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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (27 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Unos jirones pasaron flotando a su alcance. Con la punta del fusil, atrajo algunos hacia sí y los acercó al visor de su traje.

No le cupo duda alguna.

Arriba, en la superficie, alguien regaba el mar con sangre y despojos.

Capítulo 20
La cueva de Morgan «el Sanguinario»

En ese momento, Bond comprendió de inmediato por qué tantos peces barracuda y tiburones acechaban en torno al islote, cómo los mantenían en estado de frenética sed de sangre mediante aquellos banquetes nocturnos; por qué, contrariamente a la razón, los tres hombres devueltos por el mar habían sido devorados por los peces.

Big se había limitado a utilizar las fuerzas del mar para su propia protección. Era una artimaña típica de él: imaginativa, tecnológicamente perfecta y muy fácil de poner en marcha.

En el mismo instante en que Bond se daba cuenta de todo ello, algo le asestó un terrible golpe en un hombro, y una barracuda de nueve kilos retrocedió con goma negra y carne colgándole de las mandíbulas. Bond no experimentó dolor alguno mientras se soltaba de la hélice de cobre y pataleaba con desesperación hacia las rocas; sólo una náusea en el fondo del estómago al pensar en que una parte de sí mismo estaba entre aquellos cien dientes, afilados como navajas. El agua comenzó a filtrarse entre la ajustada goma y su piel. No pasaría mucho tiempo antes de que penetrara por el cuello al interior de la mascarilla.

Estaba a punto de renunciar, y recorrer a toda velocidad los seis metros que lo separaban de la superficie, cuando vio una ancha grieta en las rocas que tenía delante. Junto a la misma yacía, de lado, una gran roca redonda, y de alguna forma logró meterse detrás de ella. Ya a cobijo en la parcial protección que le proporcionaba, se volvió justo a tiempo de ver que la misma barracuda se lanzaba hacia él, con la mandíbula superior abierta en ángulo recto con respecto a la inferior, para asestarle su infame golpe.

Bond disparó casi a ciegas el fusil submarino. Las correas de goma salieron disparadas a lo largo del cañón, y la lengüeta del arpón atravesó al pez por el centro de su mandíbula superior alzada, la atravesó y se detuvo con la mitad del arpón y la línea aún libres.

La barracuda se paró en seco a media carrera, a poco menos de un metro del estómago de Bond. Intentó cerrar las mandíbulas, y a continuación dio una poderosa sacudida con su larga cabeza de reptil. Luego se alejó a toda velocidad, zigzagueando enloquecida, arrebatando el fusil y la línea de las manos de Bond, que sabía que los otros peces estarían sobre la bestia, desgarrándola en pedazos, antes de que hubiese recorrido cien metros.

Dio gracias a Dios por esa distracción. Ahora tenía el hombro rodeado por una nube de sangre. En cuestión de segundos, los demás peces percibirían el olor. Salió del refugio y rodeó la roca con la idea de emerger a cobijo del embarcadero y esconderse, de algún modo, por encima de la superficie del mar hasta que hubiese trazado un plan nuevo.

Entonces vio la cueva que la roca había ocultado.

En realidad era casi una puerta abierta en la base del islote. Si Bond no hubiese estado nadando a toda velocidad para salvar la vida, podría haber entrado por ella caminando. Según estaban las cosas, se zambulló de cabeza a través de la abertura y sólo se detuvo cuando lo separaban varios metros de la relumbrante entrada.

Entonces se puso de pie sobre la suave arena y encendió la linterna. Resultaba concebible que un tiburón entrase tras él, pero en aquel espacio tan reducido le resultaría casi imposible morderlo, dado que tenía la boca situada en la parte inferior del cuerpo. Y, desde luego, no entraría a toda velocidad porque incluso los tiburones tienen miedo de poner en peligro su gruesa piel entre las rocas. Bond tendría oportunidades más que suficientes para asestarle una puñalada con el cuchillo de campaña.

Con la linterna alumbró el techo y los lados de la cueva. Sin duda había sido hecha, o acabada, por la mano del hombre. Bond supuso que la habían excavado hacia el exterior desde algún punto del centro del islote.

«Quedan al menos veinte metros más, hombres», debió de decir Morgan
el Sanguinario
a los capataces esclavos. Entonces, los picos habrían atravesado de repente la roca, y una confusión de brazos, piernas y bocas aullantes, amordazadas para siempre por la entrada del agua, habría sido despedida hacia atrás para reunirse dentro de la cueva con los cadáveres de otros testigos.

La gran piedra de la entrada habría sido colocada allí para sellar la salida por el lado del mar. Era probable que el pescador de Shark Bay que desapareció de manera repentina seis meses antes, la encontrara por casualidad al ser arrastrado por una tormenta o por una ola después de un huracán. Y al entrar encontró el tesoro y comprendió que necesitaría ayuda para disponer de él. Un hombre blanco lo engañaría. Sería mejor recurrir al gran gángster negro de Harlem y llegar con él a los mejores términos posibles. El oro pertenecía a los hombres negros que habían muerto para ocultarlo. Debía regresar a manos de los hombres negros.

Allí, de pie, meciéndose en la ligera corriente del túnel, Bond supuso que otro bloque de cemento habría caído aquel día al barro del fondo del río Harlem.

Y en ese momento oyó los tambores.

Cuando se encontraba entre los peces, había oído un suave tronar dentro del agua, que aumentó al entrar en la cueva. Pero en un principio pensó que eran las olas que rompían en la base del islote; de todas formas, había tenido otras cosas en qué pensar.

Sin embargo, ahora distinguía un ritmo definido, y el sonido tronaba y aumentaba a su alrededor como un rugido amortiguado, como si se encontrase encerrado dentro de un enorme tambor. El agua parecía temblar con él. Bond adivinó su doble propósito. Era un gran reclamo de peces usado —cuando había intrusos por las inmediaciones— para atraer y poner más frenéticos a los animales. Quarrel le había contado que los pescadores golpean por la noche los flancos de sus canoas con el canalete para despertar y atraer a los peces. Aquello debía basarse en la misma idea. Y a la par sería el siniestro vudú que advertiría a la gente de la orilla, advertencia que resultaba doblemente eficaz cuando un cadáver era devuelto por el mar al día siguiente.

Otro de los refinamientos de Big, pensó Bond. Otra brillante muestra de las capacidades de aquella mente extraordinaria.

Bueno, al menos ahora sabía dónde se encontraba. Los tambores significaban que habían detectado su presencia. ¿Qué pensarían Strangways y Quarrel al oírlos? Tendrían que permanecer sentados y sudar. Bond había deducido que los tambores eran alguna especie de truco, y les hizo prometer que no intervendrían, a menos que el
Secatur
zarpara sano y salvo. Eso significaría que todos los planes de Bond habían fracasado. Por ello explicó a Strangways dónde ocultaba el oro, y tendrían que interceptar al barco en alta mar.

Ahora el enemigo estaba alertado, pero ignoraba su identidad y el hecho de que aún estaba vivo. Tendría que continuar adelante, aunque sólo fuese para impedir a toda costa que Solitaire zarpara en la embarcación condenada.

Bond miró su reloj. Eran las doce y media de la noche. Por lo que a él respectaba, podría haber pasado una semana desde que inició su viaje a través de aquel mar de peligros.

Palpó la Beretta que llevaba bajo el traje de goma y se preguntó si la habría inutilizado el agua que había penetrado por el agujero hecho por los dientes de la barracuda.

A continuación, con el rugido de los tambores haciéndose más audible a cada paso, continuó avanzando hacia el interior de la cueva mientras su linterna proyectaba un diminuto punto de luz ante él.

Había recorrido unos diez metros cuando un débil resplandor se hizo visible en el agua, más adelante. Apagó la linterna y se encaminó hacia allí con precaución. El arenoso suelo de la cueva comenzó a ascender, y con cada metro recorrido la luz se hacía más brillante. Vio docenas de peces pequeños que jugaban en torno a él, y por delante el agua parecía llena de ellos, atraídos a la cueva por la luz. Había cangrejos que se asomaban a mirarlo desde las grietas de la roca, y un pulpo bebé se aplanó contra el techo, convirtiéndose en una estrella fosforescente.

Bond distinguió el final de la cueva y, más allá, una amplia laguna brillante, cuyo fondo de arena blanca brillaba como la luz del día. El latir de los tambores era muy sonoro. Se detuvo en la sombra de la entrada y vio que la superficie quedaba a apenas unos centímetros por encima de él, y que la laguna estaba iluminada por focos.

Bond se encontraba en un dilema. Si daba un solo paso más, quedaría a la vista de cualquiera que estuviese mirando hacia el fondo de la laguna. Mientras permanecía allí, debatiendo consigo mismo, se sintió horrorizado al ver una nube roja de sangre que se propagaba más allá de la entrada y que salía de su hombro. Había olvidado la herida, pero ahora comenzó a latirle, y cuando movió el brazo, una punzada de dolor bajó por él. También estaba la fina columna de burbujas de los tanques de aire, aunque confiaba en que ascendieran y estallaran, inadvertidas, en la boca de la entrada.

Incluso en el momento en que se retiraba unos cuantos centímetros hacia el interior del túnel, su suerte estaba echada.

Oyó el ruido de algo que rompía la superficie, y dos negros, desnudos excepto por las gafas de cristal que les cubrían el rostro, se echaron sobre él con largos cuchillos esgrimidos como lanzas en la mano izquierda.

Antes de que Bond tuviera tiempo de llevarse la mano al arma blanca que tenía sujeta al cinturón, sus dos atacantes lo habían aferrado por ambos brazos y lo subían hacia la superficie.

Desesperanzado, impotente, Bond se dejó sacar de la laguna a una zona de arena plana. Lo pusieron bruscamente de pie y rasgaron las cremalleras de su traje de goma. Le arrancaron la capucha y la pistolera de los hombros, y de pronto se encontró entre los restos de aquella segunda piel negra, como una serpiente desollada, vestido sólo con el breve calzón de baño. La sangre manaba por el agujero dentado de su hombro izquierdo.

Cuando le quitaron la capucha, Bond quedó casi ensordecido por el atronador resonar y repiquetear de los tambores. El sonido reverberaba dentro y alrededor de él. El apresurado ritmo sincopado galopaba y latía en su sangre. Parecía lo bastante poderoso para despertar a toda Jamaica. Bond hizo una mueca y aisló sus sentidos para defenderlos de la tormenta de ruido que lo abofeteaba. Entonces sus guardianes hicieron que se volviera y se halló ante una escena tan extraordinaria que el ruido de los tambores disminuyó y toda su consciencia se concentró en aquello que sus ojos contemplaban.

En primer término, ante una mesa de cartas cubierta por un tapete verde y cargada de papeles en desorden, en una silla plegable, Big, con un bolígrafo en la mano, lo miraba sin curiosidad. Un señor Big que llevaba un bien cortado traje tropical color cervato, con camisa blanca y corbata negra de punto de seda. El ancho mentón descansaba sobre la mano izquierda, y miraba a Bond como si, cuando trabajaba en su oficina, hubiese sido molestado por un miembro del personal para pedir un aumento salarial. Su expresión era cortés y algo aburrida.

A unos pocos pasos de él, siniestra e incongruente, la efigie de cuervo del barón Samedi, erecta sobre la roca, dirigía su bostezante rostro hacia Bond desde debajo del sombrero hongo.

Big se quitó la mano de debajo del mentón, y sus grandes ojos dorados lo miraron de arriba abajo.

—Buenos días, señor Bond —dijo al fin, sobreponiendo su inexpresiva voz al agonizante crescendo de los tambores—. La mosca ha tardado realmente mucho en llegar hasta la araña, o tal vez debería decir «el pececillo hasta la ballena». Dejó usted una bonita senda de burbujas desde que abandonó el arrecife.

Se recostó en la silla y guardó silencio. Los tambores latían y resonaban con lentitud.

Así que había sido la lucha con el pulpo lo que había denunciado su presencia. La mente de Bond registró aquel hecho de forma automática, mientras su mirada se dirigía hasta más allá del hombre sentado ante la mesa.

Se encontraba en una cámara de roca tan grande como una iglesia. La mitad del suelo estaba ocupada por la transparente laguna blanca de la que él había salido, y que iba de un tono aguamarina hasta el azul oscuro cerca del negro agujero de la entrada submarina. Luego estaba la estrecha franja de arena donde él se encontraba, y el resto era suave roca plana salpicada por algunas estalagmitas grises y blancas.

A poca distancia detrás de Big, unos empinados escalones ascendían hacia el abovedado techo del que pendían cortas estalactitas de caliza. De sus blancas puntas, gotas de agua intermitentes caían al interior de la laguna o sobre las puntas de las estalagmitas jóvenes que se elevaban hacia ellas desde el suelo.

Una docena de luces de arco sujetas a lo alto de las paredes arrancaban reflejos dorados del pecho desnudo de unos cuantos negros que se encontraban de pie a su izquierda, y que lo observaban y ponían los ojos en blanco, enseñando los dientes en crueles sonrisas de deleite.

Rodeando los pies negros y rosados de los hombres, en medio de restos de maderas rotas, aros de hierro oxidados, correas de cuero mohosas y lona en proceso de desintegración, había un resplandeciente mar de monedas de oro: metros, pilas, cascadas de redondas monedas de oro de entre las cuales se alzaban las piernas negras como si se hubiesen detenido a medio camino cuando atravesaban una hoguera.

Junto a ellas se apilaban, hilera tras hilera, montones de sencillas bandejas de madera. Había algunas en el suelo que estaban casi llenas de monedas, y al pie de la escalera un negro se había detenido cuando comenzaba a ascender, llevando una de las bandejas en las manos —cubierta de monedas colocadas en cuatro hileras cilindricas—, que sujetaba separada del cuerpo como si pretendiera venderlas.

Más a la izquierda, en un rincón de la cámara, había dos negros que se encontraban junto a un panzudo calderón suspendido sobre tres siseantes lámparas de soldar, cuyo fondo estaba al rojo vivo. En las manos tenían espumaderas de hierro, y éstas se hallaban recubiertas de oro hasta la mitad de sus largos mangos. A un lado, Bond vio un enorme montón de objetos de oro, fuentes, retablos, recipientes para beber, cruces y una pila de lingotes de varios tamaños. A lo largo de la pared, cerca de ellos, había ordenadas hileras de bandejas de enfriamiento cuyas superficies segmentadas brillaban con el metal amarillo. Cerca del caldero se veía una bandeja vacía en el suelo y un largo cucharón con el mango envuelto en tela.

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