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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (14 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Lo que ocurre es que el tiempo pasa y se le echan a una las obligaciones encima y un día por otro nunca encontraba tiempo para hacer el viaje, ni mi madre quiso nunca meterme prisa. Lo normal era que mi madre estuviese un poquito encogida del susto y sin querer comentarlo con nadie, aunque lo mismo le había llegado ya alguna copla, tampoco tendría nada de raro que cualquiera del barrio me hubiese visto en Madrid o en alguna otra parte durante las giras —la de
Sabor a gloria
, ya digo, un éxito— y le faltase tiempo para pregonar a la vuelta los talentos de Rebeca Soler. A los talentos públicos me refiero, que si alguien llegó a catar los otros se guardaría muy mucho de confesarlo, ni siquiera a los amigotes, y no me estoy refiriendo a chavales jóvenes, que tienen otra mentalidad y otra desenvoltura, sino a padres de familia con el forfiesta cargado de chiquillos. Esos son los mismos que luego se permiten hacerte daño por ser como eres, y los mismos que alguna vez le harían daño a mi padre y a mi madre por mi culpa.

Yo creo que a mi padre eso era lo que más le asustaba. El pobre siempre llevó una vida arrastrada, sin un trabajo fijo, aunque en eso se diferenció poco de un montón de hombres como él, que no eran de una jaranería ni de una dejadez especial, sino que en mi pueblo la mitad de la gente ha malvivido siempre de lo que le sale de pascuas a ramos, y a mi viejo encima le salía poquísimo, siempre brujuleando de un lado para otro, dejando a deber en todos los chiringuitos y apuntándose el primero a cualquier tiberio que organizasen los del sindicato del campo. Mi viejo apenas alcanzó a ver lo que han cambiado las cosas desde que se murió Franco, pero seguro que esto le hubiese parecido una mamonada prima hermana de lo de antes, una chapuza que ningún comunista con cojones debería consentir. Si viviera, estaría siempre en primera fila de cualquier zarandeo que organizasen los más rojos de la provincia y seguiría llegando a casa como si viniera del moro después de que le pillasen quilando con la parienta del mojamé. Cuando se lo conté a la Cocó me dijo, muy marifroid, a tu padre lo que le pasaba es que era un exhibicionista nato, y ahora comprendo de dónde te viene a ti esa necesidad de ser siempre la más. A mí me parece que la Cocó se equivocaba, yo siempre he creído que de mi padre no saqué nada, que todo lo mío, por fuera y por dentro, me viene de mi madre. Pero sí es cierto que yo ahora a mi padre lo veo de otro modo, con un cariño que antes creo que no sentía, a lo mejor porque no quería darme cuenta, porque no estaba dispuesta a comprender ni a querer a una persona que se pasaba todo el día medio ajumado o ajumado del todo, y que se avergonzaba de mí.

Antes, nunca se me había ocurrido pensar que mi viejo creyese de verdad en lo que hacía, en lo que decía, en lo que pedía para la gente de su clase y en lo que se figuraba que no tenía más remedio que ser lo mejor para mí. Ahora pienso de otra manera. Y todo desde que tomé la decisión de volver, y eso que con mi padre ya no pude encontrarme cara a cara. Pero pensé que tendría que hablarle, tendría que decirle que le quería, tendría que pedirle perdón y que me cuidase desde donde estuviese, que yo iba a procurar con todas mis fuerzas que, donde estuviese, no tuviera que avergonzarse de mí, que no tuviera que arrepentirse de haberme dado su sangre, y tendría que explicárselo todo, echar una tarde en el cementerio, o las tardes que hiciera falta, que ya sé que suena un poquito macabro, ya sé que parece de película portuguesa, pero lo tenía que hacer, pasar mucho rato junto al nicho donde estaba enterrado y decirle al final, besando la lápida, tu hija Rebecca te quiere, Vinagre. Un día cualquiera, pasadas las emociones del primer momento, sin decirle nada a nadie, cogería un taxi en la calle Ancha y le diría al taxista lléveme al cementerio y no hace falta que me espere, ya me las apañaría yo para regresar. El cementerio de mi pueblo lo cuida una mariquita que tiene ya cara boriscarlof, seguro que me reconocería al instante y sabría decirme dónde estaba la tumba de mi padre. A mi madre mejor no recordarle los malos tragos, a lo mejor en algún momento, cuando viniese a cuento y como de pasada, le pedía un retrato de mi viejo, un recuerdo, nunca tuve ninguno, y la verdad es que estaba segura de que mi madre tampoco tenía una colección, a lo mejor algunas de cuando eran jóvenes, del noviazgo, la de la boda, puede que alguna conmigo cuando yo era mocoso, que más tarde habrían tenido que narcotizarme para que me dejase fotografiar con él, y no creo que mi padre se fotografiase mucho ya de mayor, fueraparte de los retratos para el carné de identidad. En todo eso pensé de pronto cuando me dije tengo que volver lo antes posible, sin muchos preparativos, porque si me lo pienso y me pongo a esmerarme lo echo todo a perder y volveré a lo de siempre, a no decidirme, a dejarlo para más adelante.

Así que aproveché que tenía que llamar a mi madre para advertirle que le acababa de poner el giro que le mando todos los meses y le dije por cierto que no sé ni por qué lo he hecho, que podría haberte dado el dinero personalmente, fíjate que tengo unos días libres después de la gira con el espectáculo y he pensado en pasarme por ahí. Ella se quedó un momento muda, aunque yo la oía respirar, quiero decir que muerta no cayó, de modo que decidí seguir por mi cuenta, improvisando y aparentando mucho dominio, para que aquello no se convirtiese en
Ama Rosa
, era lo último que quería. Le dije la verdad es que ya tengo encargado el billete para el exprés de mañana, ahora mismo paso por la agencia a recogerlo, o sea que llegaré el domingo temprano, si no pasa nada que no creo que pase, y no te preocupes, no hace falta que vaya nadie a Jerez a esperarme.

No quería encontrarme con nadie en la estación, cogería un taxi aunque me costase una fortuna. Una estación no es el sitio más adecuado para un encuentro así. Procuraría que me llevase hasta mi pueblo un taxista mayorcito y corto de genio, de poco hablar, mejor de Jerez, ya le indicaría yo hasta la puerta de mi casa. También en eso fui pensando durante el viaje, en coche cama individual, aguantándome las ganas de salir a dar un garbeo por el tren, que había visto yo a unos muchachos como para extraviarse, y naturalmente no pude evitar el hacer lo imposible para que ellos me viesen a mí, pero después me entró el remordimiento, una pesadumbre rara, porque no era serio andar pendoneando como una lagarta cuando mi madre me estaba esperando devoradita por los nervios, se me antojaba que aquello exigía una seriedad, como si estuviera haciendo ejercicios espirituales antes de meterme a monja. Me había llevado unos sángüiches para la cena, así que no tenía excusa ni para salir al vagón restaurante, y en el compartimiento además se estaba fresquito. Servidora se puso uno de sus esquijamas de verano tipo chándal, y al principio procuré distraerme con el cargamento de chismorreos que compré en la estación. Pero no tenía yo la cabeza para seguir con atención los entretenimientos del prójimo, bastante distracción era lo mío, que de pronto, siguiendo el ritmo que llevaba el tren, y como si estuvieran pasándome por el fondo de los ojos películas viejas, se me empezaron a aparecer cosas en las que a mí nunca me hubiera dado por pensar, cosas que en otro momento me hubieran parecido insignificantes. Mi madre colgando ropa recién lavada en los cordeles del tendedero, en el patio chico, apartando un poco las ramas del jazmín, dejando chorrear todo el agua de las sábanas, con aquel olor a limpio y a desinfectado del jabón verde y de la lejía; mi madre lavándose la mata de pelo en el lebrillo puesto en el poyete de la ventana de la cocina, y enjuagándoselo después con agua y vinagre, usando la jarra de porcelana que, después de lavarla a conciencia, le servía para ponernos el agua en la mesa a la hora de comer, en verano el agua fresquita que vaciaba de los botijos, sin permitir nunca que en las comidas usáramos el botijo directamente, una jarra que aún tendría que estar por casa, guardada en una alacena, si la encontraba se la pediría a mi madre y seguro que ella sabría por qué; mi madre tomándose un rato para descansar en las casas a las que iba por horas, por un precio que ajustaba a principios de año, sin subirse nunca a la parra, pero sin consentir nunca que las señoras le regateasen, a la que se le escapaba la menor queja le decía señora si no le interesa dígamelo, que una vez yo estaba presente (porque a veces, cuando yo era muy chico y si a la señora no le importaba, me llevaba con ella) y el gesto de cabeza que mi madre hizo para decirlo, aquel ramalazo de orgullo, me venía ahora a la cabeza, mientras el tren se iba acercando a mi tierra, en medio de la noche. Cosas sin importancia, al menos a primera vista, pero que se repetían como si tuvieran algo especial que decirme, algo secreto, escondido entre todo aquello que yo recordaba de pronto con una claridad casi milagrosa. Aquella humedad tan acogedora de las sábanas mientras se secaban al sol; aquel brillo azulado, el olor a limpio que se escapaba del pelo de mi madre cuando se sentaba a secárselo entre sol y sombra, casi siempre a media tarde, y su manera de disimular que no se daba cuenta de que yo la estaba observando de la cabeza a los pies: el perfil, el pecho, la pequeña curva del vientre, los muslos apenas separados pero sin apretarlos con remilgos, los tobillos y, sobre todo, las manos. Aparecían y desaparecían las manos de mi madre, siempre perfectas, siempre tranquilas, abiertas, como si llevaran muchos años queriendo darme algo que quizás ahora, al final de aquel viaje, por fin me pudiese entregar.

Así toda la noche, sin pegar ojo, sin quedarme siquiera un poco traspuesta, que por la ventanilla del compartimiento pude ver cómo la noche se iba agotando hasta el final, hasta que empezó como un relincho la amanecida. Apenas había querido llevar equipaje, yo no iba a presumir de nada, y mejor si no me veía mucha gente, aunque tampoco pensaba esconderme de nadie. El taxista que me tocó no era ni viejo ni corto de genio, era sólo antipático, cuando le dije adónde quería ir me dijo eso te va a costar dos mil quinientas y a mí me sentó fatal, hice ese conocidísimo gesto que aprenden desde chicas todas las leidis inglesas para decirle al chofer que arranque y farfullé, en voz lo suficientemente alta como para que me oyese todo el parque de taxistas de Jerez, a lo mejor se piensa el muy ordinario que no puedo pagar.

Durante todo el trayecto ni palabra, naturalmente. Yo aproveché para arreglarme un poquito el primer plano, que una cosa es ir sencillita al encuentro de tu madre y otra presentarse hecha un esperpento. La verdad es que ni me preocupé de figurarme lo que estaría pensando el del volante, que tampoco cuesta ningún trabajo imaginarlo, pero no pensaba darle el gusto de ponerme reivindicativa; por darle, aparte de las dos mil quinientas escamondadas, le di las cuatro instrucciones justas para que no acabase aparcándome en el Coto. Y cuando llegamos le dije simplemente aquí es, tenga lo suyo.

La puerta de mi casa estaba abierta. Antes, cuando yo era chavea, la puerta estaba abierta siempre, pero en estos tiempos hay muchos peligros y todos los candados son pocos. Sin embargo, aquel día hacía tanto bochorno… El aire se podía masticar, aunque a lo mejor a mí se me hacía peor de lo que era por la sofocación que llevaba encima. Enseguida me di cuenta de que había un silencio raro, muy espeso, como si la casa estuviera llena de gente que contenía la respiración mientras me espiaba. La casapuerta estaba fresquita, como una bendición del cielo, y seguro que mi madre había dejado abierto para hacer un poquito de corriente como fuera. O para que yo me lo encontrase todo de par en par, para que ni por un segundo me pasara por el entendimiento que aquella casa ya no era la mía, que había sido la casa de otro, de un chavea asustado y amaneradito del que yo no quería por lo visto saber nada. Y es cierto que un pensamiento así de enfermizo me pasó como un cuervo por la cabeza nada más poner el pie en la acera, frente al portón de mi casa, pero al verla abierta de par en par, dándome la bienvenida, supe que todo lo que yo fui y todo lo que yo tuve me estaba esperando para echarse en mis brazos y decirme: «Menos mal que has vuelto».

Eso me dirían los cuartos, las paredes, el patio, las macetas, los muebles y hasta la ropa que dejé y que seguiría guardada en el armario de mi alcoba. Eso me dirían, aunque no supieran pronunciar mi nombre. Eso me diría mi madre, aunque no fuera capaz ni de separar los labios.

Entré despacio, sin tocar la campanilla de la entrada, derechita al cuarto de estar. Yo sabía que me esperaba allí. Sentada en una mecedora que yo no conocía, en una mecedora nueva. Tan vieja, la pobre. No hizo ni un gesto cuando me vio. Luego, conforme yo me acercaba, apenas movió un poquito las manos. Le brillaban tanto los ojos que parecía que había más de una persona mirándome. Le dije con las manos que no, que siguiese así, que no se levantase. No hacía ninguna falta que hablásemos. Yo vi cómo las manos le temblaban y era como si las viese por primera vez. Me arrodillé a su lado. Acaricié con mucha suavidad sus rodillas. Puse mi cabeza en su regazo, cerré los ojos y dejé pasar el tiempo. Dejé pasar el tiempo, mientras ella me acariciaba.

Sólo eso. En silencio. Una caricia que yo no quería que se terminase nunca.

 

La alegría de verme por fin en aquella habitación tan amplia, con tan bonitas vistas y decorada con tan buen gusto, apenas me duró veinticuatro horas. Enseguida empecé a notar los síntomas que me obligaron a abandonar, con lo que lo pensé que era menguado provecho, la tercera morada.

El primer síntoma fue un picor raro en el cutis. Había dormido desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana de un tirón, sin duda por el sueño acumulado en la habitación del motel la noche anterior y las emociones que me deparó la visita a las incomparables instalaciones religiosas, culturales, sanitarias, deportivas y recreativas de aquel complejo sacroturístico de máxima categoría, y ni las llamadas a maitines y laudes ni el repique de campanas que anunciaban la primera misa habían conseguido despertarme. En realidad, salí del sueño de un modo espontáneo, muy repuesta de vitalidad, muy rápida de reflejos, con grandes ganas de consumir experiencias sublimes y con bastante apetito, todo sea dicho en honor a la verdad. Hasta las nueve se dispensaban los desayunos, así que tenía tiempo suficiente para esmerarme en mi recién decidida apariencia varonil y planear un poco la jornada que estaba a punto de iniciar, sin sacrificar por ello el primer refrigerio, que tan importante es para rendir luego con alegría y aprovechamiento, también en las labores del espíritu. Me levanté con presteza, cubrí inmediatamente mi inconfundible semidesnudez con el albornoz de indiscutible calidad que el establecimiento ponía a disposición de cada huésped, descorrí las cortinas de la puerta de cristales de la terraza, celebré con verdadero júbilo la limpieza y el excelente color de un cielo despejado que presagiaba un día magnífico, en especial para la práctica de deportes al aire libre, y admiré el perfil recio y austero, cien por cien español, de la sierra de La Mortera y de las peñas de Armijo. Y me disponía a ejecutar en la terraza una sesión ligera pero muy tonificante de gimnasia sueca, cuando noté que el cutis me picaba.

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