Y punto (10 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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—¿Clara? —pregunta confundido—. ¿Qué demonios haces?

Ella levanta los ojos y lo mira en silencio por entre las guedejas con gesto ausente, y él, de pronto, abandona la sorpresa para pasar a la ansiedad y la preocupación: se agacha y le sujeta el mentón con una mano.

—¿Estás bien? —pregunta sin respiración.

—Me he olvidado las llaves. La compra se ha descongelado.

Ramón ya no es el marido preocupado de antes. Se levanta y empieza a gritar preso de uno de sus mundialmente famosos accesos de rabia.

—¡Cómo que te has olvidado las llaves! ¡No puede ser!

Pausa para coger aire con el que mejor y más temiblemente vocear.

—¿Y tú tienes un trabajo?, ¿una casa?, ¿responsabilidades? —con las manos en los costados aprieta los puños—. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Qué susto me has dado! ¡Un día de éstos te olvidas de levantarte por la mañana! Ahora la comida perdida, las tareas sin hacer y tú aquí como un pasmarote ¿cuánto?, ¿una hora, dos horas, tres…? Cualquiera te da a ti una responsabilidad, menudo modo de malgastar el tiempo y el dinero. Y lo has dejado todo perdido, no sé si te habrás dado cuenta, el suelo encharcado y yo como un idiota poniendo a parir a la vecina cuando resulta que eras tú la responsable de este desaguisado. Eres un desastre.

Y se enfurece y enrojece en décimas de segundo, y bracea en el aire y patalea sobre el charco del suelo y le salen chispas por los ojos y resopla como un toro y la lengua se le llena de veneno.

—¿No dices nada? ¡Di algo, coño, dame una razón!

Pero ella sigue en silencio.

—¡Es que no se puede contar contigo para nada! Para una sola cosa que tenías que hacer, sólo una, la puta compra, y vas y te olvidas las llaves. Todo a la basura. Yo currando como un cabrón, deseando salir para venir aquí y cenar tranquilo por una vez y mira qué me encuentro. No se te puede dejar sola. Tienes un despiste encima que no es normal. Yo no sé en qué mundo vives. ¿Dónde estabas?, ¿en las nubes? Nada, lo que digo: no se puede contar contigo.

Y pasa junto a ella sin mirarla y recoge las llaves que había tirado con furia y decidido abre la puerta del piso y entra. Clara sigue sentada, con la cabeza siempre rendida, las manos aún quietas y muertas, la espalda vencida todavía refugiada en la pared. Y no se mueve.

Así sigue un minuto. Tal vez dos…

Ramón sale. Ha dejado la chaqueta y el maletín dentro. En mangas de camisa y con el motor que le proporcionan la ira y el cabreo, comienza a meter las bolsas en la casa. Entra y sale sin descanso y en unos cuantos viajes ya está todo en la cocina. Pero Clara no se mueve de su sitio.

Al cabo de un rato vuelve a salir y, aunque sigue furioso, no parece tan frenético como antes.

—¿Y tú qué haces ahí? —la increpa—, ¿por qué no entras de una maldita vez?

Ella no responde ni le mira.

—¿Te has quedado muda o qué?

Ni una palabra, ni un gesto.

—No me hagas comedia, Clara —dice con impaciencia—. Tampoco ha sido para tanto, ni que fueras de mantequilla. Mira que eres sensible, te tomas la más mínima chorrada tan a pecho…

Nada.

—¿Clara?

Y se da cuenta de que cada vez hay más agua en el suelo.

—Clara, mírame —y se pone serio.

No lo hace.

—Clara… —y se acerca a ella, se agacha, se pone a su altura y le aparta los mechones de la cara para ver los ojos llorando a mares en silencio.

»No te pongas así, no me llores, si no era para tanto, mira, si ya se me ha pasado, ya me olvidé, ya estoy de buenas, ¿ves? Es que el genio me puede, no me controlo. Pero luego se me olvida en un minuto, como siempre.


—Clara, para. Por favor. Ya sé que no soportas que te grite, lo sé. Te juro que intento no hacerlo… Clara, para de llorar, ven, vamos a dentro, ¿no te importa que esté la idiota de la vecina mirando por la mirilla?


—Clara… Dime algo, para de llorar, por favor. Has tenido un día difícil, siento haberlo olvidado. Y lo de las llaves no tenía importancia, ya ni me acuerdo de eso ni de por qué me puse así. Y reconozco que he sido injusto contigo, que en el tiempo que llevamos juntos es la primera vez que te las olvidas. Te reconozco lo que quieras, pero para de llorar.

—Es que no puedo —hipa entre sollozos.

—Vale, bueno, no importa —y la abraza protector—. Pues entramos y te tomas un vaso de agua, ¿sí? —y le habla como quien consuela a una niña pequeña que se ha raspado la rodilla después de que se le haya ido la mano a la hora de la regañina.

—No —se empecina ella.

—Bueno, pues yo también me quedo, ¿ves? Me siento aquí contigo, espero a que te calmes, y me explicas qué ha ocurrido, a qué viene esta llantina si siempre me ignoras cuando me pongo en plan rabia babosa y no me haces ni caso aunque eche espuma por los oídos. Por lo de las llaves no ha sido, ¿a que no?

—Sí —responde hipando.

—¿Pero por qué? ¿Llevabas mucho rato esperando?

—Me sentía como una yonqui tirada en el suelo. Tan sucia, tan sola, tan…

—Pero si no lo estás, tonta, si ha sido un descuido sin importancia. Además, se te ponen unos ojos preciosos cuando lloras. Estás guapísima.

—¡No! —y protesta y se revuelve con inusitada energía—. Es muy importante, mucho más de lo que parece, lo que pasa es que tú no lo entiendes: un día como hoy se me olvidan las llaves, mañana el monedero y cualquier día me olvido de engrasar la pistola, de cargarla, de quitarle el seguro al ir a disparar… —y no puede seguir hablando porque ya vuelve a llorar.

—Venga, no te pongas dramática. No va a suceder nada de eso. Lo sabes. Las cosas importantes no se te olvidan. Sólo tienes que tener confianza en ti misma, no te la irá a quitar un cretino como Carahuevo con una tontería como la de hoy. ¿O sí? No me digas que todo viene por eso.

—No, pero es que se ha muerto el Culebra y he tenido que ir al levantamiento, porque como antes de morir me llamó a mí, y era tan desolador…

—¡Pues estupendo, mi vida! ¡Por fin te dan un homicidio!

—Sí, pero lo investigaré con alguien.

—¿Es porque te han puesto un compañero? Bueno, es normal, siempre los has tenido, tampoco vas a llevarlo tú sola al principio… ¿Con quién te emparejan?, ¿con Santi?, ¿con Nacho?

—No, no es de comisaría. Antes de venir aquí pasé por allí y me lo comunicaron. Es un investigador de Homicidios, lo han trasladado provisionalmente porque el Culebra era un confidente y nos dio un soplo antes de morir.

—Qué quieres que te diga, es lógico, los de Homicidios están para este tipo de casos, aunque sean unos estirados. ¿Lo conoces?, ¿quién es?

—Se llama Carlos.

—¿Carlos?, ¿Carlos qué?

Y ahora por fin lo mira, sentado junto a ella en el suelo, el pantalón de lino perfectamente planchado sobre el charco de lágrimas, para decirle muy seria, muy triste, muy preocupada.

—Ya lo sabes, Ramón, no me mires así, es
ese
Carlos. Carlos París.

VI

Lo miro y me acuerdo de todos esos años, de cada segundo, del frío y de la risa, de la soledad y el miedo, de la angustia y los nervios por verlo y no verlo y recuerdo también a Titania en escena con sus hadas y sus flores exclamando aterrorizada al despertar de su sueño, una noche de verano: «¡Qué aparición he visto tan extraña!, se me antojaba estar de un burro enamorada».

Pero no se lo digo, no le digo que no sé cómo pude, que no sé tampoco cómo era entonces, que sólo sé cómo soy ahora, y me asombro. Y ni presentación ni hola qué tal ni gritos ni pamplinoplas. Sólo reproches.

—Quise olvidarte, y he podido. ¿A qué vienes ahora a mi vida?

Él la contempla desde arriba con sus fríos ojos grises, con sus afilados ojos grises, con sus transparentes, puros, con sus putos ojos grises, con sus inexpresivos ojos grises que durante un tiempo, ilusa, creí conocer, y no contesta. Pasa por delante, siempre por delante de mí, cómo no, los perfectos e intactos primero, y desde la puerta del despacho se digna a volverse para decir sin mirarme con voz como sus ojos, metálica e impersonal:

—Oigamos esa llamada.

Ante la demanda, más bien la orden del nuevo compañero recién llegado, Clara se encoge de hombros y pone la cinta en el magnetófono para que emerja el recuerdo del Culebra en la última noche en que le habló.

Se oyen monedas caer, y coches de fondo, y voces que susurran a lo lejos, que danzan en el aire como el aliento de los muertos, y se huele que es tarde y otoño en ecos abandonados como los muelles en el alba…

Oye… ¿estás ahí?

Pausa.

Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo.

Pausa más larga.

Pues no, no debe de estar.

Pausa durante la que espera en vano.

Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar…

Pausa para improvisar el recado.

Oye, gata, que tengo que verte mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?

No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio.

Pausa para empezar a suplicar mientras se escucha un tintineo de fondo tras el sonido de los supersónicos vehículos que pasan, de los aviones plateados que todo lo sobrevuelan, de los grillos despistados que todavía suspiran.

Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides.

Pausa como para irse yendo.

Que no tardo nada y voy.

Y como si faltase algo quizá por aclarar en su lógica de suma y resta, una vez más, la última, regresa de nuevo para recordarle.

Ahora no, luego.

Y la larga pausa final abre la despedida sobre la marcha.

Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Sobre mi corazón llueven frías corolas, mis ojos se deshojan en lágrimas que no brotan para despedir al Culebra, que no está, y éste, que sí está, me observa desde la cueva de náufragos tristes y olvidados que fue nuestro pasado y no siento nada. Compartimos tantos años, casi crecimos juntos, y cualquiera diría que nunca nos amamos. Pero lo amé, y no siento nada cuando lo miro, sólo una fría curiosidad que me advierte con sorpresa de mi vacío, y me da vergüenza mirarlo porque no quiero que vea en mi rostro esta compasión por lo que fuimos y se perdió, esta ausencia de un dolor que no siento, este pasado que parece que nunca fue.

Aunque qué tontería, vaya una idiotez. Si no le importa, si le da igual, si no siente nada, si no me percibe ni existo en sus ojos, si no se entera más que de cómo se supone que debe sentirse él, sólo él y no yo. Nunca yo. Como siempre.

—¿Y éste era el mensaje tan importante? —pregunta con apático desdén.

—Eso mismo digo yo. Si no fuera porque murió precisamente esa noche el asunto no tendría mayor importancia.

—Coincido contigo —oh, dios mío, me voy a desmayar, por fin le oigo darle la razón a alguien ¡y ese alguien soy yo!—. En esa cinta no hay nada.

—Puede, lo que pasa es que después de colgar parece que se fue directamente a palmarla. Además, no sé a ti, pero a mí nunca me ha llamado un confidente a casa, y menos él, que en los últimos tiempos sólo se ocupaba de sus necesidades más básicas y pasaba de lo que ocurriese a su alrededor. Eso, creo, cambia las cosas.

—O no. A lo mejor su muerte no altera los hechos, a lo mejor todo es un cúmulo de coincidencias y su sobredosis un accidente y no hay caso.

Sí, lo que tú digas. Y punto. El Oráculo ha hablado, por fin el gran genio se manifestó. No hay nada más que decir. La última palabra, la más importante, como siempre, la suya. Y le odio, le odio. Le odio. Me saca de quicio esa superioridad que ni se molesta en ocultar dando siempre por hecho que es mejor. Y hay que joderse, porque precisamente en esta historia él sí es el entendido, «el de Homicidios», el que se supone que sabe de estas cosas. O no, qué leches. Yo trabajo en este barrio hace años, yo sé cómo funciona y quién vive en él y trapichea, yo conocía al Culebra y recibí su llamada, yo me huelo algo raro en esto. Él, como siempre, ni se entera por mucho que en teoría sepa. Y, por añadidura, si dice que no hay nada extraño en esta historia, no sé qué pinta aquí. Y asiente firmemente con la cabeza como para darse la razón, para convencerse de que está a la altura y no amilanarse y, deseosa de puntualizar, de añadir una frase inteligente y cortante que lo ponga en su sitio y le obligue a darse cuenta de que ya no es la dócil, la tonta de antes, la que siempre se callaba aunque tuviera algo mejor que decir, alza la cabeza decidida a romper a hablar. Sin embargo algo la paraliza: ha pasado demasiado tiempo, ya no sabe cómo llamarle.

¿Carlos, Carlos París, París a secas?… ¿Cómo demonios me dirijo a él? Cuando le conocí era Carlos; luego, cuando aún me enternecía, Carliños; más tarde fue «ése» y al final, con el tiempo y la distancia y las cenizas ya frías, París, sólo París que nunca me quedará. Pero ahora lo veo otra vez, tras tantas guerras y vuelos, cuando ya alzaron las alas los pájaros que anidaron en su imagen, cuando ya ni me duele ni me molesta toparme con sus fotos, ahora que me da igual y en mi pecho canta un amor nuevo, ¿cómo le llamo?

Y normal, demasiado normal, hirientemente normal, ni fría ni dolida ni doliente ni distante, alza los ojos hacia él, que se ha levantado, y le espeta:

—Oye, ¿no quieres volver a oírla?, a lo mejor captas algún detalle que a nosotros nos pasa desapercibido. Al fin y al cabo tú eres el experto.

París se lo piensa, asiente, vuelve a sentarse y aprieta el botón de rebobinado. Apenas el Culebra comienza a hablar, para la grabación y pregunta:

—Así que Ramón. ¿Qué es? ¿Tu compañero?, ¿tu novio? —y lo dice como quien no quiere la cosa, casi amistosamente, con la práctica tan ensayada del poli bueno que en un interrogatorio fuerza la confidencia. Buen intento, lástima que no vaya a picar, me conozco este juego de carrerilla, y también lo conozco a él.

—Es mi marido. Creía que lo sabías —corta, hierática y ausente.

—No —y no puede evitar un cierto resquemor de macho humillado en la ronca voz—. No me dijiste nada.

—Ya —qué bien, reconvenciones a estas alturas, y resentimientos, y cosas que nunca te dije y quizás alguna que otra recriminación que se quedó en el tintero, o bajo la lengua, o aletargada en el corazón. Conversaciones aplazadas que no, que no quiero. Todas mis ganas de escuchar te las tragaste tú, mi curiosidad por ti se la tragó la lejanía y mis razones me las comí y nunca las revelé, y el tiempo se las llevó, y se hundieron en el mar. Por eso no estoy dispuesta a oír tus recriminaciones, no me da la gana. No me vengas ahora con un recuento inútil de despechos y reproches—. Pues me casé, lo cual quiere decir que tengo un marido. Tal vez debería habértelo dicho, pero hace mucho que no nos decimos nada. Para que te quedes tranquilo, te lo digo ahora.

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