Yo mato (6 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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El hombre nota que el cuerpo que aferra se relaja de repente, en el instante mismo en que la vida lo abandona. Espera unos segundos y después gira el cadáver de frente a él, pasa los brazos por debajo de las axilas y comienza a mover los pies, enfundados en las aletas, para emerger al aire. A medida que se acerca a la superficie iluminada, el rostro de la joven deja de ser una mancha oscura y, poco a poco, va cobrando forma ante el cristal de las gafas. Aparecen las facciones delicadas, la nariz fina, la boca entreabierta, de la que salen unas últimas, pocas, burlonas burbujas de aire. Aparecen los espléndidos ojos verdes sin vida, fijos en la instantánea morbosa de la muerte, claramente visibles al aproximarse a esa luz que ya no pueden ver, que ya no les pertenece.

El hombre observa el rostro de la mujer a la que acaba de matar como un fotógrafo contempla cómo se revela una fotografía que le produce particular impaciencia. Cuando está totalmente seguro de la belleza de esa cara, el tiburón vuelve a sonreír.

Al fin la cabeza del hombre emerge del agua. Todavía sosteniendo el cadáver, se acerca a la escalerilla. Coge la cuerda que antes ha anudado a la estructura tubular y rodea el cuello de la muerta, para impedir que se hunda mientras él se quita la botella y el snorkel. El cuerpo se desliza bajo el agua y provoca un ligero remolino. El pelo de la joven flota a pocos centímetros de la superficie, siguiendo el chapoteo de las olas contra el casco, como los tentáculos de una medusa bajo la luz de la luna.

Se saca las aletas, la máscara y los plomos y los apoya con delicadeza sobre la cubierta, sin hacer el menor ruido. Una vez libre, se agarra con la mano izquierda a la escalerilla, suelta la cuerda que sujeta el cadáver y lo aferra con el brazo derecho. Sin esfuerzo aparente, sube los pocos peldaños de madera cargando el cuerpo de su víctima. Lo tiende sobre el puente, perpendicularmente a la eslora de la embarcación. Lo contempla durante un largo momento y luego se inclina para recoger el albornoz que la joven llevaba antes de su baño nocturno.

En un gesto de piedad tardía, lo extiende sobre la mujer acostada boca arriba, como para proteger aquel cuerpo, ya frío, del fresco de una noche que para ella no terminará jamás.

—¿Arijane?

La voz llega de improviso desde el interior de la embarcación. El hombre gira por instinto la cabeza en esa dirección. Tal vez el compañero de la joven se ha despertado porque ha tenido la sensación de estar solo en la cabina. Tal vez en la cama ha extendido una pierna para buscar el contacto de la piel de su amada y no lo ha encontrado, en la luminosidad blanquecina que esparce la claridad de la luna.

Al no obtener respuesta, sin duda saldrá a buscarla.

Cubierto por el mono negro, que lo convierte en una sombra más oscura que las que proyecta la luna, el hombre se levanta y va a esconderse detrás del mástil mayor.

Desde su lugar de observación ve aparecer primero la cabeza y después el cuerpo del dueño del barco, que ha salido al puente a buscar a su mujer. Está desnudo. El hombre escondido ve que gira la cabeza a un lado y a otro, y luego fija la mirada en la popa, donde ve a su amada, tendida detrás del timón, cerca de la escalerilla. Ella tiene la cara vuelta hacia el lado opuesto y parece dormida, cubierta sin cuidado con su albornoz blanco. Él avanza un paso hacia ella; luego nota el suelo mojado bajo los pies, baja la vista y advierte unas huellas húmedas. Quizá piensa que la joven ha querido darse un baño de mar, y siente una oleada de ternura por ese cuerpo que parece abandonado al sueño bajo la claridad de la luna. Tal vez la imagina nadando con fluidez en el silencio nocturno, tal vez ve su cuerpo mojado recubrirse de reflejos plateados al salir del agua... Se le acerca despacio, acaso con el deseo de despertarla con un beso, llevarla a la cabina y hacerle el amor. Se acurruca a su lado y apoya una mano en el hombro que asoma del albornoz. El hombre del mono negro oye con claridad sus palabras.

—Mi amor...

La mujer no da ninguna señal de haber oído. Su piel está helada.

—Mi amor, no puedes quedarte aquí con este frío...

Tampoco esta vez hay respuesta. Jochen siente que una extraña angustia le produce un agujero en el estómago. Coge con suavidad la cabeza de Arijane entre sus manos, gira el rostro hacia él y encuentra los ojos, la mirada sin vida. El movimiento hace salir un hilo de agua de la boca entreabierta. De inmediato se da cuenta de que está muerta, y un alarido silencioso le atraviesa la mente. Se pone en pie de un salto y en ese preciso instante siente un brazo húmedo contra la garganta. Una presión violenta le obliga a arquear la espalda e inclinarse hacia atrás.

Jochen es un hombre de estatura apenas superior a la media y su cuerpo es el de un deportista, entrenado por largas sesiones de gimnasio y muchas horas de
jogging,
indispensables para soportar la enorme exigencia física de un Gran Premio. Pero su agresor es más alto que él e igualmente vigoroso; además, cuenta con la ventaja de la sorpresa y el aturdimiento provocado por el hallazgo de la muerte de Arijane. El piloto alza las manos de forma instintiva y aferra el brazo negro que le aprieta la garganta y le corta la respiración; trata con todas sus fuerzas de aflojar la presión que le ahoga. Con el rabillo del ojo ve un reflejo centelleante a su derecha. Una fracción de segundo después, el cuchillo que empuña el agresor, afilado como una navaja, atraviesa el aire con un leve silbido y describe un rápido arco de arriba hacia abajo.

El cuerpo de Jochen se agita con un estremecimiento cuando la hoja penetra entre las costillas y le traspasa el corazón. Nota en la boca el sabor de su propia sangre y muere mientras en sus ojos se refleja la sonrisa gélida de la luna.

El hombre sigue haciendo presión con el cuchillo hasta que el cuerpo de Jochen se convierte en un peso muerto entre sus brazos. Solo entonces afloja la mano y sostiene a su víctima por las axilas para amortiguar la caída sobre el puente. Se detiene un instante a contemplar los dos cuerpos sin vida a sus pies, mientras respira despacio para calmar su jadeo. Después agarra el cadáver del hombre por los brazos y comienza a trasladarlo a la cabina.

Tiene poco tiempo y mucho trabajo que hacer antes de que salga el sol.

Lo único que echa de menos en ese momento es la música.

4

Roger salió al puente del
Baglietto
y respiró el aire fresco de la mañana. Eran las siete y media, y el día se anunciaba espléndido. Después de la semana del Gran Premio, los propietarios del yate en el que había embarcado de tripulante se habían ido y habían dejado la embarcación a su cuidado hasta el crucero estival, que por lo general duraba un par de meses. Él se quedaría en Montecarlo otros dos meses por lo menos, totalmente tranquilo, sin la presencia agobiante del armador y su esposa, una pelma tan cargada de joyas que bajo el sol era necesario mirarla con gafas oscuras.

Donatella, la camarera italiana del Restaurant du Port, estaba terminando de poner las mesas de la terraza. Pronto llegarían a desayunar los empleados de las oficinas y las tiendas del puerto. Roger la observó en silencio hasta que ella se percató de su presencia. Le sonrió y con un gesto imperceptible se abrió un poco más la blusa.

—Qué buena vida, ¿eh?

Roger se sumó enseguida al jueguecito de seducción que ambos practicaban desde hacía algún tiempo. Adoptó una expresión afligida.

—Sí, pero podría ser mucho mejor...

Donatella cruzó los pocos metros que separaban la terraza del restaurante y la popa de la embarcación y se detuvo debajo de donde se hallaba Roger. La blusa abierta dejaba entrever el surco entre los pechos; Roger lo recorrió con la mirada. La muchacha se dio cuenta pero no dio la menor señal de fastidio.

—¡Pues claro! Si en vez de usar tanto los ojos usaras mejor las palabras... Eh, pero ¿qué hace ese loco?

Roger giró la cabeza, siguió la mirada de la camarera y vio un Beneteau de dos mástiles que avanzaba directamente hacia los barcos anclados, a toda velocidad. En el puente no había nadie.

—Malditos imbéciles.

Dejó a Donatella, corrió a la proa del
Baglietto
y empezó a agitar los brazos con frenesí y a gritar:

—¡Eh, los del dos mástiles! ¡Prestad atención!

Del barco no llegó ninguna señal de vida. Continuaba su curso, la punta enfilada hacia el muelle, sin disminuir la velocidad. Ya estaba a pocos metros y el choque parecía inevitable.

—¡Eh, vosotros!

Roger lanzó un último grito desesperado y después se aferró a la barandilla, a la espera del impacto. Con un ruido seco, la proa del
Forever
golpeó al
Baglietto
en el costado izquierdo, se deslizó un poco más adelante y se encajó entre el casco del yate y el de la embarcación anclada al lado, inclinándose un poco. Por fortuna, el motor no tenía potencia suficiente para causar daños graves y las defensas ayudaron a amortiguar el golpe, pero, aun así, en el impecable barniz del yate quedó un largo rasguño parduzco. Roger, furioso, gritó en dirección al
Forever.

—¿Estáis locos, idiotas?

No hubo respuesta. Roger saltó del puente del
Baglietto
a la proa del
Forever,
mientras una pequeña multitud de curiosos se reunía en el muelle. Cuando alcanzó la popa vio algo que le dejó perplejo. La barra del timón estaba bloqueada. Alguien la había trabado con un bichero, firmemente sujeto con una cuerda. Un rastro rojizo salía del puente y bajaba por la escalerilla que conducía a la cabina. Había algo extraño y siniestro en todo aquello, y Roger sintió frío en el estómago. Bajó con lentitud la escalera, siguiendo la línea, que terminaba en un charco más oscuro al pie de la mesa. A Roger se le puso la carne de gallina cuando se dio cuenta de que era sangre. Se acercó, con las piernas temblorosas. Sobre la mesa, alguien había escrito dos palabras con sangre:

«Yo mato...»

La amenaza que contenía la inscripción y los puntos suspensivos eran aterradores. Roger tenía veintiocho años y no era un héroe; sin embargo, algo más fuerte que él le empujó hacia la puerta de lo que probablemente era el dormitorio. Se detuvo un instante, con la boca seca por la tensión, ante la hoja entornada, y después la empujó con un gesto decidido.

Notó una tufarada de olor dulzón, que le cogió de la garganta y le provocó náuseas. Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar. Durante los años que le quedaran de vida, aquella visión le provocaría pesadillas cada noche.

El policía que estaba subiendo a bordo y la gente reunida en el muelle le vieron salir al puente como loco, doblarse por encima de la borda y vomitar en el mar; su cuerpo se sacudía con violentas convulsiones histéricas.

5

Frank Ottobre se despertó y tomó conciencia de su cuerpo, tendido entre las sábanas de una cama que no era la suya, en una casa que no era la suya, en una ciudad que no era la suya.

Un instante después, el recuerdo se filtró en su cabeza como el sol entre las persianas; el dolor seguía intacto, como la noche anterior. Si todavía había un mundo y en ese mundo había una forma de olvidar, su mente le prohibía ambas cosas. Comenzó a sonar el teléfono inalámbrico apoyado en la mesilla de noche, a su izquierda. Ottobre se volvió en la cama y tendió la mano hacia el aparato y su titilante señal roja.

—¿Diga?

—Hola, Frank.

Cerró los ojos y enseguida vio el rostro que le evocaba esa voz. Nariz roma, pelo color arena, ojos grises, olor a loción para después de afeitar, andar indolente, gafas oscuras en ocasiones, y un traje gris que era casi un uniforme.

—Hola, Cooper.

—Ya sé que para ti es temprano, pero estoy seguro de que ya estabas despierto.

—Ya... ¿Qué sucede?

—Aquí, en este momento, prácticamente de todo. La locura total. Estamos de servicio durante las veinticuatro horas. Si fuéramos el doble de los que somos, todavía necesitaríamos el doble de hombres para hacerle frente. Todos realizan un gran esfuerzo por simular que no ha sucedido nada, pero tienen miedo. Y no podemos reprochárselo, porque nosotros también tenemos miedo.

Una breve pausa.

—¿Y cómo estás tú?

«Sí, ¿cómo estoy yo?»

Frank se planteó la pregunta como si en ese preciso instante hubiera recordado que estaba vivo.

—Bien, supongo. Me divierto con la
jet set
de Montecarlo. El único peligro es que, entre tantos millonarios, corro el riesgo de creerme rico también yo. Me iré cuando me den ganas de comprarme un yate de cuarenta metros y encima me parezca algo normal.

Se levantó de la cama, desnudo, fue al baño en penumbras, con el teléfono pegado a la oreja, y se puso a orinar.

—Si consigues comprarlo, cuéntame cómo lo has hecho; quizá pruebe yo también.

Cooper no se había dejado engañar por su ironía, pero prefería seguirle el juego. Frank se lo imaginó sentado en su despacho, con una sonrisa tensa y, pintada en el rostro, la pena que sentía por él. Cooper era el de siempre. Él, en cambio, era un hombre que se estaba yendo a pique, y ambos lo sabían.

Otro instante de silencio; después, a Frank casi le pareció oír con claridad el silbido con que se deshinchaba el fingido buen humor de Cooper. Su voz se volvió más dura, más ansiosa.

—Frank, ¿no crees...?

Ya sabía lo que iba a decirle, y le interrumpió enseguida.

—No, Cooper. Todavía no. No quiero volver. Es demasiado pronto.

—¡Frank, Frank, Frank! Ya ha pasado casi un año. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para...?

En la cabeza de Frank, las palabras del amigo se perdieron en el enorme espacio que se abría entre Montecarlo y Estados Unidos. Oía solo las voces de sus pensamientos.

«Sí, ¿cuánto tiempo, Cooper? ¿Un año, cien años, un millón de años? ¿Cuánto necesita un hombre para olvidar que destruyó dos vidas?»

—Además, Homer ha dicho claramente que puedes volver al servicio cuando quieras, si eso te sirve de algo. En todo caso, nos serviría a nosotros. Sabe el cielo cuánto necesitamos a gente como tú en este momento... ¿No crees que estar aquí y volver a sentirte parte de algo..., llegar al final de todo esto...?

De pronto la voz de Frank fue como una hoja muy afilada que cortaba cualquier tentativa de acercamiento:

—Cooper, al final de todo esto hay una sola cosa.

El silencio de Cooper daba a entender que había una pregunta que gritaba en su cabeza, y que temía formularla, incluso en susurros. Al fin recuperó la voz, y la distancia que separaba Montecarlo de Estados Unidos no era nada comparada con la que se abría entre ambos.

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