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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (8 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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La muchacha que yacía a su lado ya conocía el significado de aquel suspiro y retiró la mano para no importunarle. Acurrucó la cabeza contra su hombro y fijó sus ojos azules en las vigas inclinadas del techo. Bahn contempló las puntas del pelo teñido del color de la miel de la muchacha que se erizaban al contacto con su piel.

—Me costó reconocerte —dijo Bahn.

La muchacha levantó esos ojos que todavía le resultaban cautivadores.

—Por el pelo —explicó Bahn, sacudiendo la cabeza hacia la cresta de pelo erecto que le recorría el centro de la cabeza como el penacho de reclamo de un ave de la jungla. El olor de la cera que lo embadurnaba y lo mantenía tieso le asaltaba la nariz—. Pareces uno de esos tuchonis nómadas.

—¿No te gusta? Es obra de Meqa. Es medio tuchoni, o al menos eso dice ella.

—No me disgusta. No se puede negar que es… exótico.

Sin embargo, Bahn no pudo evitar recordar la primera vez que había puesto sus ojos en ella, cuando la había visto en una esquina con el resto de las mujeres de la calle del barrio de los Barberos, bajo una lluvia fina que le había aplastado los mechones cortos y los tirabuzones contra el cuero cabelludo.

—Es sólo que como lo llevabas antes me parecía que quedaba bien con tu nombre.

—Conservo los rizos —ronroneó ella, retorciéndose un mechón con el dedo y lanzándole una mirada a través de las pestañas.

—Basta —espetó Bahn.

—¿Qué pasa?

Bahn permaneció en silencio unos segundos.

—¿Por qué no nos quedamos tumbados un rato como dos personas que simplemente comparten una habitación? Te pagaré igual.

Ella sonrió, ofreciéndole la primera sonrisa franca desde que se conocían.

—Eso es fácil —aseveró la muchacha.

La joven se apretó contra el brazo de Bahn, frunció la boca, sopló a una partícula brillante de polvo para alejarla de su cara y la siguió con la mirada. Bahn la imitó inconscientemente, y siguió el viaje de la partícula por la nube de motitas que poblaban el aire de la habitación.

La mota sobrevoló una pila de ropa doblada y encajada entre la cama y la pared, hasta que finalmente desapareció entre las hojas de una jubba que había en un tiesto de madera astillada y que exhibía una solitaria flor tardía. Poner plantas en macetas y meterlas en casa era una costumbre lagosiana que había proliferado en la ciudad desde que había empezado el flujo constante de refugiados procedentes de Lagos. Incluso Marlee había empezado a hacerlo.

Un cuervo pasó batiendo las alas y emitiendo sus espantosos graznidos por delante de la ventana. Bahn permaneció largo rato con la mirada perdida a través de las cortinas de encaje, contemplando la exigua vista que ofrecía la ventana, con los edificios residenciales en construcción al otro lado de los patios y de las áreas verdes comunes y las grúas y los andamios asomando bajo la losa azul del cielo. Volvió a oírse la voz del otro lado de la pared de papel; era Meqa, discutiendo la tarifa con un cliente. El niño del piso inferior no dejaba de chillar.

Los quince niños formaban una tribu gobernada únicamente por su madre, Rosa, la dueña de la casa, que en realidad sólo era la madre de dos de ellos. El caso era que Rosa era una viuda de mediana edad y de buen corazón que no podía evitar hacerse cargo de todos los niños famélicos que se encontraba. Los niños no parecían enterarse de que había hombres subiendo por las viejas escaleras traseras a todas horas. Bahn había ido allí un puñado de veces y los niños únicamente le habían dirigido un par de miradas fugaces, pues estaban demasiado ocupados chillando en el estercolero del patio trasero, peleándose con los gusanos y dando gritos de júbilo cada vez que partían a uno por la mitad.

Eso bastó para que Bahn pensara en su hijo y en su niñita; sin embargo, los desterró de su mente rápidamente, antes de que pudieran ganar consistencia.

—No se oye nada —dijo la muchacha.

Se refería a los cañones del Escudo, situado a medio laq al sur.

Bahn asintió. Los cañones mannianos llevaban más de una semana callados. Se decía que se había declarado un período de duelo en todo el imperio por la muerte del hijo de la matriarca. Los cañones de Bar-Khos habían seguido su ejemplo, aunque en su caso por pura necesidad de ahorro de pólvora.

—Ocurrió lo mismo hace diez años —dijo en un tono nostálgico—, antes del asedio y de la guerra. Forman parte del ruido cotidiano de la ciudad. —Bahn suspiró de nuevo—. Me pregunto si alguna vez volverá a ser lo mismo.

—Pareces preocupado —dijo la muchacha, mirándolo con los ojos entornados—. ¿Sabes algo?

Bahn sintió una breve opresión en el pecho que le agarrotó los músculos alrededor del corazón. En su mente apareció un resplandor lejano de fuego, como de ciudades ardiendo.

—No —mintió—.Y si lo supiera no podría contártelo. —Bahn le estrujó el hombro y trató de aligerar la opresión del pecho respirando hondo—.Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Eso es todo.

Ella no insistió y posó la cabeza sobre su pecho palpitante.

—No deberías preocuparte tanto —masculló ella.

—¿Por qué lo dices?

—Porque siempre andas preocupado como una vieja. Piensas demasiado.

Ella levantó la cabeza de su torso para darle un par de golpecitos en la sien izquierda.

Una sonrisa forzada apareció en los labios de Bahn.

—Mi madre es igual. Siempre está preocupada por algo.

Ella asintió comprensiva.

Bahn contempló de arriba abajo el cuerpo relajado de la muchacha apretado contra el suyo; tenía una ligera sombra carmesí alrededor de los orificios de la nariz, causada por la inhalación de escoria, y un moratón en el cuello exactamente del mismo tamaño que los labios de él. Había vuelto a ser brusco con ella.

Se preguntó cuándo le habría dado un mordisco lascivo como aquel a Marlee, y se respondió que antes de que naciera el niño; antes de la guerra, cuando eran unos jóvenes despreocupados.

Recorrió con un dedo la piel suave del hombro de la muchacha. «De todas maneras seguirá atormentándome este sentimiento de culpa», se dijo, y sin previo aviso se colocó encima de ella.

La muchacha lo miró con un brillo de sorpresa en los ojos que se esfumó sustituido por una expresión indescifrable en cuanto él se inclinó para besarla en el cuello.

«Está perdiendo la cabeza», se dijo Curl para sus adentros cuando Bahn se fue y el retumbo de sus botas desapareció al final de las escaleras. Ya lo había visto en otros soldados de la ciudad traumatizados por el asedio: hombres a punto de estallar y de arrasar con la gente que los rodeaba, que buscaban una salida en medio de aquel baño de sangre y de gritos. Había comprobado que siempre les ocurría a los más bruscos. Aun así Bahn no era malo con ella, si acaso exhibía una pasión animal, como si en esas breves horas sólo necesitara evadirse de las circunstancias que rodeaban su vida cotidiana.

Un suicida en potencia, quizá; un simple caso de locura.

Sin embargo, no le había gustado el miedo que había detectado en su voz cuando había hablado sobre el silencio de los cañones. Se había comportado como si estuviera condenado; como si todos lo estuvieran. Ella no tenía ninguna necesidad de oír ese tipo de cosas; que compartiera esas preocupaciones con su esposa, cuyo nombre seguía gritando en los momentos más tórridos.

Se levantó y deslizó el dinero en el monedero, escondido en la maceta de la jubba. En él guardaba un puñado de monedas de plata y unas cuantas más de cobre. No era demasiado para todo lo que trabajaba. La escasez de comida en la ciudad seguía creciendo, y los precios no dejaban de subir, de modo que Rosa se veía obligada a aumentar la contribución para la comida, y ella tenía problemas para reunir incluso esa pequeña suma semanal.

Vertió agua de una jarra en una palangana de arcilla y permaneció de pie, desnuda sobre una toalla de algodón que extendió sobre el escaso espacio libre que había en el suelo delante del perchero, y se lavó con una pastilla de jabón con aroma a manzana. El humo del incensario se arremolinaba alrededor de su cuerpo y ocultaba el tufo que había quedado en la habitación tras la visita de Bahn. Aun así el ambiente seguía cargado, y la tristeza y el ánimo alicaído de Bahn perduraban en el silencio.

Canturreó algo de su infancia y recuperó la posesión de su habitación.

Una brisa fría entró por la ventana abierta y se le puso la carne de gallina. Se secó rápidamente y se echó un poco de zumo de limón sobre las piernas, que continuaban sufriendo las picaduras de las pulgas. Se arregló el pelo frente al espejo de plata roto apoyado contra el lavamanos y se enfundó la túnica de algodón que se ponía cuando no trabajaba. Luego, sin dejar de canturrear, volvió a colocarse el amuleto de madera alrededor del cuello y escuchó los gritos de Rosa, que perseguía a los niños por la cocina.

Rosa alquilaba las habitaciones de los pisos superiores para poder alimentar y vestir a su tribu de golfillos caprichosos. Cuando menos era curiosa aquella combinación: aquel mundo infantil, con sus travesuras y sus berrinches, y las sórdidas sesiones de las mujeres que trabajaban en las diminutas habitaciones de los pisos superiores, las vidas fantasmagóricas de los adictos a la escoria y la leve locura de los ermitaños urbanos y de los artistas de voluntad inquebrantable. Sin embargo, por algún motivo funcionaba, tal vez porque no había más remedio. Rosa mantenía la renta lo más baja que podía y se esforzaba por que todo el mundo se sintiera parte de una gran familia. En contra de todas las expectativas, en la casa se convivía en una ambiente cordial, se respiraba un aroma a hogar.

Capítulo 5

Las recompensas de la vida

Esa mañana sentía que la cabeza le iba a estallar y mascaba una hoja de stevia mientras deambulaba entre los prósperos puestos de la plaza del mercado de Q’os, escudriñando entre los pliegues de la capucha húmeda bajo aquella llovizna tan fina que caía variando continuamente de dirección.

Las campanas de los templos vecinos anunciaban el cambio de hora con sus tañidos estridentes, que sonaban amplificados por las varias semanas de letargo que habían vivido. Desde la cercana Serpentina llegaban los cantos matinales de los peregrinos que se dirigían en masa hacia La plaza de la Libertad, en un acto de conmemoración del primer día de las celebraciones retrasadas del Augere el Mann una vez que había finalizado el período de duelo.

Ash todavía no sabía qué estaba haciendo allí, arriesgando el pellejo a plena luz del día por un trozo de pan. Simplemente había sentido el impulso de salir al ver las calles tan atiborradas de gente, y nada le había hecho desistir de esa idea inicial; así que allí estaba, abriéndose paso entre la aglomeración de vendedores, con la cara cubierta con un pañuelo y la capucha justo por encima de los ojos, guiado por el aroma del puesto de pan más cercano.

Las tripas le rugían mientras hacía cola en el concurrido tenderete de un panadero. La lluvia seguía cayendo del cielo plomizo, y el agua goteaba del toldo y tamborileaba en su espalda. Ash paseó la mirada por las fachadas que rodeaban la plaza del mercado y se detuvo para examinar las entradas situadas en cada lado y a la pareja de auxiliares que recorría con paso resuelto los puestos, girando sus bastones y buscando una excusa para utilizarlos.

«No debería estar aquí a plena luz del día —dijo para sus adentros dirigiéndose a su estómago—. Es una temeridad incluso para mí.»

Se abrió un hueco delante de él y Ash se apresuró a ocuparlo con el monedero en la mano.

—¿Sí? —le preguntó uno de los muchachos con delantal desde el otro lado del mostrador.

—Tres con semillas. Los más grandes. Y algo para llevarlos.

El muchacho metió los panes en una bolsa de rejilla de cáñamo y la tendió hacia Ash.

—Una maravilla y media. Más un cuarto por la bolsa. En total, una y tres cuartos.

El precio era desorbitado, sin duda como consecuencia de las celebraciones y de la afluencia de peregrinos. No obstante, Ash le dio dos maravillas y agarró la bolsa que le ofrecía.

—Eso sumará un cuarto de maravilla extra.

—¿Por qué?

—Por necesitar cambio.

Ash sintió en la espalda los empujones de la gente que intentaba llegar al mostrador y, sin volverse, devolvió los empellones para recuperar el centímetro de espacio que había perdido.

—¿Estás diciéndome que tengo que pagarte un cuarto para que me des mi cuarto de cambio?

—Yo no invento las reglas —replicó el muchacho con impaciencia, con la atención puesta ya en el siguiente cliente.

Ash suspiró hondo. Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se abrió paso para alejarse del puesto antes de perder por completo los estribos. Emprendió el camino de regreso por donde había venido, pero divisó a dos auxiliares que se acercaban en su dirección y dio media vuelta para enfilar hacia la entrada que había en el lado opuesto de la plaza, con el solo deseo de estar ya en su aislada azotea, donde podría disfrutar del desayuno con la única compañía de sí mismo.

«¡
Ken-dai
! —oyó Ash que gritaba alguien y se detuvo en seco—. ¡
Ho, ken-dai

Se volvió con brusquedad y al punto divisó un rostro de color que sobresalía del mar de cabezas de la gente apenas a una docena de pasos de él. Era un compatriota de Honshu.

El hombre lo miraba desde la atalaya del palanquín que portaban dos esclavos musculosos. Estaba sentado y llevaba un pañuelo perfumado apretado contra la nariz como si fuera una flor blanca. Cuando sus miradas se encontraron, el hombre lo saludó con la mano. Ash miró a su alrededor y se alzó el pañuelo por encima de la nariz sin apartar la mirada del hombre, que descendía del palanquín. Los dos hombres que formaban su escolta ya le despejaban el camino a base de empujones.

—¡Ken-dai!
—repitió el hombre en la lengua nativa de Honshu.

Los portadores abrieron una sombrilla que sostuvieron sobre su cabeza.

Ash le respondió con un gesto seco con la cabeza.

—Hace bien moviéndose así por la ciudad. Están arrestando a muchos compatriotas para interrogarlos.

Ash permaneció callado y se produjo un instante de silencio incómodo entre ambos. El desconocido era de una edad parecida a la de Ash e iba ataviado con delicadas ropas de seda de Honshu. Tenía algo de sobrepeso, y Ash no pudo evitar fijarse en los numerosos anillos de oro y diamantes que adornaban sus dedos. Debía de tratarse de un comerciante de seda que había llegado al Midères atraído por la moda de la seda mucho tiempo atrás. O tal vez era un refugiado político.

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