Yo mato (50 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Helena sonrió y un pequeño sol se sumó a la luz de la habitación. Se dio la vuelta de golpe y trepó encima de él como si quisiera coronar una conquista personal. Le mordió delicadamente la nariz.

—¡Imagínate! ¡Si te la saco, George Clooney ganará por una nariz!

Frank le cogió la cara entre sus manos. Helena trató de resistírsele, sin mucha convicción, pero su boca soltó la nariz de Frank. Frank volvió a mirarla con toda la ternura que los ojos de un ser humano pueden transmitir.

—Temo que de ahora en adelante, con nariz o sin ella, me costará mucho imaginar mi vida sin ti...

Una sombra pasó por el rostro de Helena. Sus ojos grises adquirieron el color de la hoja de Excalibur. Con suavidad le cogió las muñecas con las manos y le soltó la cara. Frank imaginó sin esfuerzo qué pensamientos se ocultaban tras aquella mirada, y trato de aliviar la tensión.

—Eh, ¿qué pasa? Lo que he dicho no es nada tan terrible. Todavía no te he pedido que te cases conmigo...

Helena se acurrucó en el hueco de su hombro; el tono de su voz le hizo comprender que aquel breve intervalo de despreocupación había terminado.

—Ya estoy casada, Frank. O, mejor dicho, lo estuve.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes cómo es el mundo de la política, Frank. Igual que el del espectáculo. Es todo una ficción, una representación. Y en Washington, como en Hollywood, uno puede hacer lo que quiera siempre que no sea del dominio público. Un hombre de carrera no puede aceptar el escándalo de una hija que trae al mundo un hijo sin tener al lado a un marido.

Frank guardó silencio, esperando. Sentía el calor húmedo del aliento de Helena que le acariciaba la espalda mientras hablaba. La voz de Helena le llegaba por encima del hombro, pero era como si saliera del fondo de un pozo sin eco.

—Y mucho menos si ese hombre es el general Nathan Parker. Por eso, oficialmente, soy la viuda del capitán Randall Keegan, caído en la guerra del Golfo, mientras su esposa, en Estados Unidos, esperaba un hijo que no era suyo.

Se incorporó y volvió a la posición de antes, su cara muy cerca de él. Lo miró a los ojos, con una leve sonrisa, como si solo Frank pudiera concederle el perdón. Frank nunca habría imaginado que en una sonrisa pudiera haber tanta amargura.

Helena dio una definición de sí misma como si hablara de otra persona, una mujer que le inspiraba una mezcla de piedad y desprecio.

—Soy la viuda de un hombre al que vi por primera vez el día de la boda y luego nunca más, salvo en un ataúd cubierto por una bandera. No me preguntes cómo lo hizo mi padre para convencer a ese hombre de que se casara conmigo. No sé qué le prometió a cambio, pero es fácil imaginarlo. Un casamiento casi por mandato, que debía durar el tiempo suficiente para servir de plausible cortina de humo, y después un divorcio liberador. Mientras tanto, una carrera fácil, con alfombra roja y ascensos... ¿Y sabes qué es lo cómico?

Frank aguardó en silencio. Sabía perfectamente que no tendría nada de cómico.

—El capitán Randall Keegan murió en la guerra del Golfo sin haber disparado nunca un solo tiro. Cayó heroicamente durante las operaciones de descarga, atropellado por un Hammer al que se le estropearon los frenos mientras bajaba por la rampa de un avión de transporte. Uno de los peores casamientos de la historia. Y adema con un idiota...

Frank no tuvo tiempo de responder. Todavía estaba tratando de asimilar aquella nueva demostración de la perfidia y el poder de Nathan Parker, cuando el móvil, sobre la mesita de noche, comenzó a vibrar. Frank logró cogerlo antes de que comenzara a sonar Miró la hora. Las agujas del reloj anunciaban problemas. Abrió la tapa del teléfono.

—¿Diga?

—Frank, habla Morelli.

Helena, tendida a su lado, vio que se le contraía el semblante.

—Dime, Claude. ¿Malas noticias?

—Sí, Frank, pero no las que imaginas. El comisario Hulot ha sufrido un accidente.

—¿Cuándo?

—Aún no lo sabemos con exactitud. Acaba de avisarnos un agente de la policía de tráfico francesa. Han encontrado el coche por la zona de Auriol, en Provenza, en un camino rural, al fondo de una hondonada. Le encontró un cazador que había salido a adiestrar a sus perros.

—¿Y cómo está él?

El silencio de Morelli fue elocuente. Frank sintió que el desconsuelo se apoderaba de su corazón.

« ¡No, Nicolás, tú no, ahora no! No de esta forma de mierda, y en un momento en que tu vida se iba a pique. Así no,
enfant terrible...»

—Ha muerto, Frank.

Frank apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le rechinaron los dientes. Los nudillos se le pusieron blancos alrededor del móvil. Por un instante Helena creyó que el teléfono se haría pedazos en su mano.

—¿Han avisado a su mujer?

—No, todavía no. Pensé que quizá prefirieras hacerlo tú.

—Gracias, Claude. Has hecho bien.

—Habría preferido no recibir ese cumplido.

—Lo sé, y te lo agradezco también en nombre de Céline Hulot.

Helena lo vio ir hasta el sillón sobre el cual habían dejado la ropa. Frank comenzó a ponerse el pantalón.

Ella se sentó en la cama, cubriéndose el pecho con la sábana. Frank no reparó en ese gesto de pudor instintivo ante una desnudez que Helena todavía no sentía del todo como un hecho natural.

—¿Qué pasa, Frank? ¿Adonde vas?

Frank la miró, y Helena leyó en su semblante un dolor amargo, Él se sentó en la cama para ponerse los calcetines. Su voz le llegó desde detrás de una espalda cubierta de cicatrices.

—Al peor lugar del mundo, Helena. Voy a despertar a una mujer en plena noche para explicarle por qué su marido nunca más volverá a casa.

45

El día del funeral de Nicolás Hulot llovía.

Parecía que el tiempo hubiera decidido interrumpir aquel luminoso verano y derramar del cielo las mismas lágrimas que se derramaban por él en la tierra. Una lluvia recta y sin concesiones, como recta y sin concesiones había sido también la vida de un anónimo comisario de policía, dedicada a su pequeña misión de hombre común.

Ahora conseguía, quizá sin saberlo, la única recompensa que había deseado en vida: la de descender a la misma tierra que acogía el cuerpo de su hijo, acompañado por palabras de esperanza pronunciadas para consolar a quienes siguen vivos.

Céline se hallaba de pie al lado de la fosa, junto al cura, el rostro compuesto en la firmeza del dolor, despojada ya de voluntad ante las tumbas del marido y el hijo. Cerca de ella, la hermana y el marido, llegados precipitadamente de Carcasona tras la noticia de la muerte del cuñado.

Las exequias se llevarían a cabo en privado, según había sido siempre la voluntad de Nicolás. Aun así, un pequeño gentío había subido hasta el cementerio de Eze para asistir al rito fúnebre. A cierta distancia y un poco más arriba del lugar donde se había cavado la fosa, Frank observaba a la gente que rodeaba al joven sacerdote que oficiaba la ceremonia, con la cabeza descubierta a pesar de lluvia.

Estaban los amigos, los conocidos, algunos habitantes de Eze todas las personas que habían apreciado la honradez y la bondad del hombre al que saludaban por última vez. Quizá también había algunos curiosos.

Estaba Morelli, cuyo rostro expresaba un sufrimiento tan intenso que sorprendió a Frank. Estaban Roncaille y Durand, en representación de las autoridades del principado, y todos los hombres de la Süreté que no estaban de servicio. Frank vio a Froben, al otro lado, también con la cabeza descubierta. Cerca, Bikjalo, Laurent, Jean-Loup, Barbara y gran parte del personal de Radio Montecarlo. Incluso estaban, algo apartados, Pierrot y su madre.

La avidez sensacionalista de los pocos periodistas presentes se había quedado en el exterior, gracias a los agentes del orden, aunque sin dificultades. La muerte de un hombre en un accidente de automóvil era algo demasiado banal para resultar interesante, aun cuando se tratara del comisario que se había encargado, hasta hacía poco tiempo, de la investigación de Ninguno y que posteriormente había sido suspendido del cargo.

Frank miró el ataúd de Nicolás Hulot. Bajaba poco a poco a la fosa cavada como una herida en la tierra, acompañado por agua de lluvia mezclada con agua bendita, como una bendición conjunta del cielo y de los seres humanos. Dos sepultureros con un impermeable verde comenzaron a echarle paletadas de tierra, que tenía el mismo color de la madera del ataúd.

Frank permaneció allí hasta que la última paletada cayó sobre la fosa ya llena. Pronto la tierra se aplanaría y alguien que cobraría por hacerlo pondría sobre ella una lápida de mármol, igual a la que había al lado, con una inscripción que indicaría que Stéphane Hulot y su padre Nicolás, de algún modo se habían reencontrado.

El sacerdote dio la última bendición y todos hicieron la señal de la cruz.

A pesar de todo, Frank no logró pronunciar la palabra «amén».

Rápidamente la gente comenzó a dispersarse. Los más cercanos a la familia cumplieron con el ritual de los saludos a la viuda y se alejaron. Mientras recibía el abrazo de los Mercier, Céline lo vio. Saludó a Guillaume y a sus padres, recibió las apresuradas condolías de Durand y Roncaille, se volvió y susurró algo a la hermana que la dejó sola y se encaminó con el marido hacia la entrada del cementerio. Frank contempló la figura agraciada de Céline que avanzaba hacia él, con paso tranquilo, con los ojos enrojecidos a los que había negado el consuelo de un par de gafas oscuras.

Sin una palabra, Céline se refugió en su abrazo. Notaba en el hombro su llanto silencioso, mientras se concedía finalmente una pausa de lágrimas que no podría reconstruir su pequeño mundo hecho pedazos.

Céline se separó de él y lo miró. En sus ojos brillaba como un sol incandescente la estrella del dolor.

—Gracias, Frank. Gracias por estar aquí. Gracias por haber sido tú quien me lo dijo. Sé cuánto te ha costado.

Frank no respondió. Después de la llamada de Morelli, había dejado a Helena, subido hasta Eze y llegado a casa de Nicolás. Se quedó cinco largos minutos delante de la puerta de los Hulot antes de reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando Céline le abrió, mientras cerraba los bordes de una bata ligera sobre el camisón, lo entendió todo solo con verlo. Al fin y al cabo, era la esposa de un policía. Ya debía de haber imaginado aquella escena muchas veces, como una posibilidad funesta, y siempre la habría expulsado de su mente como un pensamiento de mal agüero. Ahora Frank estaba allí, en el umbral de su casa, con expresión dolida y su silencio era la confirmación de que también su marido, después de su hijo, de ahora en adelante estaría en otro lugar.

—Le ha sucedido algo a Nicolás, ¿verdad?

Frank asintió en silencio.

—¿Está...?

—Sí, Céline. Está muerto.

Céline cerró un instante los ojos y su rostro adquirió una palidez mortal. Se balanceó un poco, y él temió que fuera a desmayarse. Dio un paso adelante para sostenerla, pero ella se recobró enseguida. Frank vio que le temblaba una vena en la sien mientras pedía detalles que habría preferido ignorar.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Un accidente de carretera. No sé mucho. El coche se salio del camino y se precipitó por una hondonada. Debió de morir el acto. Si te sirve de consuelo, no ha sufrido.

Mientras las pronunciaba, Frank era consciente de la futilidad de aquellas palabras. No, no era un consuelo, no podía serlo, aunque Frank supiera por Nicolás cuánto habían sufrido Nicolás y Céline por la agonía de Stéphane, en coma, ya reducido a un vegetal, conectado a una máquina que lo había mantenido con vida hasta que la piedad venció a la esperanza y dieron la autorización para apagarla.

—Entra, Frank. Debería hacer un par de llamadas, pero una de ellas puedo dejarla para mañana por la mañana... Tengo que pedirte un favor...

Cuando se volvió a mirarlo, los ojos de aquella mujer todavía enamorada de su marido estaban llenos de lágrimas.

—Lo que quieras, Céline.

—No me dejes sola esta noche, te lo suplico.

Llamó al único pariente de Nicolás, un hermano que vivía en Estados Unidos y que, a causa de la diferencia horaria, se enteraría de la noticia en plena noche. Le explicó brevemente la situación y murmuró: «No, no estoy sola», que era sin duda una respuesta a la preocupación del que hablaba al otro extremo de la línea. Colgó como si el aparato fuera muy frágil y se volvió hacia Frank.

—¿Te apetece un café?

—No, Céline, te lo agradezco. No necesito nada.

—Entonces sentémonos en el sofá, Frank Ottobre. Quiero que me abraces mientras lloro...

Y así fue. Se quedaron sentados en el sofá, en la hermosa estancia cuyas puertas correderas daban a la terraza y al vacío de la noche. Frank la oyó llorar hasta que la luz comenzó a teñir de azul el mar y el cielo del otro lado de los cristales. Sintió que el cuerpo extenuado de Céline se deslizaba en una especie de duermevela y la sostuvo así, con todo el afecto que les tenía, a ella y a Nicolás, hasta que, mucho más tarde, la entregó al cuidado de la hermana y el cuñado.

Y ahora estaban allí, de nuevo frente a frente, y él no podía evitar seguir mirándola, como si sus ojos quisieran llegar al fondo de los de ella. Céline supo la pregunta que se escondía en aquella mirada. Le dirigió una sonrisa tierna, por su ingenuidad de hombre.

—Ahora no vale la pena, Frank.

—¿Qué?

—Creía que tú lo habías entendido...

—¿Qué era lo que había que entender?

—Mi pequeña locura, Frank. Sabía muy bien que Stéphane estaba muerto; siempre lo he sabido, como sé que ahora tampoco Nicolás estará nunca más a mi lado.

Al ver su expresión confusa, Céline Hulot sonrió con ternura y le apoyó una mano en un brazo.

—Pobre Frank, lamento haberte engañado también a ti. Lamento haberte hecho sufrir cada vez que nombraba a Harriet.

Levantó la cabeza para mirar el cielo gris. Una pareja de gaviotas volaba en lo alto, planeando perezosamente en el viento. Eran dos, estaban juntas. Quizá eso pensaba Céline mientras seguía por un instante la trayectoria de las aves. Un soplo de viento agitó los flecos del chal que llevaba.

Sus ojos volvieron a encontrar los de Frank.

—Era todo una comedia, querido amigo. Una pequeña y estúpida comedia, solo para impedir que un hombre se dejara morir. Mira, después de la muerte de Stéphane... aquí mismo, mientras salíamos del cementerio después del entierro, tuve la certeza de que, si yo no hacía algo, Nicolás acabaría destrozado. Incluso antes que yo. Quizá hasta el extremo de poner fin a su vida.

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