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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (34 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Bahn escuchaba los comentarios del coronel en silencio. Estaba temblando, y no le importaba reconocer que se debía a algo más que a su fría armadura. Desvió la mirada de la visión aterradora de la fuerza invasora y se volvió hacia el sol poniente para solazarse largamente en él, como si lo hiciera por última vez. El ejército khosiano estaba montando su propio campamento a la luz menguante del anochecer, lo suficientemente reducido como para mantenerse oculto detrás de la elevación del terreno sobre la que ahora estaban los oficiales. Más allá del campamento, Bahn sólo atisbaba el brillo de los reflejos del lago Hirviente en la ciudad de Tume.

Los oficiales estaban esperando que Creed diera alguna instrucción, pero el general permanecía absorto en sus pensamientos, con los músculos de la mandíbula temblándole mientras apretaba los dientes profundamente concentrado.

Bahn, como asesor de Creed, conocía a todos aquellos hombres, y con el rabillo del ojo fue escrutando sus rostros uno a uno: el general Nidemes, de los Hoo, y su viejo rival el general Reveres, de la Guardia Roja, dos veteranos de cabellera plateada que perfectamente podrían haber sido hermanos dada la similitud de sus facciones; el coronel Choi, del cuerpo de Voluntarios Libres, coraxiano de nacimiento; el mayor Bolt, comandante de las Operaciones Especiales para el ejército de campaña; el coronel Mandalay, del cuerpo de los Lanceros, el contingente de caballería de las fuerzas khosianas; y Halahan, más cercano a Creed que todos los demás.

De los cuellos de todos ellos colgaban unos anteojos búhos, unos artilugios valiosísimos fabricados con lentes procedentes de las Islas del Cielo. Todos lucían la capa ceñida alrededor de la armadura con las manchas inevitables por las jornadas de marcha apresurada. Nadie sentía nada remotamente parecido a la felicidad por estar allí, excepto Halahan.

—Nosotros somos seis mil, hermanos —declaró Creed dando la espalda al ejército imperial—. Nos enfrentamos a un ejército que multiplica por seis nuestras unidades. En este momento les puedo decir, por la información que hemos obtenido de exploradores capturados, que el grueso de sus fuerzas son veteranos de las campañas de Lagos y del Alto Pash. Otros dos mil son acólitos mannianos. En cuanto a la caballería, las cifras son poco claras; creemos que han perdido un buen número de zels durante la travesía. Además poseen un contingente considerable de arqueros y de tiradores. A todo ello, claro está, hay que añadir la artillería. Cuentan con diez piezas pesadas por cada una de las nuestras. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?

El general Reveres, de la Guardia Roja, se aclaró la garganta y fue el primero en hablar:

—Nos quedamos aquí y emprendemos una acción de contención. Es casi imposible que podamos derrotarlos en una batalla abierta con tantos cañones apuntándonos.

—Para eso podríamos habernos quedado en Bar-Khos —repuso bromeando el general Nidemes.

—¿No está de acuerdo? —inquirió Creed.

—En absoluto —respondió Nidemes con su mirada afilada e inmutable—. Deberíamos atacar al amanecer. Sería lo último que esperarían de nosotros. Con un poco de suerte los pillaremos antes de que tengan preparadas las baterías.

—Eso sigue dejándonos un rival compuesto por cuarenta mil hombres —replicó Reveres.

Nidemes no parecía impresionado.

—¿Y? También en Coros nos superaban en número.

El general Creed se ciñó un poco más el pesado abrigo de piel de oso que llevaba puesto encima de la armadura.

—Estoy de acuerdo con Reveres —aseveró Choi, el barbado coronel rubio de los Voluntarios—. Deberíamos quedarnos aquí y contener su avance cuanto nos sea posible. Usted mismo dijo que nuestra intención era ganar tiempo.

—¿Coronel Halahan? —inquirió Creed a su viejo amigo.

—Usted ya sabe lo que yo haría, general —respondió el coronel con una sonrisa rapaz en los labios.

Creed volvió a sumirse en su reflexión silenciosa.

Bahn esperó observando al general. Aún creía que Creed podía salvarlos.

—¿Saben cómo maté a este oso? —preguntó de repente el general con la mirada perdida, abriéndose el abrigo para mostrarlo a sus oficiales.

—Me atacó mientras inspeccionaba unas trampas para peces que mi padre había colocado en un arroyo —continuó Creed—.Yo era un crío, y llevaba conmigo un cuchillo de destripar, una hoja diminuta, dos veces del tamaño de ésta.

Bajó la mirada hacia la daga curva que le colgaba sobre el pecho, la hoja para ceremonias manniana que llevaba consigo por un motivo que sólo él conocía.

—No necesito decirles que estaba muerto de miedo. Me había quedado petrificado. Pero cuando mi corazón empezó a latir de nuevo y vi que el oso avanzaba destrozando las trampas, entendí que me aterrorizaba más pensar en la reacción de mi padre cuando se enterara de que no había hecho nada para impedirlo. De modo que me abalancé sobre él y traté de espantarlo. Supongo que pueden hacerse una idea de la situación. Probablemente sea lo más estúpido que he hecho en toda mi vida. Entonces el oso me apresó el brazo con los dientes y trató de arrancármelo. Yo todavía tenía el cuchillo en mi poder y me defendí con él. Lo siguiente que recuerdo es que me encontraba tirado en el suelo perdiendo sangre y que el oso había desaparecido.

»Llegué arrastrándome a la granja. Allí me salvaron el brazo. Y al día siguiente mi padre buscó el rastro del oso en las colinas y lo encontró muerto a un par de laqs de las trampas destrozadas. Se había desangrado por las heridas que le había infligido en el cuello. Oí la noticia con pena. Pero también con orgullo.

Creed dejó caer la cabeza hacia atrás y paseó la mirada por sus oficiales.

—Y eso es lo que haremos nosotros con estos invasores —afirmó—. Nos acercaremos a ellos y nos lanzaremos a su yugular mientras ellos intentan arrebatarnos la vida.

—¿Señor? —dijo Bolt desconcertado.

—Atacaremos. Atacaremos esta noche mientras ellos esperan la salida del sol acurrucados en sus tiendas.

Los oficiales se movieron nerviosos alrededor de Bahn, quien de pronto sintió que se le revolvía el estómago.

—¡Coronel Mandalay!

El oficial de caballería se cuadró.

—¡Señor!

—Sus hombres formarán la avanzada hasta la posición enemiga. En cuanto los descubran carguen contra el campamento, ¿entendido?

—Sí, general —repuso Mandalay tras un momento de silencio.

—No se entretengan. Atraviesen el campamento directamente hasta el tren de suministros. Una vez allí causen todos los estragos que puedan. Busquen en especial los carros con la pólvora. El intendente le proveerá con bombas incendiarias. Y, si puede, disperse también las manadas de zels.

Bahn consideró que la orden era muy extensa. La tez de Mandalay se había tensado.

—Mayor Bolt, los Especiales irán inmediatamente detrás de la caballería cuando ésta cargue. El enemigo ya estará alertado cuando ustedes lleguen al campamento. Esperemos que todavía no hayan salido de su confusión. Su tarea consistirá en mantener viva esa confusión y poner trabas a sus intentos de formar filas hasta que el grueso de la infantería pueda asestar su golpe.

Bolt asintió con una expresión impasible en el rostro.

«No está mal para un hombre a quien acaban de encomendarle una misión suicida», pensó Bahn.

—Me gustaría dejar a mi equipo de médicos con la fuerza principal —solicitó Bolt. No hacía falta que explicara el porqué.

Creed aceptó su petición.

—Nidemes. Reveres

Los generales nombrados aguardaron expectantes sus instrucciones.

—El grueso del ejército cargará inmediatamente después en una formación de ojiva. General Nidemes, si le parece bien, me gustaría que los Hoo ocuparan la posición central. General Reveres, la chartassa de la Guardia Roja se situará en los flancos. Atravesaremos sus líneas e iremos directos hacia el estandarte imperial; da igual dónde esté ondeando. Es la yugular que debemos rajar. Nuestro objetivo es la matriarca.

—Coronel Halahan… tenemos informes sobre líneas de morteros apostadas en la cresta de la loma que se extiende a lo largo de su flanco sur. Usted y una compañía de sus Chaquetas Grises se lanzarán por la retaguardia de las líneas imperiales. Apodérese de esa cresta y manténgala a toda costa. Repito, a toda costa. Debemos quedarnos con las posiciones elevadas.

El general Creed, Señor Protector de Khos, miró a sus oficiales a los ojos con una intensidad sombría. La historia que les había contado sobre el oso era lo más parecido que les ofrecería a un discurso vehemente previo a la batalla. No era del tipo de hombres que lo echaría a perder en ese momento con un puñado de palabras insustanciales sobre la victoria y el deber; no cuando acababa de pedir a sus hombres que se jugaran la vida con sus instrucciones.

—¿Preguntas?

Bahn esperó para ver si alguien más hablaba antes de intervenir.

—¿Qué pasa con nuestro cañón? —inquirió al fin, con la lengua seca convertida en un bloque de piedra dentro de su boca.

—No nos servirá de nada cuando la batalla se convierta en una lucha cuerpo a cuerpo. Aquí únicamente lo arriesgaríamos en vano. Lo mejor será que lo enviemos a Tume junto con el resto del material. ¿Algo más?

Nadie abrió la boca.

Halahan contemplaba con cierto regocijo el tenso silencio desde su posición junto al general. Se encorvó ligeramente sobre la rama que le servía de apoyo y la punta se hundió en la nieve. A continuación ladeó un poco la cabeza.

—General —dijo el coronel, soltando una bocanada de humo alrededor de su pipa, donde por una vez sólo había grindela—, me preguntaba por qué lleva esa maldita daga colgada del cuelo. Eso es todo.

—¿Por qué? —replicó Creed con un destello en los ojos—. Porque, coronel, si llegamos hasta la matriarca tengo la intención de rebanarle la garganta con ella.

Capítulo 24

La batalla

Ash se despertó con la oreja pegada al suelo vibrante y al momento reconoció el sonido.

El viejo roshun se levantó como un resorte con la espada enfundada en la mano y escudriñó el círculo de carromatos. Los jinetes estaban cargando en mitad de la noche y dejaban a su paso una estela de gritos de alarma.

Un zel saltó el yugo de un carromato y aterrizó levantando terrones de nieve con los cascos antes de recuperar el equilibrio. El jinete tiró fuerte de las riendas, y Ash vislumbró en su mano un objeto con una mecha humeante que el hombre arrojó al interior del vehículo de transporte, que quedó envuelto por las llamas inmediatamente.

Un grito resquebrajó la noche. Más jinetes cargaban contra el campamento del tren de suministros y lanzaban bombas incendiarias en todos los carromatos que hallaban a su paso. La gente chillaba y corría en busca de refugio. Pero los jinetes los abatían con sus aceros.

«Es mi oportunidad», se dijo Ash.

El roshun echó un vistazo al norte, donde las tiendas del campamento de la matriarca brillaban iluminadas desde dentro, y echó a correr hacia allí.

Hacía un tiempo de mil demonios para estar volando. Allí arriba el aire era tan frío que en la pequeña aeronave todo estaba cubierto por una película de hielo. La envoltura de seda sobre sus cabezas, las paletas situadas en los flancos para controlar la dirección… todo emitía un inmaculado brillo blanco. Por su parte, los helados palos de madera de tiq y las jarcias que fijaban la bolsa de gas al casco de madera estaban cubiertos de diamantes de hielo. Aun peor era que ni siquiera había luz, ya que la superficie nevada del valle se oscurecía cada vez que una nube ocultaba las lunas pálidas y la visibilidad se reducía hasta prácticamente anularla. Para Halahan, sin embargo, todo eso sólo añadía emoción a la experiencia.

—¡Una noche fría para andar haciendo estas cosas! —dijo dirigiéndose al sargento del estado mayor, elevando la voz por encima del ruido de los propulsores.

El sargento se acurrucaba entre el resto de los hombres en el centro exacto de la estrecha cubierta, tan alejado como le era posible de las barandillas. El sargento del estado mayor Jay, un veterano nathalés, se limitó a esbozar una sonrisa descorazonada antes de cerrar de nuevo los ojos y retomar la oración que musitaba entre dientes.

Halahan mordisqueaba su pipa apagada con despreocupación mientras supervisaba a sus camaradas Chaquetas Grises, que sostenían en alto sus rifles y temblaban debajo de los abrigos, con el blanco de sus ojos refulgiendo en la oscuridad. Un par pasaba al resto cantimploras con alcohol, si bien ninguno de ellos alzaba la voz más allá de algún susurro ocasional. Todos ellos eran luchadores aguerridos. Halahan lo sabía. Hombres en los que podía confiar; exiliados de una tierra invadida.

Más allá de sus cabezas, el coronel divisó las luces distantes del ejército imperial y mordisqueó la pipa con mayor insistencia.

Su propia patria, Nathal, había caído años atrás, después de que él se pasara media vida como predicador de Eres, enseñando la unidad del todo. Ahora Nathal era una colonia más de Mann, y sus gentes sufrían una explotación y una opresión mayores de las que habían vivido jamás bajo el yugo de la propia nobleza nathalesa.

Halahan se masajeó la pierna mala, que le dolía por el frío, o quizá por esos viejos recuerdos. Tenía que agradecer la herida al IV Ejército Imperial que había invadido su patria, una calamidad que había provocado que dejara a un lado sus labores como predicador y —en lo que ya era la mayor de las ironías— luchara al lado de la reina Hano y sus fuerzas. Durante la penúltima batalla de la guerra a orillas del río Toin, una bala de cañón le había destrozado la pierna. Su compañía lo había abandonado a su suerte cuando había tenido que huir en retirada. Halahan había conseguido moverse arrastrándose en la oscuridad, y sólo la amabilidad de una habitante del bosque lo había salvado.

Con el país definitivamente ocupado por las fuerzas mannianas, lo último que Halahan había perdido era la fe.

El coronel movió la pierna y apretó los ojos vencido por el dolor.

Echó un vistazo al piloto situado detrás del timón, envuelto en ropa de piel, con un pañuelo alrededor del cuello y las habituales gafas de vuelo en los ojos. El tipo tiraba de unas palancas que había junto al timón para arrojar breves descargas de fuego por los propulsores colocados a ambos lados del casco. Entretanto, otro miembro de la tripulación se encaramaba por las jarcias heladas y se afanaba para abrir la tapa congelada de una válvula sobre la misma envoltura de seda, ya que era imprescindible liberar aire de una de las cámaras de los lastres para que no se disparara el volumen del ruido. Otras dos personas formaban la tripulación de aquella pequeña aeronave que pertenecía a la clase conocida vulgarmente como «skud». Un hombre estaba sentado inmóvil como una piedra detrás del cañón giratorio, y a su lado se encontraba la vigía, que, dotado con unos búhos, guiaba al piloto mediante silenciosas indicaciones con la mano.

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