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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (45 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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—Medio puente —refunfuñó Halahan, olfateando el tufo a aceite y a hierba chamuscada mientras las llamas le calentaban el rostro.

Sus hombres se lo quedaron mirando cuando se dio la vuelta y enfiló con paso firme hacia la escalera.

—¡Medio puente de mierda!

Klint, su médico personal, le había explicado en su habitual tono tranquilizador que era por su propio bien. Si movía un solo músculo del cuello podía morir. De modo que Sasheen yacía en la cama con un aparato ortopédico de madera ceñido a la cabeza y a los hombros, inmovilizada, con fiebre y débil, sintiéndose un poco ridícula.

Klint la había informado de que le habían disparado. La bala se había fragmentado al atravesarle la armadura que le protegía el cuello y, si bien buena parte de los trozos habían vuelto a salir limpiamente, había tenido que extraerle una esquirla que se había quedado alojada en su cuerpo. Aparte de aplicarle coagulantes y unos remedios para evitar la infección de la sangre, el médico no podía hacer nada más con los medios con los que contaba.

«¿Sobreviviré?», le había preguntado Sasheen en un susurro tras escuchar su explicación.

Klint había posado una mano en su brazo que ella apenas si había notado y le había contestado: «Quizá. Necesitaremos un milagro.» Y después le había sonreído y pedido permiso para obrar, y le había explicado qué iba a hacer.

Minutos después, el médico había regresado con un frasquito de Leche Real en las manos. Le había retirado los vendajes del cuello con sumo cuidado y, mientras los asesores de la matriarca la sujetaban contra la cama, él le había vertido unas gotitas del mejunje en la herida.

Ahora, en el interior de su tienda, con la lona agitándose y chasqueando azotada por el fuerte viento, la matriarca, todavía con la Leche Real circulando por su organismo, se sentía relajada y con las fuerzas recuperadas mientras sus sacerdotes y generales discutían a su alrededor a voz en grito. El tema de la discusión giraba en torno a qué hacer con ella y con el avance del ejército. Sasheen apenas si les prestaba atención, y estuvo un rato contemplando las llamas de un brasero, avivadas y sofocadas alternativamente por las corrientes de aire. El humo se mantenía suspendido contra el techo y luego se escurría por un conducto de ventilación. Sasheen se abstraía en el recuerdo de Q’os y del hijo que acababa de perder. Sin embargo, la discusión siguió acalorándose y el tumulto de voces acabó convirtiéndose en una algarabía insoportable en su cabeza.

—¡Basta! —ordenó con una voz bronca que la cogió por sorpresa. Aun así, logró hacerlos callar.

—Matriarca —dijo su vieja amiga Sool, acudiendo presta junto a la cama de Sasheen—. Por favor, no os conviene hablar.

—No hables tú —replicó Sasheen—. Hablar es lo único que puedo hacer ahora mismo.

Sool vaciló un instante antes de hacer una reverencia y retroceder un par de pasos. Sasheen pidió agua y Heelas, la persona responsable de sus cuidados, le vertió unas gotitas entre los labios.

—¿Hemos ganado? —preguntó en un susurro a Heelas.

El anciano sacerdote hizo un gesto afirmativo con la cabeza, si bien sus ojos revelaban inquietud.

—Archigeneral —dijo como buenamente pudo dirigiéndose a Sparus, quien sostenía el yelmo bajo el brazo cara a cara con el joven Romano. Ambos se volvieron a ella con los rostros rubicundos—. Infórmeme de la situación.

—Matriarca —empezó a decir Sparus inclinando respetuosamente la cabeza—. Creed se ha refugiado en Tume. Está evacuando a los civiles y ha quemado el puente, aunque hemos conseguido mantener intacta la mitad de la construcción. Empezaremos las labores de reconstrucción con la primera luz del día. Mientras hablamos ahora, nuestra caballería ligera y nuestros piquetes de avanzadilla están rodeando el Lago Hirviente. La artillería está trasladándose hasta sus posiciones. La caída de la ciudad es sólo cuestión de tiempo.

—Entonces, ¿a qué se debe esta discusión?

Sparus clavó la mirada en el suelo y apretó los labios.

—¿General Romano?

El joven oficial se puso recto y miró a la matriarca como un lobo a su presa herida. Sasheen se percató de que no le dedicaba una reverencia, y en un abrir y cerrar de ojos toda la aversión que sentía por él volvió a salir a la superficie.

—Matriarca.

—Diga lo que está pensando.

—No tenemos ni idea de lo que tardará Tume en caer. Según la información que nos han facilitado nuestros guías locales, el invierno podría estar al llegar en las islas. Eso supondrá un obstáculo terrible para nuestros intereses. Tal vez no estemos a tiempo de apoderarnos de Bar-Khos antes de la entrada del invierno.

—¿Y?

—Podemos coger la mitad del ejército y dirigirnos a Bar-Khos. Ya no hay ningún obstáculo en nuestro camino.

—¿Archigeneral?

Sparus seguía evitando mirar a la matriarca a los ojos.

—No podemos moveros en vuestro estado —dijo Klint, el médico, con la cara roja como un tomate—. Un bache en la carretera todavía podría mataros.

Sasheen se lo quedó mirando incrédula y luego se volvió a Romano.

—Ahora entiendo —dijo, cayendo en la cuenta del aprieto en el que se encontraba.

Romano quería continuar el avance hasta Bar-Khos para su propia gloria, consciente de que ello reforzaría su figura como aspirante al trono. Si, por el contrario, encomendaba la misión a Sparus, ella se quedaría sola a merced de Romano y rodeada de hombres leales al joven general.

«Estoy retrasando nuestros planes», comprendió, y paseó la mirada por la tienda, reparando en las cabezas gachas de sus súbditos, que evitaban mirarla a los ojos. Entendió que debía tener un aspecto lamentable, ella, la líder divina del Santo Imperio, inmovilizada en el lecho y con el médico deambulando inquieto a su alrededor.

Agarró con fuerza las sábanas y trató de levantarse.

Sool acudió rápidamente y la obligó a acostarse de nuevo.

—¡Ya está bien! —farfulló su vieja amiga.

Sasheen trató de resistirse, pero eso no tardó en agotar las pocas fuerzas que le quedaban; se dio por vencida y se dejó caer sobre el colchón, con la respiración acelerada. Una sensación de desamparo se apoderó de ella y sintió ganas de vomitar.

El suspiro que exhaló resquebrajó el silencio incómodo e inquietante que se había instalado en la tienda. Nunca tenía tiempo para tomarse un respiro, reflexionó la matriarca. Incluso allí, en plena campaña, debía seguir luchando para mantener su posición. Y mientras estaba sumida en estas cavilaciones, de repente sintió un peso enorme sobre la espalda, como si todas las cargas que había ido acumulando durante el puñado de años que llevaba en el poder se hubieran aliado para aplastarla.

Tal vez la Leche Real estuviera dejando de hacerle efecto.

—Debemos permanecer juntos —aseveró con su voz ronca—. Al menos hasta que tomemos Tume.

Sus palabras hicieron que Romano frunciera el ceño. Sparus, por el contrario, le respondió con una reverencia que el resto de los presentes imitaron.

Sasheen cerró brevemente los ojos y dejó que su mente discurriera libremente.

—Matriarca —dijo una voz que sonó lejana.

Sasheen abrió los ojos y miró a su alrededor con la sensación de que había pasado mucho tiempo.

—Ahora dejadme —ordenó a media voz, pero entonces reparó en que todos se habían marchado ya a excepción de Klint, que estaba calentándose las manos en el brasero, y de los gemelos Swan y Guan, que se habían arrimado a su cama.

—Mtriarca —repitió Guan. Tenía el rostro mojado y se pasó una mano por la cabeza afeitada para limpiarse el agua—. Hay algo que debéis saber. Vuestro diplomático ha desertado.

—¿Ché?

Guan asintió con la cabeza y unas gotitas de agua se precipitaron de su barbilla.

—No puede ser. Estás equivocado.

—Lo vieron abandonar el campamento cuando caísteis —repuso Swan.

Sasheen estaba demasiado cansada como para aceptar la noticia.

—No puede ser —dijo en un hilo de voz—. Me ha demostrado en multitud de ocasiones su lealtad.

—Santa Matriarca, se ha ido, simple y llanamente.

Klint se asomó entre los hermanos diplomáticos, aunque estos no le prestaron atención y continuaron con la mirada clavada en Sasheen.

La matriarca no era capaz de comprender el alcance real de la noticia, y se quedó mirando el techo de lona de la tienda, que el viento sacudía violentamente con una mezcla de desolación e ira.

—Haced lo que debáis hacer —dijo en un susurro, y cerró los ojos.

Capítulo 31

Una partida de Rash

Ash se despertó tosiendo en una habitación oscura. Trató de recordar dónde se encontraba mientras acariciaba las suaves sábanas.

—Tranquilo —dijo una voz.

Ash se volvió en su dirección, con la respiración estertórea. Una figura se levantó junto a la ventana en penumbras y se acercó a su cama con algo asido en la mano.

Ash se impulsó contra las almohadas mullidas para incorporarse y aceptó el recipiente de madera que le ofrecieron. Tomó un sorbo de la balsámica agua fresca y tosió una vez más; luego volvió a beber con avidez.

—Gracias —farfulló mientras Ché regresaba a su silla junto a la ventana.

A continuación posó con mucho cuidado los pies en el suelo frío de madera. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas, y el chichón le dolía levemente. En absoluto se sentía con las fuerzas recuperadas tras las horas de descanso.

—¿Dónde estamos? —consiguió decir tras respirar de un modo superficial un par de veces.

La silueta de Ché se volvió hacia él.

—Escondidos en una ciudad que todo el mundo desea abandonar desesperadamente —respondió el diplomático antes de devolver la mirada a la ventana.

Ash se levantó y estiró la espalda mientras aguardaba a que se le asentara la cabeza. Le crujieron los huesos. En la lejanía se oían disparos y en el aire flotaba un olor a quemado. Enfiló hacia la ventana arrastrando los pies y gruñendo para echar un vistazo fuera. La llovizna había cesado al fin, y el viento abría las nubes y de vez en cuando se filtraba entre ellas algún que otro rayo de sol; luz más que suficiente para hacer visible el manto de humo que se extendía alto y delgado desde la ciudad.

Ash se fijó en la flota de embarcaciones que se dirigía hacia el oeste dejando una serie de estelas con un extraño y desasosegante fulgor azul.

—Nuestras opciones de marcharnos se reducen con cada embarcación que se adentra en el lago —dijo Ché.

Ash posó la palma de la mano en el marco de la ventana y apoyó en ella todo el peso de su cuerpo. El pecho le ardía cada vez que respiraba, aunque el aire, cargado del penetrante tufillo a sulfuro, parecía aliviarlo ligeramente.

Entornó los ojos y escudriñó la costa difuminada del lago, moteada por los numerosos puntitos de luz de las antorchas lejanas que poblaban el margen de norte a sur. También podía verse el fuego que quemaba los edificios y que escindía la noche con sus llamas. Ash descubrió, mientras las observaba, la dirección del movimiento de las antorchas, que iban arrastrándose lentamente por la costa occidental, junto a los límites del bosque de la Racha de Viento.

—Un lago presumiblemente rodeado por el enemigo.

Ash, que todavía tenía dificultades para coordinar sus movimientos, arrastró desde la otra punta de la habitación una silla; ésta golpeó la pata de la cama y produjo un estruendo amplificado por el espacio vacío del cuarto. Se sentó junto a la ventana con el vaso de madera en la mano y contempló la noche en compañía de Ché, tomando sorbos de agua de vez en cuando.

—Márchate si quieres —dijo hacia la figura oscura que tenía enfrente. A pesar de la penumbra pudo ver la mirada gélida que le dirigía Ché.

—No quiero privarle de la oportunidad de administrarme el castigo que merezco.

Ash le arrojó el recipiente en el regazo. Ché se lo quedó mirando perplejo y puso derecho el vaso. El agua caía al suelo desde su regazo.

—¿Crees que porque me has sacado de un aprieto ya has pagado por todo lo que has hecho? —gruñó Ash—. Estás muy equivocado, Ché. Y no bromees sobre nuestras cuentas pendientes. Yo no le veo la gracia.

Ché desvió de nuevo la mirada hacia la ventana.

—Haga lo que tenga que hacer, abuelo —suspiró.

El diplomático se rascó perezosamente el cuello y Ash recordó entonces al muchacho que había estado como aprendiz de roshun en Sato; un renacuajo de ojos atribulados y una risa que podía estallar en cualquier momento como una bandada de pájaros asustados echando a volar.

—Eras uno de los nuestros —le recriminó Ash.

—Yo también lo creía.

—Nos abandonaste por Mann.

Ché esbozó una sonrisa amarga con sus finos labios.

—Siempre pertenecí a Mann —reflexionó en voz alta—. Sólo que entonces no lo sabía.

—Explícate.

El joven diplomático se rascó con más fuerza, de un modo casi inconsciente.

Ash se inclinó delicadamente hacia él, le agarró la muñeca sobresaltado por el repentino contacto que se establecía entre ambos. Ché retiró entonces la mano lentamente del cuello. Ash notaba su pulso acelerado en la mano con la que lo asía.

—¿Ché?

El diplomático cerró los ojos un momento, y cuando los abrió habló como un hombre que recita sin apego la historia de otra persona.

—La orden manniana cuenta con métodos para jugar con la mente de las personas, Ash, y eso hicieron conmigo de niño. Me hicieron creer que yo era otro y me enviaron a interpretar el papel de roshun. De verdad, yo no quería engañar a nadie. Yo pensaba que no era más que un inocente aprendiz. Sin embargo, cuando cumplí los veintiuno, los recuerdos de mi verdadera personalidad empezaron a salir a la superficie, tal como mis maestros habían planeado, y vi claramente cuál era mi misión.

»Ahora suélteme el brazo, abuelo, antes de que tenga que hacerlo yo.

Ash le soltó la muñeca y, algo desconcertado, dejó caer la espalda contra el respaldo de la silla.

—Condenaste a la muerte a todos los habitantes de Sato.

El joven diplomático era una mera sombra en su silla. El blanco de sus ojos resplandecía mientras contemplaba el lago.

—Actué como debía para proteger la vida de mi madre. Para que no le hicieran daño. No tenía alternativa, ¿entiende?

—No tenías alternativa…

—No.

—¿Y qué pasará con tu madre ahora, Ché? ¿No le harán daño por haber desertado?

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