yo habíamos estado hablando de, diversas cosas en forma reposada, sin estructura. Le conté el dilema de un amigo mío con su hijo de nueve años. El niño, que había estado viviendo con la madre durante los cuatro años anteriores, vivía entonces con mi amigo, y el problema era qué hacer con él. Según mi amigo, el niño era un inadaptado en la escuela, sin concentra­ción y no se interesaba en nada. Era dado a berrin­ches, a conducta destructiva y a escaparse de la casa.

—Menudo problema se carga tu amigo —dijo don Juan, riendo.

Quise seguirle contando todas las cosas «terribles» que el niño hacia, pero me interrumpió.

—No hay necesidad de decir más sobre ese pobre niñito —dijo—. No hay necesidad de que tú o yo pensemos de sus acciones de un modo o del otro.

Su actitud fue abrupta y su tono firme, pero luego sonrió.

—¿Qué puede hacer mi amigo? —pregunté.

—Lo peor que puede hacer es forzar al niño a estar de acuerdo con él —dijo don Juan.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que el padre no debe pegarle ni asustarlo cuando no se porta como él quiere.

—¿Cómo va a enseñarle algo si no es firme con él?

—Tu amigo debería dejar que otra gente le pe­gara al niño.

—¡No puede dejar que una persona ajena toque a su niño! —dije, sorprendido de la sugerencia.

Don Juan pareció disfrutar mi reacción y soltó una risita.

—Tu amigo no es guerrero —dijo—. Si lo fuera, sabría que no puede hacerse nada peor que enfrentar sin más ni más a los seres humanos.

—¿Qué hace un guerrero, don Juan?

—Un guerrero procede con estrategia.

—Sigo sin entender qué quiere usted decir.

—Quiero decir que si tu amigo fuera guerrero ayu­daría a su niño a
parar el mundo
.

—¿Cómo puede hacerlo?

—Necesitaría poder personal. Necesitaría ser brujo.

—Pero no lo es.

—En tal caso debe usar medios comunes y corrien­tes para ayudar a su hijo a cambiar su idea del mun­do. No es
parar el mundo
, pero de todos modos da resultado.

Le pedí explicar sus aseveraciones.

—Yo, en el lugar de tu amigo —dijo don Juan—, empezaría por pagarle a alguien para que le diera sus nalgadas al muchacho. Iría a los arrabales y me arre­glaría con el hombre más feo que pudiera hallar.

—¿Para asustar a un niñito?

—No nada más para asustar a un niñito, idiota. Hay que
parar
a ese escuincle, y los golpes que le dé su padre no servirán de nada.

—Si queremos
parar
a nuestros semejantes, siempre hay que estar fuera del círculo que los oprime. En esa forma se puede dirigir la presión.

La idea era absurda, pero de algún modo me atraía.

Don Juan descansaba la barbilla en la palma de la mano izquierda. Tenía el brazo izquierdo contra el pecho, apoyado en un cajón de madera que servía como una mesa baja. Sus ojos estaban cerrados, pero se movían. Sentí que me miraba a través de los pár­pados. La idea me espantó.

—Dígame qué más debería hacer mi amigo con su niño —dije.

—Dile que vaya a los arrabales y escoja con mucho cuidado al tipo más feo que pueda —prosiguió él—. Dile que consiga uno joven. Uno al que todavía le quede algo de fuerza.

Don Juan delineó entonces una extraña estrategia. Yo debía instruir a mi amigo para que hiciera que el hombre lo siguiese o lo esperara en un sitio a donde fuera a ir con su hijo. El hombre, en respuesta a una seña convenida, dada después de cualquier comportamiento objetable por parte del pequeño, de­bía saltar de algún escondite, agarrar al niño y darle una soberana tunda.

—Después de que el hombre lo asuste, tu amigo debe ayudar al niño a recobrar la confianza, en cual­quier forma que pueda. Si sigue este procedimiento tres o cuatro veces, te aseguro que el niño cambiará su sentir con respecto a todo. Cambiará su idea del mundo.

—¿Y si el susto le hace daño?

—El susto nunca daña a nadie. Lo que daña el espíritu es tener siempre encima alguien que te pe­gue y te diga qué hacer y qué no hacer.

—Cuando el niño esté más contenido, debes decir a tu amigo que haga una última cosa por él. Debe hallar el modo de dar con un niño muerto, quizá en un hospital o en el consultorio de un doctor. Debe llevar allí a su hijo y enseñarle el niño muerto. Debe ha­cerlo tocar el cadáver una vez, con la mano izquierda, en cualquier lugar menos en la barriga. Cuando el niño haga eso, quedará renovado. El mundo nunca será ya el mismo para él.

Me di cuenta entonces de que, a través de los años de nuestra relación, don Juan había estado usando conmigo, aunque en una escala diferente, la misma táctica que sugería para el hijo de mi amigo. Le pre­gunté al respecto. Dijo que todo el tiempo había estado tratando de enseñarme a «parar el mundo».

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