Y punto (25 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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—Hay que joderse, para una que no es frívola van y la matan —comenta Clara, mordaz—. ¿Esto es todo?

—Bueno, está lo de las palomitas. Las tenía por todas partes. Metidas en el escote, enredadas en el pelo, hasta dentro de un zapato, en la puntera. Aparte de eso, e insistiendo en que es demasiado pronto, si quieres una primera impresión te diré que todo parece indicar que se trata de una muerte por ahorcamiento accidental, el típico juego erótico que se descontrola. No se colgó a mucha altura, tendría debajo a un hombre que la sostuviera, tal vez sentado en el escabel que hallaron a sus pies… puedes imaginarte perfectamente la postura. Además, tanto su ropa como las palomitas, el excesivo maquillaje y el pelucón dan a entender que estaba en plena faena y se le fue la mano. A ella, al cliente o a los dos.

—Sí, tiene sentido —y ante el silencio ausente, casi ofensivo, añade—: Si esto está listo, nos vamos a comer cuando tú quieras.

Pues no, no nos vamos, o en todo caso la única que se marcha soy yo, y a la puta mierda para colmo porque ahora resulta que tenemos muchas cosas por hacer: ella una nueva autopsia que le corre prisa a un juez que no hizo los deberes a tiempo, yo un mensaje de París en el buzón de voz que me recuerda que debo pasarme por plaza de Castilla a recoger la orden y al secretario judicial, papeleo acumulado, muertos que se pudren y no pueden esperar y hasta comida en un tupperware en mi nevera, y entonces la voz pálida y amarga de Dolores diciendo ya te daré un toque al móvil si descubro algo y al final me voy sola a uno de los comedores universitarios cercanos al Anatómico a engullir rancho por cinco euros rodeada de estudiantes que me recuerdan que nunca acabé la carrera, todo con tal de no ir a casa porque, total, para qué llegar y encontrarla vacía, Ramón en el trabajo, la gata durmiendo en el brazo de un sillón y esa soledad que me arranca las ideas y me abandona a las ganas de no hacer nada, que me deja albergar deseos difusos y me desiste de continuar, para qué si son los planes de los demás, si yo no tengo más propósitos que los anhelos que los otros me marcan y la obligación de volver al médico en una semana a dejar que me atraviese el pecho. Para qué levantarme, trabajar, moverme de la cama, para qué seguir sendas tan marcadas como el surco en torno a una noria.

Si me miro en los escaparates no me reconozco. Quién soy, alguien que remueve un café con parsimonia en un restaurante caro al que he venido huyendo de los recuerdos universitarios que nunca tuve, porque es mejor ser ajena en un restaurante caro por no reconocerme cutre y fea además de enferma. Quién soy, sólo una mujer que come sola. No lo sé, no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento, aunque al menos sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces: ya es seguro que algo se me ha roto por dentro y una amiga, el compañero que dirige la investigación y mi superior inmediato, que además es un buen colega, se han enfadado conmigo y, finalmente, ni me atrevo a refugiarme en mi hogar por miedo a encontrármelo vacío, o tal vez lleno. Por eso, por el miedo a enfrentarme a mi casa y a mi vida, me dedico a desmenuzar los hogares de los demás, hogares serenos y vividos donde parece que la gente, incluso las prostitutas, se sentían a gusto.

—¿Qué? —pregunta Zafrilla levantando la vista de sus polvos y brochas.

—Nada.

—Mentira. Te he oído murmurar algo.

—Sólo pensaba que parece que Olvido vivía a gusto aquí.

—Y tanto, con su caché se lo podía permitir —es el secretario judicial, para mi grandísima suerte por primera vez en este día un tipo que parece enrollado, que no molesta demasiado, que muestra interés en nuestras pesquisas y, sobre todo, no llama a la mujer muerta «la puta». Aunque a lo mejor, al no tenerla delante colgando sugerente de una cuerda, simplemente no se ha despertado su más rastrera imaginación, su libido en probable ebullición. En todo caso es un hombre callado (qué mono), y se agradece.

—Sí, pero una cosa es la pasta —rebate Clara—, otra el lujo, y otra entrar en un sitio y darte cuenta de que la gente que lo habitó estuvo a gusto. Fijaos, todo tan ordenado, tan limpio, tan acogedor. Colores que la favorecían, libros que habrá leído y hasta plantas que parecen fuertes, contentas y radiantes.

—Pues para mí no es tan encantador —responde Zafrilla sin apartar la vista de la mesa cuyos bordes espolvorea—. Yo le veo un lado más siniestro, sólo demuestra que se había hecho un decorado a medida para representar la ficción que vendía, y si leía mucho era quizá para llenar su vida desgraciada con los amores de cuento de sus heroínas; en cuanto a las plantas, bueno, lo más probable es que sean regalos de sus clientes —y al levantar los ojos y ver el gesto de desencanto de Clara, añade—: Lo veo así, lo siento, no lo digo por chafarte tu imagen de mágico mundo de colores.

—Un poco de razón sí que tiene —concede el del juzgado y, ahora mismo, ya no me parece tan mono. Estoy a punto de replicarle, pero me contengo, consciente quizá de que gritarle sólo a él no sería justo, y únicamente digo:

—No me hagáis caso, no sé qué tengo hoy que todo me afecta.

—Si estás así porque Dolores te ha dejado plantada a la hora de comer, te recomiendo que pases de todo, anda de un tonto subido que no es normal. Todo le molesta, se pone suspicaz, se mosquea si no la llamas pero si lo haces también, hasta parece que se hubiera vuelto posesiva… —de pronto Zafrilla se interrumpe contrariada—. De aquí no saco nada, las huellas están mezcladas con las de la mitad del Cuerpo de Policía. Bravo por tus compañeros.

Y es cierto, Clara y el secretario se inclinan sobre la mesa y sólo ven una superficie emborronada de infinitas manchas desenmascaradas por los polvos, pero no tienen siquiera tiempo de darle la razón, porque ya ha dejado el salón por imposible y se va pasillo adelante hablándole al aire.

—Vamos a su vestidor. Seguro que aparecen impresiones mucho más claras, de ella o de quien le quitase la ropa.

—¿Huellas dactilares en la ropa?, ¿es posible? —pregunta el del juzgado.

—En la ropa no, en los botones y en las hebillas —aclara mientras abre el vestidor y se introduce dentro para buscar trajes de grandes botonaduras, cuanto más lisas mejor—. ¡Ooooh! —suspira al ver las prendas perfectamente colocadas en sus perchas—. Clara, mira qué vestidos, qué blusas, qué maravilla de faldas.

—Es lógico, formaban parte de su ropa de trabajo.

—Sí, pero es que son todas de un género buenísimo —sus ojos hacen chiribitas como los de una niña golosa ante el escaparate de una pastelería y Clara no puede menos que recordar la total indiferencia de sus compañeros ante el despliegue de marcas del guardarropa, centrados exclusivamente en el cajón de la ropa interior y el zapatero—. ¿Tú has visto este jersey de angora, esta casaca de seda? ¡Y éste es un traje de alta costura! ¡Si hasta la gabardina es perfecta!

Es cierto, la gabardina es perfecta, un poco arrugada tal vez, incluso se diría que ligeramente manchada del polvo del poblado de chabolas donde, con ese mismo traje de alta costura que marcaba las caderas, que resaltaba las curvas, que la hacía parecer recién salida de los años cuarenta, la mujer muerta se dejaba abrazar por un mimo con sábanas raídas como galas de un espectro gótico y mugriento.

Y casi sin aliento Clara extiende la mano, que otra vez tiembla, descuelga la chaqueta de la percha, sale del vestidor en busca de la luz natural de una ventana y se lo acerca a la cara, lo huele y casi juraría que percibe el olor a ropa tendida, a niños gitanos jugando en el descampado, a moscas ociosas, ratas hambrientas, gasolina quemada y un yonqui caramelizado al sol, a calderilla mojada que ha pasado de mano en mano y a pintura blanca que dejó goterones de lágrimas cuando un mediodía, hace apenas nada, un mimo fantasma abrazaba a la mujer que lo acompañaba, una mujer de cabello castaño y no de rizos rubios sintéticos, de cuerpo de escándalo y extrañas amistades, de zapatos caros hundidos en la tierra seca y misteriosas conexiones que yo, idiota de mí, cegata obcecada, corta de miras, no supe reconocer. Y es inevitable pensar que si tal vez me hubiera aproximado a ellos hoy no estaría muerta. Si le hubiera hablado, si la hubiera conocido, con su cara de niña buena ante mis ojos, quizás ahora ella no estaría en manos de Dolores esperando a ser rajada ni yo aquí arrepintiéndome por algo que no llegué a hacer, por una frase que se me quedó en la lengua y no evitó nada, reconcomiéndome por no haber sabido ver más allá debajo de la ropa y las pelucas y sus disfraces de puta o ejecutiva del placer, tanto da. Tanta bronca con París, tanto miedo a no encontrar nada en el escenario de la muerte de mi confidente y resulta que todo estaba delante de mí, incauta estúpida ilusa cegata.

Y ahora que sabe con seguridad que sí hay algo, un hilo que une al Culebra y a Olvido más allá de la simple y ya casi absurda huella, decide buscar y rebuscar, si hace falta habitación por habitación, hasta dar con cualquier detalle que tienda más cabos entre la chabola y el perfecto hogar de la difunta, empezando por el dormitorio, allí donde todos escondemos nuestros secretos y esos sueños tan ocultos que jamás diríamos a nadie dónde están.

Mira al secretario judicial y le hace un gesto para que la siga. Él duda, está muy entretenido viendo cómo Zafrilla empolva los botones plateados de un abrigo de terciopelo negro colgado de su percha como un juez togado a la espera del veredicto del jurado.

—¿Adónde vas? —le pregunta su amiga.

—Al dormitorio. Siempre es donde está la marcha.

En cuatro pasos Clara sale del vestidor y se interna en el territorio del placer, cómodo y coqueto pero extrañamente sobrio y asombrosamente vacío de los habituales objetos que adornan estos «templos del amor». No hay satén ni espejos en el techo ni cojines morados con forma de corazón ni dorados rococó. Es más bien como una suite de hotel de lujo, cálida y confortable. Una gran cama, buena iluminación —al menos por el día—, muebles funcionales y sobrios y sábanas de algodón puro, nada de decoración hortera estilo porno soft. A cada lado dos mesillas de un tamaño inusitado con tres cajones cada una. Según Clara ha comprobado, en los primeros de ambas hay los típicos objetos que todos guardaríamos en nuestra mesilla de noche: pañuelos de papel, tapones para los oídos, bolígrafos, un despertador, horquillas, antifaz para dormir, crema de manos, pinza de depilar, una lima de porcelana, goma para el pelo y aceite para masajes por si nos ponemos tiernos y da pereza levantarse a por él.

Pero los demás cajones están cerrados y fisgonea por el cuarto para descubrir que ni en la cómoda antigua ni en ninguno de los compartimentos del inmenso joyero de laca china aparecen las llaves, y debe pedirle al secretario que tome cumplida nota de que va a abrirlos con una ganzúa, y tras hacerlo descubre que, al fin y al cabo, sus secretos no son distintos de lo que esperaba:

—Cajón intermedio, mesilla derecha: contiene un paquete de guantes de látex, cajas de preservativos extrafuertes y estriados, tres vibradores de distinto grosor y longitud, uno a pilas, los otros dos no, ¿hace falta que especifique algo más? —le pregunta al secretario judicial mientras va sacando los objetos—; bote de lubricante, caja con dos decenas de uñas postizas rojas, barra de labios escarlata y, por último, un juego de bolas chinas —elementos perturbadores para el joven funcionario que, no obstante, debe consignar todos y cada uno de los hallazgos junto con la breve descripción, carente de toda emoción y emitida en un tono eminentemente profesional, que Clara hace de cada objeto.

»Cajón inferior, mesilla derecha: dos corsés negros, uno de talla XXL (supongo que para ellos), bozal, mascarilla con cremallera y capucha con argollas de metal, todo de cuero negro, ligueros negros, dos látigos (enrollados como garitos que duermen la siesta), collar de perro con pinchos, una correa, una pequeña fusta y un paquete de bolsas de basura —no quiero ni pensar para qué utilizaría esto último.

»Cajón intermedio, mesilla izquierda: contiene lencería erótica, es decir, prendas de seda negra, blanca y carmesí con estratégicas aberturas en los sostenes que dejan al descubierto los pezones, que incorporan transparencias osadas o marabúes sugerentes, también hay camisetitas de algodón y braguitas como de niña… En fin. ¿Tengo que ir describiendo prenda a prenda? ¿Que no hace falta? Qué alivio, muchas gracias.

»Cajón inferior, mesilla izquierda: velas sin estrenar, un paquete de varillas de incienso y una completa variedad de DVD de contenido pornográfico que abarca un amplio espectro de filias y perversiones —Clara los repasa concienzuda, quizás en busca de alguna cinta con grabaciones ilegales, sí, mucho
snuff
y mucho cuento es lo que tienes, se dice a sí misma, que tanto ver
Tesis
te ha afectado al cerebro, que ojalá fuera tan fácil y no tan asquerosamente legal porque, de hecho, las películas son guarras, pero lícitas, del mismo modo que cualquiera de estos artículos puede ser adquirido en tiendas especializadas sin mayor problema. Lástima, ni siquiera hace falta buscar importadores clandestinos de dildos. Todo es jodidamente legal.

—¿Puedo echarle un vistazo a las películas? —pregunta el secretario casi excusándose—. Es que soy un coleccionista aficionado y…

—A mí no tienes que darme explicaciones. Pero ojito con los dedazos, que luego vendrá Zafrilla a sacar huellas. Ponte estos guantes.

—No, si a mí sólo me interesan los títulos —insiste—. Lo que no veo es dónde está el reproductor.

Cierto, piensa ella. En el salón hay uno, pero aquí en el dormitorio no lo veo… No tiene sentido, ¿de qué sirve una colección de películas guarras si tienes que trasladar al cliente de habitación?, y se fija en la pared frente a la cama, paneles blancos desnudos frente a ella, y se acerca y los palpa, los golpea…

—Suena hueco —constata el secretario.

—No me digas, Sherlock. Ven, ayúdame, hay que averiguar cómo se abren.

Y aunque no debería, aunque se exceda, aunque para qué va a trabajar si sólo está ahí para tomar nota, él se deja llevar por la curiosidad morbosa y se pone junto a ella a tantear la pared sin obtener resultado.

—No hay manera —masculla Clara al cabo de un rato—. Aquí tiene que haber truco, pero a saber dónde.

A ver, piensa, qué haría si éste fuera mi cuarto y yo cobrara una pasta gansa cada noche por satisfacer a un cliente. Tenerlo todo a mano, y si las mesillas con mi valioso material de trabajo están cerradas, tendría cerca las llaves de los cajones y todos los medios necesarios para estar a gusto en mi gineceo.

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