Y punto (36 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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—No crea —responde sin alterarse un ápice—. Dudo mucho que un canijo casi tres décadas menor fuera rival para mí en el control de las empresas familiares. Es más, hasta puede que me diera tiempo a manipular todo el capital en mi favor antes de que alcanzara la edad de pedir cuentas. Pero claro, eso no va a pasar. Mi padre ya no podrá engendrar a ese niño y, además, yo jamás jugaría con el patrimonio de mis hermanas.

—Quiere mucho a las niñas —aprecio—. ¿Y a Mónica?

—Se lo repetiré de nuevo: es la madre de mis hermanas.

—Alguna afinidad habrá, deben de ser casi de la misma edad… —lo reconozco, esto sí que ha sido un golpe bajo. Se lo estaba mereciendo.

—¡Qué malvada es usted, subinspectora! —ríe. Cuando la carcajada termina, se molesta en aclarar—. Siento decepcionarla, pero Mónica no es la típica chica mona treinta años más joven que mi padre. Veinte sí, pero no treinta, hay una gran diferencia. Y no es de mi edad, tiene nueve años más que yo.

—Gracias por la aclaración, señor Olegar, aunque no me ha respondido: ¿qué tal se llevan ustedes dos?

—¿Acaso importa? El muerto es mi padre, debería más bien preguntarme qué tal se llevaban ellos dos, o yo con él en todo caso. Vivimos todos juntos en el ático de este edificio, con lo cual no debemos de querernos tan mal. Por cierto, está invitada, suba cuando quiera.

—No dude que lo haré, pero antes tengo un compromiso. Usted también. Si mal no recuerdo, le debe una visita a su padre, que ya lleva un buen rato esperándole. No tenga miedo, le acompañamos.

XIII

Dice mi suegra que lo más importante en un edificio es que tenga un «portal representativo». Dice, mi suegra, que hay barrios y barrios. Dice también que el señorío se mide por la elección y, sobre todo, por la impresión que de ella da su portal. El portal de mi suegra es la hostia de representativo.

Me pregunto, mientras desciendo por los escalones de mármol veteado del portal representativo de la casa de Esmeralda, qué pensará mi suegra de la de su hijo, o de en qué se ha convertido éste habida cuenta del lugar en que vive. Claro que sólo viene a visitarnos dos o tres veces al año, y no me extraña que cada vez que lo haga le dé un arrechucho nada más entrar en nuestro portal sólo de la impresión de ver las molduras viejas, la pintura desconchada, la ausencia de maceteros esmaltados con plantas de dos metros estilo selva amazónica o de un conserje con librea dormitando feliz junto a su
ABC
. La verdad es que no hay color: nuestro Paco es borracho y castizo, simpático y maleducado, metomentodo y sobre todo vago como cualquier portero de casta que se precie. El mono azul le queda que ni pintado, de vicio, y más si lo complementa con el cigarro semiapagado en la comisura de los labios, saleroso y osado cual suicida al borde de un precipicio. Pero a ella le asusta. Lógico, cómo no van a asustarle esos piropos que le suelta a gritos y su modo calibrador de mirarle el culo sin disimulo. Ay, hijo, lo que me ha dicho, qué grosero, qué sofoco. Y a ti, niña, ¿te suelta esas burradas?, acostumbra a preguntarme. Y a mí también, mamá, confiesa Ramón en uno de esos raptos graciosos que le salen según amanezca el día mientras ella se ruboriza. Pero Esmeralda nunca capta el chiste y se sofoca cada vez más hasta que él, contento porque por fin ha venido a vernos, la abraza efusivo llenándola de pelos tricolores de gata y diciéndole cosas como que estás tú de muy buen ver, madre, con ese tipazo que tienes no sé de qué te extrañas hasta hacerla exclamar que a éste, el hijo adusto y seco que un día parió y alimentó, me lo han cambiado, algo ofuscada, posiblemente por la vergüenza de esas muestras de afecto a las que por su estricta educación no está acostumbrada, y yo entiendo siempre por debajo de ese «me lo han cambiado» que sé que está dirigido a mí un hay que ver, hijo, mira dónde vives, y con quién estás, y cómo te comportas ahora. No pareces tú. Pero me hago la tonta y callo, callo siempre que viene a vernos, porque Ramón está contento.

Sólo que hoy estoy sola y Esmeralda no ha tenido que obligarme a que la soltara porque temerosa, cortada como si fuera la primera vez que la veo, como si tuviera quince años y ella fuera la madre de mi primer novio, como si, más pequeña aún que yo, tuviera miedo de romperla, al llegar no hice el más mínimo ademán de abrazarla y únicamente la besé con frialdad, como se besa a las parientes viejas que no nos gustan demasiado y vemos de Pascuas a Ramos, que saben a rancio, y no me senté hasta que me lo ofreció, y lo hice rígida, tiesa, en el magnífico salón de caoba, plata bruñida y cristal de Bohemia, acobardada igual que ante un jefe de Recursos Humanos despiadado en una entrevista de trabajo, acomplejada ante sus antigüedades heredadas, ante sus maneras educadas, apabullada por la seda de su blusa, por el aroma denso y embriagador de su exclusivo perfume, hipnotizada por el brillo refulgente de la cucharilla de filigrana diminuta y el contraste del esmalte de la tacita de café en su mano, abstraída en el sabor delicado, fascinante, de las pastas de té de a treinta euros el kilo tal y como tenía previsto. Sin embargo también noté cómo, antes de que Esmeralda empezara a largar sin pisar el freno, ésta repasaba mentalmente la lección que se había aprendido a lo largo de toda la semana. La vi respirar con dificultad y supe que estaba tanto o más nerviosa que yo y me calibraba antes de comenzar a chorrear tantas verdades, y tan inesperadas, que ni siquiera ahora, ya fuera, bajo la luz que aún queda de esta tarde dominguera, puedo todavía asumir.

No había leído mi mente, no había adivinado nada de mí, no había buceado en mi interior para desentrañar, con esa saña que sólo se les presupone a las suegras y a las madrastras de los cuentos, mis más oscuros secretos o los silencios que le guardo a su hijo. Es más, creo que ni siquiera se había parado a pensar en mí, o no al menos como un prototipo que abatir sino como, quién lo diría, un ejemplo a seguir. Y es que resulta que para ella soy libre, y he enseñado a su niño a mostrar sentimientos que alguna vez dudó que tuviera, y he sabido darle un amor libre de prejuicios que no supo evitar al educarle, y trabajo, cosa que nunca ha podido hacer, y no me falta nada para acabar mi carrera, y bien que a ella le hubiera gustado estudiar también, sí, porque era buena alumna y su mayor ilusión, pero su marido no quiso esperar, para qué, decía, para qué quieres una carrera si ya la tengo yo. Con un licenciado en casa basta. Bueno, qué te voy a contar, es lo de siempre, el padre de Ramón y yo éramos por entonces novios formales, él hacía tiempo que había puesto su consulta y estaba pensando en abrir una clínica, le iba bien, y no vio motivo para no pedir mi mano y mi padre, ese gran hombre que en gloria esté, no halló obstáculo para no concedérsela, sobre todo porque llevábamos un lustro de relaciones. Vamos, como para pedirle que esperara cinco años más. Así que unos por otros me montaron una boda por todo lo alto en la catedral y no me quedó más remedio que claudicar cuando ellos quisieron, virgen y entera, con mi ramito de flores de azahar, mi velo tul ilusión y una corte de damas de honor que para sí hubiera querido una infanta. Y ya ves. La licenciatura se quedó sin empezar y me convertí en la mujer de un prometedor médico primero, en la esposa de un gobernador civil después, en la señora de un ministro de Sanidad más tarde y, cómo no, en la digna viuda de un prohombre ahora, al final de mi propia vida, dedicada de lleno a tés de damas, mercadillos solidarios y otras pantomimas igual de vanas. Por el camino, imposible olvidarlo, tuve dos hijos, una casa en Madrid, un chalet en la costa, el cortijo que heredé de mis padres en Sevilla, hectáreas y más hectáreas de olivares, media decena de doncellas, incluso un mayordomo en la época en que hacíamos recepciones. Pero, si te digo la verdad, no recuerdo haber visto a mis hijos crecer, y sí, los quiero, y creo que ellos a mí más que quererme me soportan, me sufren, mamá y sus jaquecas, mamá y sus caprichos, mamá y su protocolo y sus aires de grandeza y sus recuerdos de tiempos pasados como ejemplo de todo cuando siempre lo de antes… era mejor. ¿Es mejor mi vida que la tuya?

Pues resulta, quién lo diría, que no. No es mejor para nada, según dice, porque lo ha pensado mucho, lo ha pensado bien. Ha tenido mucho tiempo para pensar. Yo tengo quien me quiera —si lo sabrá ella, que tanto me ha criticado—, tengo una libertad que jamás llegó ni a imaginar, y un sueldo, mucho o poco pero suficiente para poder mandar a su hijo a la mierda si se me pone tonto. Y puedo ir por la vida sola sin la necesidad de un hombre que me proteja, que me defienda, que hable por mí.

Y eso es lo que ella desea y por lo que me ha llamado. Ir por la vida sola.

Qué. Cómo lo veo.

Se acabó el miedo, el qué dirán, las inseguridades tontas, los complejos estúpidos, el frenarse, el creer que haya algo que no pueda hacer.

Quiere salir, quiere irse. Quiere fugarse.

Vaya, termino confesándole, qué extraña, qué falsa es la imagen que damos, cómo explicarle que sí me come el miedo, que guardo secretos, que siempre me he sentido acomplejada en su presencia, intimidada por una señora que ahora dice que quisiera tener mis años, y mi libertad, y vivir como yo. Si yo no soy un ejemplo para nada, si mi vida es un desastre, si siento constantemente que se desmorona el suelo bajo mis pies e, irremediable, me hundo.

Pero el miedo es precisamente lo que hace que me sienta viva, la inseguridad del cada día, los problemas cotidianos, la lucha por ser la primera en ocupar la ducha. Qué tiene ella en cambio. Nada. Dos hijos tan fríos que ni se atreven a besarla, amigas hipócritas, amigas brujas, amigas que huelen a naftalina y que vienen a su casa a merendar para luego criticarla en el portal, vida social monótona, de compromiso, un dineral en el banco, falso oropel, relaciones hueras compradas de servilismo y deber, siempre recelando de que el servicio te robe las joyas ocultas en la despensa, que se mofen de tus fotos tornadas a sepia, que te escupan en el
souffle
. Me cansa. Me harta. Me agobia. Aquí no pinto nada, quiero irme. Me voy a ir, de hecho. Lo tengo decidido. Sólo quería avisarte.

Huir. Qué bien suena, qué tentador, qué envidia, pero cómo, cuándo. Y por qué me lo cuentas a mí. Habla con tus hijos, Esmeralda, piénsalo bien.

Mis hijos son dos mentecatos. Mucha carrera, muy buenas notas, muy formales los dos, pero en el fondo se han pasado las normas que marcó su padre —discretamente, eso sí— por el forro de los cojones. No, no me mires así, yo también puedo decir tacos si quiero, qué te creías, ¿que no sabía?, ¿que si me pinchaba un dedo con la aguja al hacer
petit point
decía córcholis, caramba, jolines?, no hija, digo coño, mierda o joder como todo el mundo. Ramón se ha casado contigo, y eres policía, y muy trabajadora, muy mona y muy decente, pero nada que ver, para qué te lo voy a negar y no te sorprenderá que te lo diga, con la idea de princesita con clases de piano y estudios de francés que le buscaba su padre, con el título de adorno en un pasillo y una caterva de chicos malcriados con lazos y misa de doce los domingos. Y, para colmo, el primogénito ni siquiera estudió Medicina. Menos mal que no ha vivido lo suficiente como para ver que os habéis mudado al mismísimo Centro, casi en pleno Rastro, rodeados de quinquis, moros y prostitutas rumanas. A mí me da igual, cada uno que haga lo que quiera con su vida, yo no voy a deciros cómo vivirla y comprendo que el barrio de Los Jerónimos os parezca aburrido, que bien lo sé yo que para comprar una latita de
foie de canard
para cenar tengo que darme un paseo de dos kilómetros. Aquí sólo quedan ancianos y despachos de notarios, ya no hay niños, sólo viejos con bombonas de oxígeno tendidos en sus balcones como lagartos al sol y señoras de sesenta que pretenden aparentar treinta aunque hace décadas que se les retiró el período, señoras tan horribles como mis amigas, viudas cotillas que prefieren labios de silicona ahora que ya no los usan para besar, que le pagan un dineral a Miguel para que les devuelva una ficción de juventud imposible.

Otra buena pieza Miguel. El pequeño, el ojito derecho de mamá, y nos sale homosexual. O maricón, que para el caso es lo mismo. Si levantara la cabeza quien yo me sé… lo que me iba a reír. Y, además, es de los que lo dicen, de los que lo proclaman en alto, y se va a vivir a Chueca y transforma la clínica de su padre en un centro de cirugía estética. Y lo peor es que se forra. Y digo yo, que me parece muy bien todo, pero ya que es gay podía al menos ser conmigo simpático, frívolo, un poco loco, que es lo que se les presupone, ¿no? Pues parece una tumba. Serio, reconcentrado, siempre callado… completamente contradictorio. Es como una condena, yo sólo quería alegría y mis hijos no sé cómo serán de puertas afuera, pero desde luego alegres con su madre no son. Les pesa el recuerdo de su padre, que yo tengo que decir de cara a la galería que lo quise mucho y tal y cual, pero era un facha y un intransigente y en el fondo se merece esto, que para él sería un castigo, porque consideraría que sus hijos están «dilapidando su legado», ¿no es una ironía del destino?

Pero dime, si ellos pueden hacerlo, desperdiciar su educación católica, ignorar los dictados de su clase, escupir en la tumba de su padre y olvidar su legado de niños bien de derechas… ¿Por qué tengo que conservarlo yo? ¿Es que no basta con que estuviera atada a él toda mi juventud y parte de mi madurez, soportando sus desmanes sin rechistar, diciéndome hasta cómo debía vestir para no parecer «una indecente», que ahora tengo también que seguir atada a su casa, a su retrato en el salón, a sus viejas amistades que para mi desgracia aún no han pasado a mejor vida? Yo era casi una niña cuando le conocí, una adolescente atontada, cegata y enamorada de un hombre demasiados años mayor. Lo mío fue como un matrimonio de esos que amañan en la India, todo cosa de mi padre, que me lo metió por los ojos, un médico que promete tanto, un hombre tan serio, tan responsable, con tanto futuro…

Por eso quiero largarme. Me siento presa de una existencia que no es la que soñé y aún tengo tiempo de disfrutar lo que me queda por delante. Pensé que era una buena idea contártelo porque precisamente tú deberías entenderme, tú sí.

Y la entiendo, claro que la entiendo, por supuesto que la entiendo. Y cuanto más lo medito, ya en la calle, fuera de la penumbra del enorme piso con los tupidos cortinajes perennemente echados para no estropear los muebles antiquísimos, más comprendo sus ganas de hacer las maletas y huir. Esa casa es como un mausoleo, como la tumba de un faraón con su fiel concubina dentro, como una estatua en una plaza infestada de cagadas de palomas. Un monumento a la memoria de alguien que no existe, a unas normas que pesan como una losa sobre la que ya nadie esparce rosas y que sólo ella obedece.

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