Yelmos de hierro (10 page)

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Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
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Sin embargo, este dios llamado Qotal parecía ser muy diferente y mucho más atractivo que Zaltec, el sanguinario dios de la guerra.

En una de las jornadas, Kachin mandó parar la caravana cuando se encontraban en medio de un enorme campo de flores silvestres.

—Observa las mariposas —dijo el sacerdote, señalando los miles de mariposas—. El padre Plumífero las ama, ama las flores que las alimentan. Es este amor el que lo convierte en el más poderoso de los dioses.

—Entonces, ¿por qué tiene tan pocos seguidores? —preguntó Erix, atrevida. Durante el viaje había aprendido a confiar en el clérigo.

—A la gente, gente como los nexalas y los kultakas, les gusta el derramamiento de sangre —respondió Kachin—. Son incapaces de imaginar un dios que no desee lo mismo.

Erix abrió los ojos sorprendida por las implicaciones de la respuesta. Kachin hablaba como si los dioses hubiesen sido creados para satisfacer las necesidades de los hombres. Rogó para sí misma que el sacrilegio no fuera tenido en cuenta, porque le había cogido cariño al anciano.

—Qotal sabe quién eres y te ha bendecido, aunque tú no lo sepas —añadió Kachin—. Llevas contigo un testimonio de su belleza y de su paz.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero al amuleto, el medallón emplumado que tanto te empeñas en ocultar. Habla con voz propia, proclama el poder y la gloria del dios Plumífero. No deberías taparlo. Qotal es el dios del aire, el viento y el cielo. Sus símbolos deben participar de estos placeres.

Avergonzada, Erix sacó el medallón colgado de su cuello y lo puso por encima de la túnica. Quizá sólo lo imaginó, pero el viento pareció soplar más fuerte para refrescarla con el olor de las flores. Después, pensó en otra cosa. ¿Cómo se había enterado Kachin del amuleto? Lo había ocultado con mucha precaución, convencida de que el sacerdote se lo arrebataría debido a su gran belleza. Al parecer, había muchas cosas que ignoraba acerca del anciano.

La carretera los llevó una vez más a zonas de montaña, donde el trazado discurría junto a grandes precipicios y cañones, y después a una región de valles cubiertos de verdor parecidos a los de Kultaka.

Por fin Erix divisó la silueta inconfundible de una pirámide que se elevaba en medio de la planicie.

—Pezelac. La ciudad es vasalla de Nexal, pero en otros tiempos fue una tierra independiente —le explicó Kachin, a medida que se acercaban—. Sus pobladores son artistas, gente tranquila y pacífica. Creo que te gustarán. Y, cuando salgamos de aquí —anunció entusiasmado—, entraremos en las tierras de Payit, tu nuevo hogar.

El sacerdote payita fue bien acogido en Pezelac. El grupo fue hasta una casona al costado de un pequeño templo, y les asignaron habitaciones amplias y bien aireadas para todos.

Una niña llevó agua caliente al cuarto de Erix después de cenar, y la sacerdotisa disfrutó de un magnífico baño. La pequeña permaneció boquiabierta junto a la bañera, para alcanzarle cepillos, jabones y toallas.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Erix.

La niña se apresuró a desviar la mirada.

—Lo..., lo lamento. Sois tan hermosa, que no he podido evitarlo.

Erix soltó una carcajada, y la niña le correspondió con una sonrisa.

—Me alegro de que lo pienses —dijo—. En realidad, tu baño ha hecho que me vuelva a sentir bonita.

La pequeña, pensó Erixitl, no podía tener más de nueve o diez años. Recordó, con un poco de pena, que ella tenía su misma edad cuando la habían raptado. Ahora, aquel día parecía pertenecer a otra vida, y su hogar en Palul, un sitio del reino de los sueños.

—¿Sois la gran sacerdotisa de todo Payit? —preguntó la niña, con timidez.

—¡No, no lo creo! No sé
qué
voy a hacer allí, ni tampoco por qué voy allí. —Erix pensó que un sacerdote capaz de comprar a una sacerdotisa era capaz de cualquier cosa—. ¿Todos los payitas están tan locos como Kachin?

En el rostro de la niña apareció una expresión de miedo.

—¡No digáis que el sacerdote está loco! ¡Es fiel al más poderoso de nuestros dioses, el único dios verdadero de todo Maztica!

—¿Quién te cuenta todas estas cosas? —preguntó Erix, sorprendida ante la vehemencia de la pequeña—. ¿Cómo puedes decir que uno de nuestros dioses es el verdadero y correr el riesgo de sufrir la cólera de los demás?

—¡

que es verdad! Mi abuelo es el patriarca de Qotal en Pezelac, y él me enseñó acerca del dios verdadero antes de hacer su voto! —La niña mostró por un instante una expresión de tristeza, y después añadió—: Aprendió tantas cosas que Qotal le hizo adoptar un voto de silencio. Esto significa que no puede hablar. Y, dado que sabe mucho más de lo que los hombres están autorizados a saber, prometió no decírselo a nadie más.

—Lo lamento. No pretendía criticar a tu dios. —Erix comenzó a secarse. Disfrutaba de la conversación.

—¡
Nuestro
dios, y el dios de los payitas! —La niña asintió entusiasmada, con una mirada muy seria. Cogió la toalla de las manos de Erix y acabó de secar a la joven.

»Sólo los nexalas, tu gente —añadió, con vergüenza—, y los kultakas glorifican la guerra, y exaltan a Zaltec. En cambio los payitas todavía aguardan el regreso de Qotal. Mi abuelo me dijo que han construido grandes rostros de piedra en los acantilados de las costas orientales, un hombre y una mujer que miran hacia el este esperando la aparición de la gran canoa del dios Plumífero. Los llaman los Rostros Gemelos, y están consagrados al retorno de Qotal de los océanos del este.

—¡Alabado sea Zaltec! —Hoxitl comenzó el saludo ritual.

—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —respondió el Muy Anciano. Al clérigo le pareció que su interlocutor estaba nervioso. No se equivocó. La figura vestida de negro se apresuró a añadir—: ¡La muchacha ha vuelto a escapar! Nos han informado que ha sido comprada por un sacerdote de Qotal. ¡Ahora viaja hacia Payit!

—¿Payit? —exclamó Hoxitl, asombrado—. Está muy lejos del Mundo Verdadero. Quizá ya no represente un peligro para nosotros.

—¡Idiota! —La voz del Muy Anciano no podía ser más despreciativa. Hoxitl nunca había sido tratado de esta manera, y se asustó—. ¡Es más peligrosa que nunca! ¡Y ahora el tiempo se nos escapa como el agua de una catarata!

—Muy bien —susurró Hoxitl, intentando recobrar la compostura—. Tenemos..., quiero decir, el templo de Zaltec tiene clérigos en Payit. Les haré llegar un aviso de inmediato, y...

—¡No hay tiempo! —La voz se parecía al siseo de una serpiente—. Te quedarás con nosotros durante el día. Necesitamos la Mano Viperina.

Hoxitl asintió; sólo faltaba una hora para la salida del sol. Cualquier hechizo que desearan practicar los Muy Ancianos debería esperar a la noche siguiente. El poder de Zaltec, enfocado en la palma roja de Hoxitl, y tatuado con el dibujo de la Mano Viperina, sería necesario para el envío a través de una distancia tan grande.

—Al anochecer, te reunirás con nosotros en el círculo oscuro. Desde allí, haremos el envío. La
zarpamagia
se encargará de llevar el mensaje a Payit durante la noche. No podemos perder ni un minuto. ¡La muchacha debe morir!

5
A través del Mar Insondable

Día 1, a bordo del
Halcón

Llevaré un diario del viaje de mi legión mientras exploramos hacia el oeste. Los preparativos se cumplieron sin tropiezos, y estamos bien provistos. Ayer, Darién y yo compramos pócimas en abundancia, lo último que faltaba en nuestras bodegas. El resto está en manos de Helm, ayudado por los fuertes brazos de nuestros legionarios.

Con el alba, la marea nos saca de la bahía: un viento frescachón por el cuadrante de estribor acelera nuestra partida. La tierra firme ha desaparecido para el mediodía.

Anochece. Los promontorios de Tethyr aparecen con la última hora del crepúsculo. Prevemos el cambio de rumbo hacia el canal de Asavir para el amanecer.

Durante diez años, he reclutado guerreros bajo mi estandarte; creo que son los mejores soldados de los Reinos. Los capitanes son, hasta el último hombre, leales y valientes. Daggrande y Garrant, los más veteranos. Halloran y Alvarro, jóvenes e impulsivos.

Mi corazón revienta de orgullo a la vista de estos hombres espléndidos, embarcados en una misión hacia lo desconocido, llevados por su lealtad y su coraje. Al ver la multitud de velas desplegadas a mi alrededor, estoy seguro de que triunfaremos.

—¿En qué piensas, padre? —Martine se unió al fraile en la proa del
Halcón.

—En las muchas glorias de Helm —replicó Domincus, reverente—. ¡Piensa en ello, querida mía! ¡Multitudes de paganos que desconocen la existencia de nuestro todopoderoso vengador! ¡Tú y yo tendremos la gloria de llevarles la palabra de Helm!

—¿Has de ser siempre tan serio, papá? —preguntó la muchacha—. ¡Piensa en la aventura, en las vistas, los olores y sonidos de todo aquello! ¡No sé qué encontraremos, pero ya estoy fascinada!

—No lo tomes tan a la ligera. —El fraile frunció el entrecejo, y unos surcos profundos aparecieron en su frente—. ¡Ya comienzo a arrepentirme de haberte traído en semejante viaje!

—¡No seas ridículo! ¡No habrías podido retenerme en casa!

—¡Lo sé! —suspiró el clérigo—. De todas maneras, ve con cuidado.

Día 6, a bordo del
Halcón

Vientos suaves por la parte de proa hacen que tardemos dos días en pasar el canal de Asavir, pero desde entonces hemos navegado sin problemas. Hemos recogido agua y alimentos en la isla de Lantan; es la última tierra que veremos durante no sé cuánto tiempo. Las bodegas están a tope.

Las tripulaciones han embarcado de buena gana. Los habitantes de la isla, adoradores de Gond, el Milagrero, son una gente inquietante, muy estrafalarios y furtivos.

Zarpamos con el crepúsculo con rumbo 15 grados oeste—sudoeste hacia aguas desconocidas.

Me impresiona la tranquilidad de los hombres. Nuestro viaje será largo y peligroso. ¡Ninguna otra tropa excepto la Legión Dorada se hubiese atrevido siquiera a embarcar!

Mis capitanes, asignados a las distintas naves, ayudan a motivar a los hombres. Me preocupan un poco Alvarro y Halloran; el primero todavía guarda rencor por su postergación. Quizá debería haberlo dejado en tierra, pero es demasiado buen guerrero como para recibir semejante afrenta. ¿Por qué es incapaz de comprender que su valía está en su espada, y no en su cerebro?

Tendré que mantener un ojo atento a estos dos.

—¿Cuándo acabarás de afilar el hacha?

—¡Cuando esta nave embarranque en la arena de las playas de Shou Lung, y no antes! —bufó Daggrande, sin dejar de pasar la piedra por el acero ya afiladísimo.

—¡Pensaba que no creías que fuéramos a llegar a Kara—Tur! —replicó Halloran. Shou Lung era el imperio más grande del lejano continente.

—No lo creo. ¡No llegaremos y lo digo en serio!

—¡Y si no afilas el hacha, te dedicas a tensar el resorte de tu ballesta o a pulir el casco! —Halloran insistió en incordiar a su amigo.

—¿Qué otra cosa se puede hacer en esta maldita barcaza? —preguntó el enano. Resopló una vez más, y prestó atención a su trabajo. En realidad, el mar lo inquietaba, y su compañero lo sabía.

Un perro enorme y delgaducho se acercó a Halloran y se apoyó contra su cuerpo. Era uno de los sabuesos que acompañaban a la legión. éste, al que Hal había bautizado
Caporal,
buscaba al joven lancero para que le diera comida.

Cerca del palo mayor,
Tormenta
y otro par de caballos se movían impacientes debajo de la toldilla que les servía de cobijo. Una travesía muy larga, pensó Hal, sería más dura para los animales que para los hombres.

De pronto Halloran se olvidó de los corceles, porque el
Cormorán
se había acercado a unos cincuenta metros del
Halcón,
y el jinete sólo tenía ojos para la nave capitana.

Mejor dicho, para uno de los pasajeros de la nave. La hija del fraile, Martine, acababa de salir de su cabina, y el sol convirtió en fuego su cabellera pelirroja. La joven paseó lentamente por la cubierta, como hacía varias veces al día, conversando con los marineros o apoyándose de vez en cuando en la borda.

En una ocasión, había advertido la presencia de Halloran que la observaba, y lo había saludado con la mano. él le había devuelto el saludo, avergonzado, y, desde entonces, se había esforzado en disimular su interés, aparentando estar ocupado con los caballos o equipos.

Sin embargo, cada vez que los dos barcos navegaban cerca, él no dejaba de vigilar al
Halcón
para poder ver a Martine. Cuando conseguía su propósito, vivía feliz el resto de la jornada.

Mientras tanto, Daggrande comenzó a afilar su daga, sin apartar su mirada de la proa.

Día 20, a bordo del
Halcón

Anoche hemos soportado el peor tiempo de la travesía; aliviados, contamos quince naves, al alba. El
Cisne
perdió un mástil; pasamos la mañana reparando los daños. Para el mediodía, navegamos otra vez, empujados por un buen viento del nordeste.

La incertidumbre comienza a pesar sobre todos nosotros. Jamás los hombres han navegado tan lejos hacia el oeste. A nuestro alrededor no hay nada sino la inmensidad del mar.

¿Cuándo avistaremos tierra? Hay algunas quejas entre los hombres, pero era de esperar. Las tropas sanas y vigorosas tienden a mostrarse inquietas durante los períodos de inactividad demasiado largos.

Me disgusta el asesor, Kardann. El Consejo de los Seis ha escogido mal. No es un aventurero. Ha estado enfermo durante todo el viaje y ya habla de volver a casa. Lo creo capaz de frenar mis ambiciones a menos que consiga tenerlo a rienda corta.

Por desgracia, los términos de mi acuerdo con Amn confieren todo el poder del Consejo a este hombre sin agallas, incluido el control del dinero que financia la expedición. Tendré que dejar bien clara una cosa: ¡la legión sólo responde a mis órdenes y a las de nadie más!

Darién se movió en silencio en la intimidad de su pequeño camarote. La llama de la vela oscilaba con el cabeceo del
Halcón,
pero la luz era suficiente para sus propósitos; prefería la semipenumbra a la luz del sol, que le producía dolor en los ojos.

Recogió un macuto de lona fuerte que había en un banco, y buscó un bolsillo secreto. Sus dedos hábiles quitaron el cierre, y sacó un volumen flexible. El libro encuadernado en cuero contenía docenas de páginas de pergamino, y en cada una aparecían uno o dos de sus hechizos más poderosos.

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