Yelmos de hierro (32 page)

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Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
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—¿Quién eres? —preguntó Poshtli. Descubrió que le costaba trabajo hablar porque tenía la lengua reseca como una suela.

—¿Eh? Soy Luskag, jefe de la Casa del Sol. Es curioso que me lo preguntes. Yo pensaba hacer la misma pregunta acerca de ti.

A Poshtli se le despejó la mente. Recordó los relatos, calificados como leyendas fantásticas, acerca de los hombres peludos del desierto, enanos que vivían muy lejos de las poblaciones humanas, al otro lado de un desierto infranqueable.

—Soy Poshtli, de Nexal —respondió. Con gran esfuerzo, se sentó en la cama—. Te debo la vida.

—Has llegado más lejos que cualquier otro hombre que haya conocido jamás —afirmó Luskag—, pero nadie puede vivir mucho tiempo en la Casa de Tezca. Sin embargo, no es éste el motivo por el que te he salvado la vida. —El enano alcanzó a Poshtli una cantimplora, y el guerrero bebió un par de sorbos.

»Algunas veces los humanos vienen al desierto y mueren allí. En ocasiones, los enanos del desierto salvamos a los humanos y los traemos aquí, a la Casa del Sol. Cada vez que salvamos a alguno, es por una razón.

»A ti te salvé porque tuve un sueño. Soñé con un enorme buitre, que volaba a tu alrededor, sólo en la Casa de Tezca. Y yo iba hacia ti, te daba agua y vida, y el buitre quedaba complacido.

»No sé por qué querría yo complacer a un buitre, pero era algo importante para mí. —El enano miró a Poshtli como si esperase una explicación del caballero.

—Yo también he soñado con un buitre... ahora mismo, antes de despertar —dijo el Caballero águila—. Pero no sé lo que puede significar la visión.

—¿Por qué has venido al desierto? —preguntó Luskag.

—Busco poder ver el futuro, encontrar un significado a los sucesos del Mundo Verdadero. Extranjeros, hombres poderosos, han volado hasta nuestras costas. Naltecona, el reverendo canciller de Nexal, se ha visto asediado por augurios y visiones. Una noche tuve un sueño. El Plumífero, el propio Qotal, me habló. Dijo que yo podría encontrar la verdad que busca mi tío, pero que no la encontraría jamás en Nexal.

»La visión me mostró una imagen de calor, arena y sol, que interpreté como la Casa de Tezca. Y, dentro de aquel desierto, debía buscar una gran rueda de plata. ésta es la razón por la que he venido aquí; en busca del conocimiento.

Luskag suspiró, y cabeceó en un gesto de resignación.

—Es tal como me temía —dijo.

—¿Qué es lo que temías? ¡Por favor, explícamelo!

—Hay un lugar cerca de aquí, al que se puede ir en busca del conocimiento o la verdad, pero a menudo a un coste terrible; quizás incluso la vida de un hombre, o su juicio. Pese a ello, éste es el motivo por el cual los hombres se aventuran a entrar en la Casa de Tezca, y también la razón por la que, a veces, los traemos aquí. —Luskag miró a Poshtli con expresión severa—. Allí es donde encontrarás tu respuesta. Te llevaré a la Piedra del Sol.

Erix recuperó el sentido poco a poco; primero advirtió que casi no podía respirar por culpa de un hedor pútrido y asfixiante. Después notó un dolor en el abdomen y, por último, percibió el movimiento. De pronto comprendió dónde estaba, y el miedo se apoderó de ella.

¡Se encontraba atravesada en la espalda del monstruo!

El dolor se lo producía un caparazón sobresaliente en el lomo de la bestia, porque iba colgada entre la enorme cabeza y el torso humano. No se atrevió a mirar, si bien no dudaba que el hombre era Halloran.

Miró hacia abajo, y descubrió que se movían por la arena. El ruido de las olas la avisó que corrían a lo largo de la playa.

De improviso, Erix se retorció para dejarse caer de la criatura. Escuchó el grito de Halloran mientras ella aterrizaba en la arena, y se quedaba atontada por el golpe. El martilleo de los inmensos pies de la bestia cesó en el acto, y, antes de que tuviese tiempo de levantarse, el extranjero se había separado del monstruo y se sostenía sobre sus propias piernas junto a ella.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el joven—. ¡No voy a hacerte ningún daño!

—¿Qué..., qué
eres
tú? —gritó Erix—. ¿Qué clase de gente sois que podéis matar con tanta alegría y despreocupación? ¿Y qué son estos monstruos que...? —Hizo un gesto furioso hacia la bestia que ahora esperaba tranquila en la playa. Como si tuviese conocimiento del interés de la joven, el monstruo levantó la cabeza y relinchó suavemente.

De pronto, le resultó evidente la naturaleza de los caballos. Eran animales, desde luego criaturas muy grandes, pero bestias vulgares que cargaban con el peso de los hombres y estaban sometidas a su voluntad.

Erix advirtió que sus palabras habían provocado un profundo dolor en Halloran, y recordó que él había luchado contra su propia gente para salvarle la vida. Sin embargo, esto revivió su enojo.

—¿Por qué no me has dejado morir? —preguntó.

Ahora fue el turno de Halloran de mostrarse enfadado.

—¿Por qué? Porque lo que hacían era una barbaridad. ¡No tenía ningún sentido dejarte morir!

—Eres una persona muy rara, Halloran. Has venido hasta aquí con tu gente en un viaje larguísimo y, entonces, cuando llega el momento de luchar, te vuelves contra ellos.

Una vez más comprendió que lo había herido, y en esta ocasión se arrepintió.

—Mi gente se ha vuelto contra mí —replicó Halloran—. Me habrían matado, así que tuve que huir. —«Y me han culpado por la muerte de Martine», añadió para sí mismo. Sintió ganas de acusar a Erix, pero se contuvo.

»Cuando te vi en el campo de batalla —agregó en voz alta—, sólo podía hacer una cosa, y la hice. Me alejé de allí, y desde entonces cabalgamos a lo largo de la costa, hacia el oeste.

—¿Soy tu prisionera? —quiso saber Erix.

—¿Qué? ¡No! ¡Desde luego que no! Sólo pretendía enmendar un error tremendo del que era testigo, quería ayudarte. ¡Esto es todo! Pensé que estarías más segura conmigo que no en el campo, con la legión.

—Entonces ¿puedo irme?

Al escuchar su pregunta, Halloran sintió miedo; una inexplicable sensación de soledad amenazó con borrar su desesperación anterior. No quería que la muchacha lo abandonara. Ella representaba su único medio de comunicación, su guía en esta tierra desconocida. Pero no podía retenerla en contra de su voluntad.

—Sí, puedes irte —contestó—. Eres libre de ir a donde quieras. Pero espero que escojas quedarte conmigo y ayudarme. Me encuentro solo. No puedo regresar con mi gente.

El aspecto, la voz y el olor de Halloran no dejaban de asombrar a Erixitl. No obstante, se había acostumbrado un poco a su aspecto estrafalario. Había demostrado ser un hombre valiente y de honor. Sabía que su compañía podía resultar interesante. En cuanto al olor...

—De acuerdo. Pero, primero —dijo Erix, enfatizando las palabras—, debes bañarte.

El la miró sorprendido, y comprendió que lo del baño iba en serio.

—Después —añadió la muchacha—, tendremos que buscar un refugio. No tardará en llegar la noche.

—¡Hay que contar y cargar el tesoro, de inmediato! —declaró Kardann, con la mirada puesta en Cordell.

El capitán general escuchó la demanda del asesor, y no pudo evitar sentir desprecio hacia un hombre que, en lugar de estar presente en el campo de batalla, había buscado refugio en uno de los barcos. Ahora que la victoria era un hecho, había vuelto con sus plumas y pergaminos a reclamar la parte que correspondía a sus amos. Pese a ello, el plan que había propuesto coincidía con el suyo propio.

—Entraremos en la ciudad, que, según me han dicho, se llama Ulatos, esta noche —respondió Cordell—. Darién ha informado a sus jefes, y se preparan para recibirnos. —Una vez más, el hechizo idiomático de la maga había acelerado la comunicación. Después, la elfa había regresado a la nave capitana para continuar con el estudio del hechizo, y estar preparada, en el caso de que hiciese falta saber más de una lengua para subyugar a Ulatos.

—¿Y el oro? —preguntó Kardann, inquieto.

—Seremos todos ricos para el alba, lo prometo —afirmó Cordell, mientras Kardann se volvía hacia el campo de batalla.

—¿Qué pasa con los cuerpos? —quiso saber el asesor de Amn—. ¿Les han quitado las pulseras, collares y demás ornamentos?

—¡Desde luego! —exclamó Cordell, airado. La necesidad de despojar a los muertos no hacía más agradable la tarea—. Se ha recogido una cantidad de oro considerable. Lo han llevado a la torre. —El general señaló la torre de observación, y Kardann se alejó deprisa para hacer su primer inventario. Cordell respiró aliviado, y sonrió al ver que se acercaba Darién.

»¡Hola, querida! —El general no ocultó su sorpresa. Había dado por sentado que ella dedicaría horas al estudio del hechizo.

Ahora, a la luz de las hogueras, su blanca tez estaba roja de ira.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cordell.

—Tu plan para Halloran ha fracasado —respondió la maga, en voz muy baja. Siempre tenía la precaución de hablar cuando la atención del fraile estaba ocupada en otra cosa.

—¿Quieres decir que no ha escapado? —El general hizo una mueca—. Vaya desilusión. Creía habérselo puesto muy fácil.

—Oh, desde luego que sí —exclamó Darién, en tono mordaz—. No sólo escapó sino que hizo algo más. —Cordell frunció el entrecejo—. Robó mi libro de hechizos. Quizá no lo hizo intencionadamente, pero estaba oculto en la mochila que se llevó de mi camarote.

Cordell hizo un mohín de desagrado, y desvió su mirada de los ojos claros y furiosos de la elfa. Ambos conocían la gravedad del robo, porque los magos necesitaban consultar su libro después de practicar un hechizo, para volver a aprenderlo. Sin su libro, Darién sólo podía utilizar sus encantamientos una sola vez, y no tendría oportunidad de renovar su conocimiento hasta tanto pudiese recuperar el volumen o escribir uno nuevo.

—Corre el rumor entre los hombres —añadió Darién, vengativa— de que atacó y desmontó a Alvarro, para después robarle el caballo y escapar del combate.

—¡Que Helm lo maldiga! —siseó Cordell, pálido de furia—. ¡Le di la oportunidad de redimirse, y me traiciona! ¡No puedo consentirlo!

—¡Claro que no! —asintió la maga—. Pero ¿cómo piensas remediar el tema?

—¿Tiene todos tus hechizos?

—Tiene una copia de todos; sin embargo, conservo mis notas y pergaminos, y podré volver a aprenderlos casi todos. Claro que me llevará algún tiempo reescribir el libro. Además, robó unas cuantas pócimas de mi cofre.

—Muy bien —dijo Cordell. La mirada de sus negros ojos era tan fría como la expresión de su rostro—. No escatimaremos esfuerzos. Hay que encontrar a Halloran y matarlo. Cuanto antes, mejor.

—Quizás esto se pueda conseguir más fácilmente de lo que crees —comentó la maga, con una sonrisa cruel.

—¿Qué quieres decir?

—Una de las pócimas que robó es el señuelo..., el veneno. Si la prueba, habrá muerto antes de poder dejar la botella.

Spirali se paseó asombrado entre los cuerpos sangrientos dispersos por el campo. Como miembro de una raza antiquísima, su formación lo había preparado para muchas cosas. No obstante, el espectáculo que tenía ante los ojos lo atemorizaba; por primera vez, se preguntó si habría fuerzas que ni siquiera los Muy Ancianos serían capaces de dominar.

La noche había convertido la llanura en un infierno. La hierba había desaparecido, entremezclada con el fango. Los grandes abanicos de plumas, los orgullosos estandartes y los innumerables tocados aparecían aplastados en el barro; un epitafio adecuado a la desgracia del ejército payita.

Mujeres y niños silenciosos caminaban en la oscuridad, buscando un rostro familiar entre la multitud de muertos y heridos. Los esclavos cargaban con los cadáveres hasta una enorme fosa, y los colocaban en hileras en el interior. Los muertos sumaban millares, y los ritos funerarios de carácter individual habían sido suprimidos por necesidad.

Los sacerdotes de Qotal y Azul también recorrían el escenario para atender a los heridos, pero su magia sanadora se había visto desbordada por la magnitud del desastre. En la mayoría de los casos, los guerreros soportaban el dolor con estoicismo, si bien de cuando en cuando se escuchaba el grito de un hombre que deliraba.

Pero estas triviales preocupaciones humanas no tenían ningún sentido para Spirali.

El Muy Anciano miró hacia la ciudad, donde grandes hogueras celebraban la victoria de los extranjeros. De acuerdo con el plan elaborado durante siglos, los invasores tendrían que haber sufrido hoy una derrota aplastante. Sin embargo, ahora bailaban en la plaza, alrededor de su montaña de oro, de una manera que intranquilizaba a Spirali. Tenía la impresión de que estos humanos perseguían sus metas con tanto empeño como los Muy Ancianos perseguían las suyas. ¡Sólo que parecían mucho más apasionados!

Su preocupación no le dejaba más que una alternativa. Por lo tanto, Spirali desapareció de la llanura de Ulatos y se teletransportó hasta la Gran Cueva.

Reapareció junto al caldero hirviente del Fuego Oscuro, en el momento en que los Cosecheros se encargaban de alimentarlo. Estos últimos, más pequeños de talla y vestidos con túnicas negras iguales a la de Spirali, lo saludaron con una reverencia.

Los Cosecheros permanecían alrededor del caldero del Fuego Oscuro, como cada noche, atendiendo a la llama inmortal. Lo alimentaban con los frutos de sus cultivos, recogidos a lo largo y ancho de las tierras de Maztica. Las llamas del Fuego Oscuro, deleitado con su comida, se retorcían y saltaban.

Desde luego, Zaltec estaba feliz, porque una vez más comía muy bien.

Los Cosecheros trabajaron diligentes, y muy pronto acabaron de alimentarlo. Después, desaparecieron silenciosamente en la oscuridad. Su tarea había concluido hasta la noche siguiente.

Spirali sacudió su capa, y el áspero roce de la tela resonó en las amplias cámaras de la cueva. En unos momentos, los Muy Ancianos se reunieron alrededor del Fuego Oscuro. Spirali permaneció en silencio, como todos los demás, hasta que apareció la frágil y amortajada figura del Antepasado para ocupar su asiento por encima del caldero.

—Los extranjeros han derrotado a los payitas en el combate. En un día, han conquistado Ulatos y destrozado el ejército.

Las capas susurraron en una muda afirmación de sorpresa, cuando no de asombro.

—¡Imposible! —siseó una voz, con tal brusquedad que ofendió la sensibilidad de los presentes. Después, se escuchó el suave roce de la seda de su capa, como una disculpa por el estallido.

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