Volver a verte (6 page)

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Authors: Marc Levy

BOOK: Volver a verte
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—Yo tenía treinta y ocho años y él cinco menos, o quizá diez. A mi edad, empieza a fallar la memoria cuando conviene. Era un cubano sublime. Bailaba como un dios y era bastante más despierto que este
Jack Russell
, puedes creerme.

—La creo de todo corazón —dijo Arthur, tirando de la correa del perrito, que frenaba con las cuatro patas su avance por el pasillo.

— ¡Ay, La Habana! —suspiró la señora Morrison, volviendo a cerrar su puerta.

Arthur y
Pablo
bajaron por Fillmore Street. El perro se detuvo al pie de un álamo. Por algún motivo que se le escapaba, el árbol despertó de pronto un vivo interés en el animal. Arthur se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en un muro, dejando que
Pablo
disfrutara de uno de sus raros momentos de vigilia. Entonces el teléfono móvil vibró en el bolsillo y descolgó.

— ¿Qué tal la velada? —preguntó Paul.

—Excelente.

— ¿Qué estás haciendo?

—Oye, Paul, ¿cuánto tiempo puede quedarse un perro olisqueando la base de un árbol?

—Voy a colgar —contestó Paul, perplejo—, y me voy a la cama rápidamente antes de que me hagas otra pregunta.

A dos edificios de distancia, en el último piso de una casita victoriana que daba a Green Street, se apagó la luz del dormitorio de una joven neurocirujana.

Capítulo 5

E
l despertador de la mesilla de noche arrancó a Lauren de un sueño tan profundo que le resultó doloroso abrir los ojos. El cansancio acumulado a lo largo de aquel año la sumergía, algunas mañanas, en el humor gris de las primeras horas del día. Todavía no eran las siete cuando dejó el Triumph en el aparcamiento del hospital. Diez minutos más tarde, abandonó la planta baja de Urgencias y se presentó en la habitación 307. Un monito descansaba bajo el cuello protector de una jirafa. Un poco más allá, un osito blanco velaba por ellos. Los animales de Marcia aún estaban durmiendo en la repisa de la ventana. Lauren miró los dibujos colgados en la pared, unos dibujos muy hábiles para ser de una niña que desde hacía meses sólo veía de memoria.

Lauren se sentó en la cama y acarició la frente de Marcia, que se despertó.

—Cu cu —dijo Lauren—. Hoy es el gran día.

—Aún no —contestó Marcia, levantando los párpados—. De momento aún es de noche.

—No por mucho tiempo, cariño, no por mucho tiempo. Enseguida vendrán a buscarte y te prepararán.

—¿Te quedas conmigo? —preguntó Marcia, inquieta.

—Yo también tengo que ir a prepararme, nos encontraremos en la entrada del quirófano.

—¿Eres tú quien va a operarme?

—Yo ayudaré al profesor Fernstein, el de la voz muy grave, como tú dices.

—¿Tienes miedo? —quiso saber la pequeña.

—Te me has adelantado: iba a hacerte la misma pregunta.

La niña dijo que ella no tenía miedo, pues confiaba.

—Ahora me voy arriba, nos veremos enseguida.

—Esta noche habré ganado mi apuesta.

—¿Qué has apostado?

—Adiviné el color de tus ojos y lo escribí en un papel; está doblado en el cajón de mi mesilla de noche, lo abriremos las dos juntas después de la operación.

—Te lo prometo —dijo Lauren mientras se iba.

Marcia se agachó, ignorando totalmente la presencia de Lauren, que permanecía en el umbral de la puerta mirándola en silencio, y se deslizó debajo de la cama.

—Sé muy bien que estás escondido en alguna parte, pero no hay ningún motivo para tener miedo —dijo la pequeña. Su mano palpaba el suelo, en busca de un peluche. Sus dedos rozaron el pelaje del mochuelo y lo colocó frente a ella.

—Tienes que salir de aquí, no hay ningún motivo para temer la luz —dijo—. Si confías en mí, yo te enseñaré los colores; confías en mí, ¿verdad? A cada uno le llega su turno, ¿crees que a mí no me daba miedo la oscuridad? Es difícil describir la luz del día, ¿sabes? Es bonito y ya está. Yo prefiero el verde, pero el rojo también me gusta mucho, los colores tienen olores, así es como se los reconoce; espera, no te muevas, te lo voy a enseñar.

La pequeña salió de su escondite y se dirigió lo mejor que pudo a la mesita de noche. Cogió un platito y un vaso que tenía escondidos allí. Una vez instalada de nuevo debajo del somier, le mostró orgullosamente una fresa y dijo, con voz resuelta:

—Este es el rojo, y éste es el verde —añadió, avanzando el vaso con menta.

—¿Ves qué bien huelen los colores? Si quieres, puedes probarlos; a mí no me dejan, es por la operación: debo tener el estómago vacío.

Lauren avanzó hacia la cama.

—¿Con quién estás hablando? —le preguntó a Marcia.

—Ya sabía que estabas ahí. Estoy hablando con un amigo, pero no te lo puedo enseñar: se esconde todo el tiempo porque le da miedo la luz y las personas también.

—¿Cómo se llama?


¡Emilio!
Pero tú no puedes oír lo que dice.

—¿Por qué?

—No lo puedes entender.

Lauren se arrodilló.

—¿Puedo venir debajo de la cama contigo?

—Si no te da miedo la oscuridad...

La pequeña se apartó y dejó que Lauren se metiera debajo del somier.

—¿Puedo llevármelo ahí arriba?

—No; es un reglamento estúpido, pero no se admiten animales en las salas de operaciones; aunque eso cambiará algún día, no te preocupes.

El día se anunciaba radiante y Arthur prefirió caminar hasta el estudio de arquitectura de Jackson Street. Paul lo esperaba en la calle.

—¿Y bien? —le preguntó, al tiempo que su rostro risueño aparecía por la puerta entreabierta.

—¿Y bien, qué? —contestó Arthur, pulsando el botón de la máquina de café.

—¿Cuánto rato le llevó al perro?

—¡Veinte minutos!

—¡Qué envidia me dan tus veladas, colega! Hablé por teléfono con nuestras amigas de Carmel, han vuelto y están dispuestas a cenar con nosotros esta noche. Tráete al chucho si te da miedo aburrirte.

Paul dio unos golpecitos en la esfera de su reloj; era hora de irse. Tenían una cita en el estudio con un cliente importante.

Lauren entró en la cabina de esterilización. Con los brazos extendidos, se puso la bata que le presentaba una enfermera. Una vez pasadas las mangas, se ató los cordones a la espalda y avanzó hacia la pila de acero. Nerviosa, la joven neurocirujana se lavó minuciosamente las manos. Después de secárselas, la enfermera le roció las palmas con talco y abrió unos guantes estériles que Lauren se puso enseguida. Con el casquete azul claro en la cabeza y la mascarilla en la boca, respiró hondo y entró en el quirófano.

Detrás del panel de control, Adam Peterson, especialista en neuroimagen funcional, controlaba el buen funcionamiento del ecógrafo preoperatorio. Las imágenes de IRM del cerebro de Marcia ya estaban en el aparato. Comparándolas con las que se fueran haciendo en tiempo real con el ecógrafo, el ordenador podría establecer con precisión la porción de tumor a extirpar en el curso de la operación.

Durante el proceso, el ecógrafo de Adam entregaría nuevas imágenes, revisadas, del cerebro de la pequeña. El profesor Fernstein entró unos minutos después, acompañado por su colega, el doctor Richard Lalonde, que se había desplazado desde Montreal.

El doctor Lalonde saludó al equipo, se instaló detrás del aparato de neuronavegación y cogió las dos asas. Sabiamente manipulados por el cirujano, los brazos mecánicos conectados al ordenador principal cortarían al milímetro la masa tumoral. A lo largo de toda la intervención, la precisión quirúrgica sería esencial. Una desviación ínfima en la trayectoria podía privar a Marcia del habla o de la capacidad de deambulación. Y, al revés, un exceso de prudencia haría inútil la operación. Silenciosa y concentrada, Lauren recordaba cada detalle del procedimiento que no tardaría en empezar y para el que llevaba varias semanas preparándose.

La camilla con Marcia llegó por fin al quirófano. Las enfermeras la trasladaron con sumo cuidado a la mesa de operaciones y colgaron de una pértiga la bolsa del gotero que llevaba en la vena del brazo.

Norma, la más veterana de las enfermeras del hospital, le explicó a Marcia que acababa de adoptar a un cachorro de panda.

—¿Y cómo se lo ha traído aquí? ¿Está permitido? —preguntó la niña.

—No —contestó Norma, riéndose—. Se va a quedar en su casa, en China, pero nosotros hacemos donaciones para que lo cuiden hasta que puedan destetarle.

Norma añadió que aún no había encontrado un nombre para el animal; ¿qué nombre había que ponerle a un panda? Mientras la pequeña reflexionaba sobre la pregunta, Norma conectó al electrocardiógrafo los parches que llevaba adheridos al tórax, y el anestesista le pinchó el índice con una aguja minúscula. Esta sonda le permitiría controlar en tiempo real la saturación de los gases sanguíneos. Aplicó una inyección a la bolsa del gotero y le aseguró a Marcia que podría pensar en el nombre del panda después de la operación: ahora tenía que contar hasta diez. El anestésico descendió a lo largo del catéter y penetró en la vena. Marcia se durmió entre el dos y el tres. El anestesista comprobó de inmediato las constantes vitales en los diferentes monitores. Norma ajustó un aro a la frente de Marcia con el fin de evitar cualquier movimiento de la cabeza.

Como si fuera un experimentado director de orquesta, el profesor Fernstein echó un rápido vistazo a todo su equipo. Desde su puesto, cada uno de los miembros contestó que estaba listo. Fernstein dio la señal al doctor Lalonde y éste empezó a manipular las asas del aparato de neuronavegación, bajo la mirada atenta de Lauren.

La incisión inicial se practicó a las 9 h. y 27 minutos. Acababa de empezar un viaje de doce horas a las regiones más profundas del cerebro de una niña.

El proyecto de Arthur y Paul complació, al parecer, a sus clientes. Los directores del consorcio por el que concursaban para la creación de una nueva sede social se habían reunido alrededor de la gran mesa de caoba de la sala de juntas. Después de que Arthur se pasara la mañana detallando las perspectivas del futuro vestíbulo, de los espacios de reunión y de las zonas comunes, Paul tomó el relevo a mediodía para comentar los dibujos y los cuadros que se proyectaban en una pantalla a su espalda. Cuando el reloj de pared de la sala marcó las cuatro de la tarde, el presidente de la sesión agradeció a los dos arquitectos el trabajo que habían realizado. Los miembros del directorio se reunirían antes del fin de semana para decidir cuál de los dos proyectos finalistas obtendría el contrato.

Arthur y Paul se levantaron y saludaron a sus anfitriones antes de marcharse. En el ascensor, Paul bostezó largo rato.

—Creo que nos ha salido bien, ¿no?

—Seguramente —contestó Arthur en voz baja.

—¿Te preocupa algo? —le preguntó su amigo.

—¿Crees que en Macy's venderán correas extensibles?

Paul levantó los ojos y los brazos al cielo. La campanilla sonó y las puertas de la cabina se abrieron en el sótano tercero del aparcamiento.

Antes de sentarse al volante, Paul hizo algunas flexiones.

—Estoy hecho polvo —dijo—. Los días como éste son demasiado agotadores.

Arthur entró en el coche sin hacer ningún comentario.

El ritmo cardiaco de Marcia era estable. Fernstein pidió un incremento progresivo de anestesia. Una segunda serie de ecografías confirmó que la extirpación seguía su curso normal. Milímetro a milímetro, los brazos electrónicos, manipulados por el doctor Lalonde, cortaban el tumor situado en el lóbulo occipital del cerebro de la niña e iban remontando capas hacia la superficie. Transcurridas cuatro horas, el médico levantó la cabeza.

—¡Relevo! —pidió el cirujano, cuyos ojos habían alcanzado el umbral límite de la fatiga.

Fernstein le hizo una seña a Lauren para que se sentara ante el aparato. La joven tuvo un instante de vacilación, pero halló las fuerzas que le faltaban en la mirada tranquilizadora de su profesor. Había repetido esos gestos mil veces en simulaciones, pero hoy una vida dependía de su actuación.

En cuanto se puso al mando, los nervios desaparecieron. Estaba radiante porque con el extremo de aquellas pinzas la joven acariciaba un sueño.

Las manejaba a la perfección y con una habilidad absoluta. El equipo observaba su actuación y Norma leyó en la mirada del profesor lo orgulloso que se sentía de su alumna.

Lauren operó sin descanso durante tres horas. Cuando ya deseaba que la reemplazaran, el ordenador indicó que la extirpación estaba realizada en un setenta y seis por ciento. Lalonde volvió a su sitio y, con un guiño, felicitó a su joven colega.

—Te dejo en el despacho y me voy a casa volando.

—Déjame en Union Square, que tengo que comprar una cosa.

—¿Se puede saber por qué quieres comprar una correa si no tienes perro?

—¡Es para una amiga!

—Dime una cosa: ¿tiene perro, al menos?

—Tiene setenta y nueve años, por si eso te tranquiliza.

—La verdad es que no mucho —suspiró Paul mientras paraba junto a la acera delante de los grandes almacenes Macy's.

—¿Dónde quedamos para cenar? —preguntó Arthur, al bajar del coche.

—En Cliff House a las ocho. Haz un esfuerzo, porque la última vez no te significaste por tu buena educación. Tienes una segunda oportunidad para dar buena impresión. Procura no meter la pata.

Arthur miró cómo se alejaba el cabriolé, echó un vistazo al escaparate y entró por la puerta giratoria de los grandes almacenes.

El anestesista señaló la inflexión del trazo en el monitor. Comprobó de inmediato la saturación sanguínea. El equipo observó el cambio que acababa de operarse en los rasgos del médico. Su instinto le había puesto en guardia.

—¿Hemorragia? —preguntó.

—De momento no aparece en la imagen —dijo Fernstein, inclinándose hacia el monitor del doctor Peterson.

—¡Algo no marcha bien! —afirmó el anestesista.

—Haré otra eco —replicó el especialista encargado de la imagen.

La atmósfera serena que reinaba en el quirófano desapareció repentinamente.

—¡Se viene abajo! —replicó con sequedad el doctor Cobbler, aumentando el flujo de oxígeno.

Lauren se sintió impotente. Miró a Fernstein y comprendió por la expresión del profesor que el momento era crítico.

—Cójale la mano —le murmuró el médico.

—¿Qué hacemos? —le preguntó Lalonde a Fernstein.

—¡Continuamos! Adam, ¿qué dice la ecografía?

—Poca cosa por ahora —contestó el médico.

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